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y las reformas electorales tuvieron pocos efectos en los sistemas de partidos (Remmer, 2008). Por lo general, los derechos sociales recientemente consagrados no se respetaron en la práctica. Los límites de los mandatos presidenciales se eludieron o revocaron. Las leyes de la función pública, las leyes tributarias, las regulaciones laborales y ambientales, y las normas que prohibían la ocupación ilegal y la venta ambulante se aplicaron en forma despareja, en el mejor de los casos.[2] Ya sea por una inestabilidad extrema, por una aplicación desigual o por ambas, la relación entre las reglas formales y los resultados esperados se mantuvo débil en muchas democracias latinoamericanas de la tercera ola. Pero también hubo una variación considerable –en los diversos países, instituciones y momentos–, tanto en la durabilidad de las instituciones formales como en su capacidad de moldear el comportamiento de los actores.

      Esta variación es consecuente. La debilidad institucional reduce los horizontes temporales de los actores de maneras que pueden socavar tanto el desempeño económico (Spiller y Tommasi, 2007) como la estabilidad y la calidad de la democracia (O’Donnell, 1994). La democracia necesita que las leyes se apliquen en forma pareja, en todo el territorio y sobre diferentes categorías de ciudadanos. Es decir, todos los ciudadanos deben ser iguales ante la ley, a pesar de las desigualdades que entre ellos causan los mercados y las jerarquías sociales. La debilidad institucional socava esa igualdad y entorpece los esfuerzos por aplicar las leyes y las políticas públicas para combatir las desigualdades multifacéticas que siguen atormentando a gran parte de América Latina. Las instituciones no poseen un carácter uniformemente positivo; las leyes provocan desigualdades con la misma frecuencia con que las combaten. Pueden ser exclusivas o discriminatorias, potenciar la desigualdad u otras injusticias sociales o, como demuestran Albertus y Menaldo (2018), proteger a las élites autoritarias y sus intereses. En algunos casos, es posible que la democratización total requiera el debilitamiento y reemplazo de estas instituciones. Pero, por lo general, ninguna democracia puede funcionar bien sin instituciones fuertes.

      A pesar de que hoy en día el problema de la debilidad institucional esté ampliamente reconocido en el campo de la política comparada, no se ha conceptualizado y teorizado al respecto de manera adecuada. Aún no contamos con un marco conceptual claro que nos permita identificar, medir y comparar diferentes formas de debilidad institucional. Este marco es fundamental si queremos desarrollar teorías sobre sus orígenes y consecuencias. En este libro, damos el primer paso hacia ese marco con la presentación de una tipología de diferentes formas de debilidad institucional y el análisis de las potenciales causas de dicha debilidad.

      La fortaleza institucional en la política comparada

      Algunas investigaciones recientes ponen de manifiesto la necesidad de ampliar el espectro comparativo del análisis de las instituciones y de teorizar acerca de la debilidad institucional en América Latina. Tomemos, por ejemplo, el estudio de Helmke (2004) sobre las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Judicial en la Argentina. Algunas teorías aceptadas de política judicial –en gran medida, inspiradas en el caso de los Estados Unidos– indican que la garantía de continuidad de por vida en el cargo que tienen los jueces de la Corte Suprema debería permitirles actuar con independencia política. Pero cuando se violan sistemáticamente las reglas de esta garantía y los jueces saben que votar en contra del Poder Ejecutivo puede provocar su destitución, su comportamiento cambia de forma significativa. Helmke descubre que cuando las instituciones de garantía de continuidad en el cargo son débiles, como en la Argentina durante gran parte del siglo XX, los jueces son más propensos a votar con los presidentes durante la primera parte de su mandato. Sin embargo, cuando el mandato del presidente está por concluir, los jueces tienden a practicar una “defección estratégica” y fallar en línea con el partido o el político que esperan que suceda al presidente saliente. De este modo, Helmke identifica, y teoriza, un patrón de comportamiento judicial que está basado sobre la expectativa de debilidad institucional y se aleja de manera marcada de lo que se esperaría en un contexto de fortaleza institucional.

      En ese mismo sentido, el trabajo de Holland (2017) sobre tolerancia y redistribución resalta la importancia de tomar con seriedad la variación en la aplicación de las leyes. La mayor parte de los análisis de las políticas redistributivas en América Latina se enfocan en las políticas sociales, como las jubilaciones y los gastos en el sistema de salud. Si se miran esas medidas, los esfuerzos de redistribución en la región resultan sorprendentemente bajos: el gasto social como porcentaje del producto bruto interno (PBI) es apenas la mitad del promedio de los países de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), y a diferencia de la mayoría de ellos, los impuestos y las transferencias reducen la desigualdad del ingreso solo en forma marginal (Holland, 2017: 69-70). En democracias desiguales como las de gran parte de América Latina, la persistencia de Estados de bienestar tan pequeños puede resultar desconcertante. Al sumar el aspecto de la tolerancia, o no aplicación deliberada de la ley, Holland aporta una perspectiva poderosa para entender por qué perduran tales resultados. La tolerancia hacia actividades ilegales por parte del Estado, como la ocupación indebida y la venta ambulante, conlleva una distribución considerable de recursos a los pobres (Holland, 2017: 9, estima que en Lima alcanza unos 750.000.000 de dólares por año). Así, mientras la mayoría de los Estados latinoamericanos hacen poco, en términos formales, para financiar la vivienda y el empleo para los pobres, la no aplicación de las leyes contra la ocupación ilegal y la venta ambulante crean un “Estado de bienestar informal” en el que “la redistribución hacia abajo ocurre porque el Estado deja que suceda, y no porque haga algo al respecto” (2017: 11).

      La atención a la inestabilidad institucional también ha reformulado nuestra interpretación del diseño electoral. La mayoría de los estudios comparativos al respecto dan por sentado que quienes diseñan las normas electorales lo hacen con un objetivo motivado por el interés propio: maximizar su ventaja en los comicios. El trabajo más influyente en esta área sugiere que los políticos desarrollan un diseño institucional a futuro. En

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