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habían rescatado del olvido. «El Ash Grove era donde ibas a escuchar la música de raíces, el rollo tradicional», comenta Jackson Browne, que por aquel entonces era un adolescente de Orange County. «Mucha gente iba a los dos clubs, pero en el Ash Grove lo tenías muy difícil para que te contrataran.»

      Otra asidua al Ash Grove era Linda Ronstadt, que era una preciosidad de mirada profunda y conmovedora y voz vigorosa que se había criado en Arizona soñando con el Bob Dylan del Freewheelin’. En las vacaciones de Pascua de 1964, Linda siguió al beatnik de Tucson Bob Kimmel en su viaje a «La Costa» y se instalaron en una casita victoriana en la playa de Santa Mónica. «En aquel momento toda la escena musical aún era muy dulce e inocente», recuerda Ronstadt. «Nos limitábamos a pasarnos el día sentadas, ataviadas con aquellos vestiditos bordados, escuchando baladas de folclore isabelino, y yo pensaba que siempre sería así.» Entre los coetáneos de Ronstadt se encontraban unos jóvenes y obsesivos aprendices de folk-blues; chavales como Ryland Cooder, John Fahey o Al Wilson. Algunos llegaron a ser tan buenos que hasta les permitieron tocar en el club. Cooder, que contaba con dieciséis años en 1963, tocaba con las cantantes de folk-pop Pamela Polland y Jackie DeShannon. Los incipientes Canned Heat —una banda de blues que había formado Wilson después de que Fahey le presentara al corpulento cantante Bob Hite— tocaron en el club.

      «La escena era minúscula», observa Ry Cooder. «Era una escena pensada por y para los músicos, no para el público en general. Ed Pearl era una especie de socialista, mientras que Doug Weston no era más que un oportunista propietario de un club. Nos acercábamos por allí por la tarde, sobre todo los fines de semana. Por aquella época Ed ya debía de tener en marcha una cadena de suministro, porque llevó a tocar a Sonny Terry y a Brownie McGuee, y también a Lightnin’ Hopkins y a Mississippi John Hurt, y más adelante a Skip James. Sleepy John Estes era al que yo llevaba tiempo queriendo ver. Parecía ser el más distante y peculiar, y yo había dado por sentado que estaba muerto.»

      Los habituales del Ash Grove miraban con desdén a la pandilla del Troubadour, pero era allí donde los tiempos estaban cambiando de verdad. «Se suponía que el Ash Grove era el sitio más auténtico, pero era en el Troub donde realmente se escuchaba la música regional más auténtica», dice Ronstadt. Según Henry «Tad» Diltz, miembro del Modern Folk Quartet, «todo se gestó a partir de la escena musical del Troubadour». Sin embargo, al Modern Folk Quartet le costaba darse a conocer fuera de la región, a nivel nacional. Ninguna de las compañías discográficas locales estaba muy atenta a lo que estaba pasando delante de sus narices. «Toda la industria para el tipo de música que hacíamos entonces estaba concentrada en la Costa Este», afirma Chris Darrow, un multiinstrumentista de folk-bluegrass cuyo grupo The Dry City Scat Band formaba parte de la escena musical. «Todos queríamos que nos ficharan sellos de Nueva York, como Vanguard o Elektra, y lo único que salía de aquí eran cosas comerciales como el Kingston Trio.»

      Sin embargo, algo estaba empezando a cambiar. Cuando el Modern Folk Quartet viajó a Nueva York en 1964, se se encontró con unos jóvenes soñadores adeptos de la música acústica deseosos de saber más acerca de la escena de L.A. Un chico rubio sureño llamado Stephen Stills acudió al Village Gate a empaparse de las armonías vocales a cuatro voces que el Modern Folk Quartet bordaba. Lo acompañaba Richie Furay, un afable chavalín de Ohio, y cuando Henry Diltz les contó lo que se estaba cociendo en California, Stephen y Richie fueron todo oídos. Stills, muy ambicioso para su edad, estaba desilusionado con la escena folk del Village. Richie y él se ganaban la vida con lo que les dejaban en las cestas que pasaban al acabar sus actuaciones en cafés como el Four Winds de la calle Tres Oeste. Manhattan le parecía un lugar frío y hostil. En L.A. puedes estar sin un duro, pensó Stills, pero al menos estás bronceado. John Phillips, miembro de un grupo llamado The New Journeymen, compartía los mismos anhelos al pasar otro invierno neoyorquino pelado de frío junto a Michelle, su grácil esposa californiana, y una canción titulada «California Dreamin’» empezó a gestarse en su cabeza.

