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femenino que fundamentalmente defendía los intereses de mujeres blancas racistas. Su respuesta no fue exigir cambios en ambos movimientos y un reconocimiento de los intereses de las mujeres negras. En lugar de ello, la inmensa mayoría de las mujeres negras se aliaron con el patriarcado negro, convencidas de que protegería sus intereses. Algunas mujeres negras, pocas, se decantaron por aliarse con el movimiento feminista. Quienes se atrevieron a apoyar en público los derechos de las mujeres fueron objeto de ataques y críticas. Otras mujeres negras quedaron en un limbo por no querer adherirse ni a los hombres negros machistas ni a unas mujeres blancas racistas. El hecho de que las mujeres negras no se reorganizaran colectivamente contra la exclusión de sus intereses por parte de ambos grupos indica que la socialización sexista y racista nos había lavado el cerebro hasta convencernos de que no merecía la pena luchar por nuestros intereses y hacernos creer que la única opción a nuestro alcance era someternos a los términos de los demás. Ni desafiamos, ni cuestionamos, ni criticamos. Reaccionamos. Muchas mujeres negras denostaron el movimiento de emancipación de la mujer como una «necedad de mujeres blancas». Otras reaccionaron al racismo de las mujeres blancas fundando grupos de feministas negras. Pero aunque denunciásemos como desagradable e insultante la idea del macho negro, no hablábamos de nosotras, de lo que supone ser una mujer negra y de lo que significa ser víctimas de la opresión sexista y racista.

      El intento más destacado por parte de las mujeres negras de articular sus experiencias, su concepción del papel de la mujer en la sociedad y el impacto del sexismo en sus vidas fue la antología de Toni Cade The Black Woman. Ahí acabó el diálogo. La creciente demanda de literatura acerca de mujeres creó un nicho de mercado en el que prácticamente todo lo publicado se vendía o recibía cierta atención. Así ocurrió, en particular, con la literatura acerca de mujeres negras. El grueso de esa literatura que surgió para colmar la demanda del mercado estaba repleto de presunciones racistas y sexistas. Los hombres negros que optaron por escribir acerca de mujeres negras lo hicieron desplegando un machismo predecible. Aparecieron multitud de antologías con material extraído de los escritos de mujeres negras del siglo XIX, obras que solían revisar y editar personas blancas. Gerda Lerner, una mujer blanca nacida en Austria, editó Black Women in White America. A Documentary History y recibió una generosa beca para financiar sus investigaciones. Y aunque considero que dicha colección es una obra importante, es significativo que, en nuestra sociedad, mujeres blancas reciban becas para realizar investigaciones sobre mujeres negras y, sin embargo, yo no haya sido capaz de encontrar ni un solo ejemplo en el que una mujer negra haya recibido fondos para investigar la historia de la mujer blanca. Y dado que, en gran medida, la literatura antológica sobre mujeres negras surge de los círculos académicos, donde la presión de publicar es omnipresente, me inclinó a preguntarme si a los expertos les motiva un interés sincero por la historia de las mujeres negras o simplemente se limitan a nutrir un nicho de mercado disponible. La tendencia a publicar textos antológicos de mujeres negras en el mundo editorial se ha normalizado tanto que me pregunto si también refleja una desidia por parte de los teóricos de abordar el tema de la mujer negra de un modo serio, crítico y erudito. Cuando leía estas obras, con frecuencia, en los prólogos, los autores afirmaban que se precisaban estudios globales sobre el estatus social de la mujer negra, estudios aún por escribir, y yo me preguntaba por qué a nadie le interesaba escribir esos libros. La obra de Joyce Ladner Tomorrow’s Tomorrow sigue siendo el único estudio serio en formato libro sobre la experiencia de la mujer negra escrito por una sola autora que puede encontrarse en los estantes de las librerías en la sección de mujeres. De tanto en cuando, mujeres negras publican en diarios artículos sobre racismo y sexismo, pero parecen reacias a examinar el impacto del sexismo en el estatus social de la mujer negra. Escritoras negras como Alice Walker, Audre Lorde, Barbara Smith y Cellestine Ware han sido quienes más empeño han puesto en contextualizar sus escritos en un marco feminista.

