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Ante el silencio y la oscuridad. Carmen Orellana
Читать онлайн.Название Ante el silencio y la oscuridad
Год выпуска 0
isbn 9788418470011
Автор произведения Carmen Orellana
Издательство Bookwire
En París tuve la oportunidad de conocer a mi tío Daniel y disfrutar de una semana de turismo inolvidable, en la que la personalidad afable y cariñosa de mi padre y mi tío hacía que todo me pareciera encantador.
Resultó ser un viaje alegre y lleno de experiencias maravillosas para mí. Nadie sabía que a los pocos meses mi tío Leandro moriría, víctima de un accidente de tráfico cuando regresaba una noche, ya de madrugada, de ver a una amiga en su DKW SEDAN. Era el mismo coche en el que habíamos realizado excursiones fantásticas. El dolor de mi padre por la pérdida de su hermano menor le sumió en un silencio que duró meses. El cabello, hasta entonces de un negro intenso, empezó a blanquear. Era muy triste verle en aquel estado, sumergido en su duelo.
Durante el verano de 1961, el abuelo llegó a nuestro modesto piso del Poble Sec, en Barcelona. Mi tía Evelyn tenía que reestructurar la casa para poder alquilar la planta baja y ponerse a trabajar.
El abuelo tuvo que solicitar el perdón para poder regresar. Mantenía correspondencia desde hacía algún tiempo con Joaquín Ruiz-Jiménez hijo, que parecía representar una cara moderna y renovadora en el Gobierno de Franco. Fue nombrado ministro de Educación Nacional en 1951. El abuelo había conocido a su padre, Joaquín Ruiz-Jiménez, que fue ministro liberal en el Gobierno del conde de Romanones y alcalde de Madrid en cuatro ocasiones. Él seguía atentamente los pasos de cuanto acontecía en España, sobre todo en lo referente a la educación, y sabía que este ministro tenía ideas innovadoras.
Joaquín Ruiz-Jiménez medió para que se le otorgara una pensión en 1956 y más adelante le puso en contacto con Fraga Iribarne, ministro de Educación, Turismo y Cultura. Asimismo, en 1961 le instruyó en los pasos que tenía que seguir para solicitar dicho perdón. Se le concedió el regreso a España. No consideraron que el juicio en el que se le había condenado a veinte años y un día de cárcel era improcedente. Se le otorgó porque en aquellos momentos ya contaba noventa años de edad.
Al poco tiempo de su regreso, Fraga Iribarne se encargó de organizarle un homenaje de bienvenida en el Club Náutico de Barcelona. Allí se le entregó un diploma de honor de la Federación Española de Sordomudos de Madrid. Al parecer, desde su ministerio ya se le veía, no como un convicto, sino como una persona que merecía reconocimiento y honores.
Mi padre se vio obligado a acompañarle al homenaje. Lo hizo muy contrariado —él era un hombre muy firme en sus convicciones—, pues no podía soportar participar en un acto organizado por un ministro de Franco. La edad había cambiado a Jacobo; cuando era más joven tampoco hubiera aceptado esos honores. Al mismo tiempo se le reconoció al abuelo el derecho a una revisión de su pensión. Ahí comenzó mi relación intensa con él. En el transcurso de un año, poco a poco me fue narrando la historia de su vida.
ORDEN de 4 de febrero de 1956 por la que se jubila al Profesor del Colegio Nacional de Sordomudos, don Jacobo Orellana Garrido, por haber cumplido la edad reglamentaria.
Ilmo. Sr.: Visto el escrito de don Jacobo Orellana Garrido, Profesor que fue del Colegio Nacional de Sordomudos, depurado favorablemente, en trámite de revisión, por Orden ministerial de 6 de diciembre último, en el que solicita la jubilación forzosa por razón de edad.
Teniendo en cuenta lo preceptuado en los artículos 49 del Estatuto de Clases Pasivas del Estado, de 22 de octubre de 1926, y primero de la Ley de 24 de julio da 1941, este Ministerio ha acordado declarar jubilado al referido profesor con efectos desde el día 30 de mayo de 1941, fecha en que cumplió la edad reglamentaria. Lo digo a V. I. para su conocimiento y efectos.
