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de los vecinos de su calle se habían asomado a ver la máquina. Papá se llevó las manos a la cintura.

      —Herbert, ¿qué rayos es esto?

      En realidad, no dijo rayos, sino una palabra más fea, pero ésas no se pueden decir en un libro para niños.

      —Es un tren —dijo el tío Herbert—. Un tren de vapor.

      —Ya lo veo, pero ¿qué hace aquí? ¿En un camión enorme? ¿Y tan cerca de mi casa?

      —Es un regalo para Kate. Y para Tom, supongo, si es que ella quiere compartirlo —volteó hacia los niños—. Compartir es importante.

      Definitivamente, el tío Herbert no tenía experiencia con niños.

      —Pues es un bonito gesto de tu parte —opinó el padre de Kate, frotándose la barbilla—. Pero… ¿no habría sido mejor enviarle un juguete?

      —¡Esto es un juguete!

      —No, Herbert, no lo es. Es un tren de verdad.

      —Supongo que sí —contestó el tío Herbert—. Pero, en sentido estricto, si ella va a jugar con este tren, entonces es también un juguete por definición. ¿Cierto?

      El padre de Kate calló un momento y lo meditó, cosa que fue un error táctico. Lo que debió haber hecho, pensó ella, era salirse de sus casillas y llamar a la policía.

      Su madre no tuvo el mismo problema. Salió a toda carrera de la casa, dando alaridos.

      —¡Herbert! ¡Cabeza de chorlito! ¿Qué rayos crees que estás haciendo? ¡Saca esta cosa de aquí! ¡Niños, bájense del tren!

      Esto último lo dijo porque mientras su padre discutía, Kate y Tom ya habían subido al remolque y empezaban a buscar por dónde trepar a la locomotora. No podían evitarlo. Con tanto tubo y palanca, parecía una escalada en roca.

      Bajaron del camión contrariados y retrocedieron hasta cierta distancia, pero Kate no podía evitar seguir mirando la locomotora. Era una cosa gigantesca y negra y genuina, con muchos botones, perillas y detalles que obviamente servían para algo interesante, y una cabina pequeña y acogedora en la cual uno podía sentarse. Lucía fascinante, cargada de presagios; como un dinosaurio dormido. Mientras más la miraba, más interesante parecía.

      Y real. Era como si Kate hubiera estado esperando algo así sin saberlo. ¡Le encantaba!

      Sobre el costado del vagón carbonero, en pequeñas letras mayúsculas, se leía:

      Así se llamaba. Las palabras estaban escritas sobre una flecha larga y fina que parecía haber atravesado las letras en su trayectoria.

      El tío Herbert no

      da señales de mejora

      —Ni siquiera es de color plateado —dijo el padre de Kate—. Es negra. ¿Y qué harías con una flecha plateada en todo caso?

      —Pues cazar hombres lobo —respondió Kate—, obviamente.

      —¿Y dónde la vamos a meter? —preguntó su madre.

      —Ah, de eso ya me hice cargo —intervino el tío Herbert—. Va a quedar sobre un tramo de vías en el jardín trasero.

      —¿Un tramo de…? ¿En el jardín tra…? —la madre de Kate estaba tan enojada que ni siquiera podía terminar sus frases—. ¡Eres un perfecto tarado, Herbert!

      —No vamos a meter ningunas vías en el jardín de atrás —exclamó el padre de Kate—. ¡Ahí es donde planeo poner mi huerto!

      —Oh, no tienen que hacerlo ustedes —dijo el tío Herbert con orgullo—. ¡Ya lo hice! Unos trabajadores lo terminaron anoche. Hice que utilizaran martillos y mazos envueltos en fieltro para que el ruido no los despertara.

      Los padres de Kate miraron fijamente al tío Herbert. Kate pensó que su tío estaba resultando ser muy listo, para tratarse de un tipo vestido con un traje amarillo plátano. Pensó que tal vez ésta era una de esas ocasiones en las que se podía aplicar algo que decía uno de los personajes que admiraba: a veces, más vale pedir perdón que pedir permiso.

      Grace Hopper lo había dicho. Grace Hopper había nacido hacía más de un siglo, en 1906. En ese entonces había demasiados prejuicios contra las mujeres para permitirles programar una computadora y, en todo caso, las computadoras no se habían inventado todavía. A pesar de todo eso, Grace Hopper se convirtió en programadora de computadoras y escribió el código para el primer compilador de software. Cuando murió, a los ochenta y cinco años, era contralmirante de la marina de Estados Unidos.

      Habían bautizado un portaviones en su honor. Grace Hopper era una especie de modelo a imitar para Kate.

      Dos horas más tarde, los cinco, es decir Kate, Tom, su madre, su padre y el tío Herbert, se encontraban en el jardín trasero contemplando la locomotora. Estaba sobre un tramo de vía férrea dispuesto sobre el ralo pasto de color amarillo quemado, y tenía el vagón carbonero enganchado detrás. Los dos vehículos ocupaban la mayor parte del jardín.

      Incluso los padres de Kate tuvieron que admitir que era muy impresionante.

      —Podríamos cobrarle a la gente para que entrara y se sentara dentro —propuso Tom.

      —Ni loca —contestó Kate—. No quiero que vengan desconocidos y se metan a mi tren privado y dejen en él las huellas de sus extraños traseros.

      —No digas traseros —le advirtió su padre.

      —Patio trasero —dijo Kate—. Delantero, trasero, lateral.

      —No, por favor.

      —¿Es muy vieja? —preguntó Tom.

      —No lo sé —respondió el tío Herbert.

      —¿Qué tan rápido puede correr?

      —No lo sé.

      —¿Sabes si el hombre más fuerte del mundo la podría levantar?

      —No lo… Espera, conozco al hombre más fuerte del mundo, y definitivamente no podría hacerlo. ¿Quieren subirse?

      Por supuesto. Fue un poco difícil, el tren era muy grande, como ya dijimos, y definitivamente no estaba construido para niños. Pero Kate y Tom eran expertos trepadores y en el costado encontraron un par de peldaños de hierro soldados a la locomotora y una barra de la cual aferrarse.

      Lo que sucedió después fue un poco decepcionante, en realidad, desde el punto de vista de Kate. Estar en la cabina de una locomotora de vapor no se parece en nada a sentarse en el lugar del chofer en un auto, un camión o la cabina de un avión. Por un lado, no hay vidrio ni ventana frontal, pues se interpone el gigantesco cilindro de la caldera, de manera que no es posible mirar hacia delante. Hay dos pequeñas ventanas en cada lado, pero no sirven de mucho. Es más como una diminuta habitación, tal vez como el cuarto de máquinas de un barco, pero uno verdaderamente antiguo, sin computadoras ni radar ni algo parecido.

      Tubos de bronce y acero corrían por todas partes como enredaderas que hubieran invadido paredes y techo, y de ellos brotaban palancas de válvulas, botones, manivelas, perillas y agujas indicadoras en sus pequeños relojes vidriados. Ninguno tenía letreros o etiquetas. La cabina olía a aceite rancio, como un taller mecánico. Era real, sin lugar a dudas, pero también totalmente incomprensible.

      Había dos asientos plegables. Kate y Tom los bajaron para sentarse.

      —Ahora entiendo por qué los maquinistas de los trenes siempre se asoman por la ventana —dijo Tom—. Es la única manera de ver adónde van.

      —Ajá. Lástima que nosotros no vayamos a ninguna parte.

      Kate

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