      Cuando se publicó el libro de Michele Wallace Macho negro y el mito de la Supermujer, se anunció como el libro feminista sobre la mujer negra definitivo. En la cubierta aparece la cita siguiente de Gloria Steinem:

      El libro de Michele Wallace podría ser a la década de 1980 lo que el libro Política sexual de Kate Millet fue a la década de 1970. En él, la autora traspasa la barrera de los sexos y las razas para conseguir que todos los lectores entiendan las verdades políticas e íntimas de crecer en los Estados Unidos siendo mujer y negra.

      Dicha cita se antoja irónica si se tiene en cuenta que Wallace es incapaz de abordar el tema del estatus social de las mujeres negras sin perderse antes en una extensa diatriba acerca de los hombres negros y las mujeres blancas. Resulta curioso que Wallace se catalogue como feminista cuando apenas habla de las repercusiones que la discriminación de género y la opresión sexista tiene en las mujeres negras ni analiza la relevancia del feminismo de las mujeres negras. Si bien el libro es un relato interesante y provocador de la vida personal de Wallace que incluye un análisis agudo e ingenioso de los impulsos patriarcales de los activistas negros, no tiene relevancia ni como estudio del feminismo ni como estudio sobre la mujer negra. Su relevancia radica en que se trata del relato de una mujer negra. Con excesiva frecuencia, en nuestra sociedad se da por supuesto que uno puede saber todo lo que hay por saber acerca de las personas negras escuchando única y exclusivamente el relato personal y la opinión de una sola persona negra. Steinem cae también en esta presunción racista y estrecha de miras al sugerir que el libro de Wallace tiene un alcance similar a la obra de Kate Millet Política sexual. El libro de Millet es un examen teórico y analítico de la política sexual en Estados Unidos que abarca una exploración de la naturaleza de los roles de género, un estudio de su trasfondo histórico y un análisis de la omnipresencia de los valores patriarcales en la literatura. Con más de quinientas páginas de extensión, no se trata de una obra autobiográfica y, en muchos aspectos, es de una pedantería extrema. Es razonable inferir que Steinem cree que el público estadounidense puede informarse acerca de la política sexual de las personas negras limitándose a leer un análisis del movimiento negro de la década de 1960, un examen superficial del papel de las mujeres negras durante la esclavitud y la vida de Michele Wallace. No pretendo denigrar el valor del libro de Wallace, pero creo que hay que situarlo en su contexto adecuado. Por lo general, un libro que se etiqueta como feminista suele centrarse en algún aspecto de la «cuestión femenina». A los lectores de Macho negro y el mito de la Supermujer lo que más les interesaba eran los comentarios de la autora acerca de la sexualidad masculina negra, que constituían el grueso del libro. Su breve crítica de la experiencia de las esclavas negras y su característica aceptación pasiva del sexismo se pasó en gran medida por alto.

      Aunque el movimiento de emancipación de la mujer motivó a centenares de mujeres a escribir sobre la cuestión femenina, no logró generar análisis críticos profundos acerca de la experiencia de la mujer negra. La mayoría de las feministas daban por descontado que la causa de los problemas que afrontaban las mujeres negras era el racismo, no el sexismo. De hecho, la idea de que es posible disociar el tema de la raza del tema del sexo, o a la inversa, ha nublado tanto la visión de pensadores y escritores estadounidenses acerca de la cuestión femenina que la mayoría de los análisis sobre el sexismo, la opresión de género y el lugar que la mujer ocupa en la sociedad están distorsionados o bien son sesgados e imprecisos. No podemos formarnos una imagen nítida de la situación de la mujer centrándonos exclusivamente en las jerarquías raciales.

      Desde el principio de mi implicación en el movimiento de emancipación de la mujer me desconcertó la insistencia de las feministas blancas en que la raza y el sexo eran dos cuestiones aparte. La experiencia vital me había enseñado que eran dos temas indisolubles y que, en el momento de mi nacimiento, dos factores determinaron mi destino: el hecho de haber nacido negra y el hecho de haber nacido mujer. Cuando entré en mi primera clase de estudios femeninos en la Universidad de Stanford, a principios de la década de 1970, una clase impartida por una mujer blanca, atribuí la ausencia de obras escritas por o acerca de mujeres negras a que la profesora, por el hecho de ser una persona blanca en una sociedad racista, estaba condicionada a ignorar la existencia de las mujeres negras, y no por el hecho de haber nacido ella misma mujer. Durante aquella época les expresé a las feministas blancas mi preocupación por el escaso apoyo al feminismo entre las mujeres negras, a lo cual me respondieron asegurando que entendían la negación de las mujeres negras a participar en la lucha feminista porque ya estaban sumidas

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