Dios guarde a V. I. muchos años.
Madrid, 4 de febrero de 1956.
RUIZ-GIMÉNEZ
Ilmo. Sr. Director general de Enseñanza Primaria
BOE del 23 de febrero de 1956, en el que aparece recogida la jubilación otorgada por Joaquín Ruiz-Jiménez al abuelo
Carta del Consulado de España en Bruselas autorizando la entrada de Jacobo Orellana Garrido a España
Ante el silencio
y la oscuridad
Los recuerdos de su infancia transcurren en un hogar lleno de la luz esplendorosa de la bonita ciudad donde nació, Antequera. Su casa, blanca inmaculada, con un patio interior donde el murmullo de una fuente acompañaba sus juegos con sus hermanos.
Su padre, don Jacobo Orellana Espejo, maestro y pedagogo, era un hombre serio y muy recto. La disciplina era constante en su forma de educar. Su madre, María Dolores, era una mujer dulce y alegre, que colaboraba para que su casa fuera un hogar luminoso y feliz. Mi abuelo recordaba a su padre con respeto y admiración y a su madre con un enorme cariño.
Allí, en Antequera, corría muchas veces a jugar cerca de los dólmenes del neolítico. Para él eran monumentos rodeados de silencio y majestuosidad, que lo transportaban a un mundo desconocido, invitándolo a soñar.
Antequera-Alameda
(1880-1887)
«Siempre me gustaba ir junto a aquellas moles y sumergirme en su silencio. Me sentía como si alguien me elevara y me sugiriera historias donde mi imaginación me hacía ver a seres legendarios y misteriosos que en el altar realizaran ceremonias y sacrificios. Otras veces pensaba que eran gigantes capaces de mover aquellas enormes moles sin apenas esfuerzo. Iba con mis hermanos y amigos a jugar, pero siempre intentaba quedarme solo. Sentía en mí la vida de aquellas piedras».
Pero lo que de verdad marcó su infancia y adolescencia fueron las vacaciones en el cortijo de sus abuelos, en Alameda, a treinta kilómetros de Antequera. Las esperaba anhelante. Cuando acababan sus clases se desplazaban hasta allí él y sus hermanos. Iban acompañados de su madre en un coche de caballos conducido por su abuelo, que iba a recogerlos. Su abuela, llamada también María Dolores, era pequeña y enjuta, de carácter muy alegre y una fuerte personalidad.
«Eran días de libertad. Solo había que pensar en jugar y experimentar en directo las labores del campo, que siempre me parecían de un enorme interés. Acompañaba al abuelo en sus tareas y me enseñaba con cariño y paciencia todo aquello que hacía que el milagro de la siembra se convirtiera en cosecha, que en el establo de las cabras naciera un hermoso cabritillo, que las mulas fueran lo más testarudo del mundo… A la hora de comer me metía en la cocina y allí la abuela, que siempre andaba canturreando, me contaba historias de bandoleros. Yo le pedía que me contara la historia de José María el Tempranillo, de cómo llegó una noche herido a su cortijo cuando ellos estaban recién casados. Iba acompañado de otros bandoleros; llamaron a la puerta casi de madrugada. Había una relación extraña de respeto y miedo. Aquel bandolero tenía una historia en la que se le relacionaba con la lucha al lado de los liberales y con la protección a los más humildes y desamparados. Le dejaron al cargo de la abuela, que fue quien lo cuidó hasta que pudo valerse. En ese momento vinieron sus hombres a recogerle, también de madrugada. Tenía un cortijo en Alameda, pero no podía acudir allí porque era el primer sitio donde le buscaban. No fueron la autoridad ni los militares los que acabaron con él. El rey Fernando VII concedió el indulto a todos aquellos que quisieran servir a la ley y ser libres, liquidando a todos los bandoleros que no se unieran a la propuesta. El Tempranillo habló con sus hombres, diciéndoles que si le seguían serían libres, pero que si no le seguían los buscaría y los llevaría al cadalso. Juan Caballero, el Venitas y el de la Torre se le unieron, pero el Veneno dijo que lo buscaran, que nunca dejaría de ser lo que era. Así empezó una lucha entre bandoleros bien urdida por el rey. En diciembre de ese año cayó