      Puede que no fuera una mera coincidencia que las discográficas de Nueva York empezaran a tomar conciencia acerca de lo que los esnobs llamaban la «Costa Izquierda». Paul Rothchild, un A&R3 que estaba a la última y que trabajaba con Jack Holzman en su tan elegante como ecléctico sello Elektra, voló a L.A. en 1964 para asistir al festival de folk que se celebraba en la UCLA, en busca de talentos. Entusiasmado con lo que allí encontró, Rothchild empezó a viajar de manera regular entre la Costa Este y la Costa Oeste. «Más que la tierra prometida, L.A. era la tierra virgen», dice Holzman, que quedó igualmente fascinado por el sur de California. «En la Costa Este ya habíamos recogido una buena cosecha.»

      Columbia Records, un ente considerablemente más grande que Elektra, también estaba ampliando sus redes fuera de su sede de Manhattan. Si bien lo que les daba de comer eran artistas de pop y MOR4 como Patti Page y Andy Williams, el sello también era el hogar de Bob Dylan y Miles Davis. El día de Año Nuevo de 1964, el publicista de Columbia Billy James voló a Los Ángeles para empezar a trabajar en calidad de Mánager de Servicios de Información para la compañía en la Costa Oeste. Billy, que ya se acercaba a la treintena, era generación beat 100%, con una sensibilidad curtida a base de Kerouac y Ginsberg. Estaba encantado con el carácter de fuerza viva que la música pop estaba adquiriendo en la cultura norteamericana y se sumergió de lleno en la escena del Troubadour y el Ash Grove. «Billy era un tipo maravilloso», afirma el productor Barry Friedman. «Era una persona encantadora, culta e interesante. En cierto modo, creo que supo jugar muy bien al juego empresarial.»

      James también pudo sentir el impacto sísmico que provocaron los Beatles en su primera visita a Estados Unidos. La banda de Liverpool había hecho algo que ningún norteamericano había conseguido hacer: legitimar la condición de estrella del pop para los hípsters que desdeñaban a los ídolos clónicos como Fabian y Frankie Avalon. De repente, los jóvenes folkies como David Crosby se percataron de que podían componer sus propias canciones, con influencias de rock and roll, rhythm & blues y música country, y aun así ser perseguidos por las jovencitas. «Los Beatles le dieron validez al rock», opina Lou Adler, que por aquel entonces era productor y dueño de una discográfica de Los Ángeles. «La gente podía escuchar su música sabiendo que aquellos tíos sí que componían sus propias canciones.»

      «Lo que empezó a suceder entonces es que un montón de chavales con talento empezaron a formar grupos, con lo que el entusiasmo se duplicaba o triplicaba», comenta Henry Diltz. En el Troubadour y el Unicorn, David Crosby se juntaba con el MFQ y envidiaba su camaradería digna de una pandilla. No tardó en confraternizar con otros folkies que habían viajado a California en busca de algo que no podían encontrar en ningún otro lugar. Jim McGuinn, un chaval delgado y cerebral que había hecho sus primeros pinitos con el Chad Mitchell Trio —y que había estado por un tiempo a las órdenes de Bobby Darin— colaba algún que otro tema de los Beatles en sus actuaciones en las hootenannies del Troubadour. Gene Clark, un apuesto compositor de baladas de expresión angustiada procedente de Misuri, había acabado su etapa de aprendizaje con la banda angelina New Christy Minstrels. Clark se acercó tímidamente y algo desconcertado a McGuinn al acabar uno de sus sets con guiños a los Beatles y le dijo que le molaba lo que intentaba hacer y le preguntó si quería montar un dúo con él.

      McGuinn ya se había cruzado con Crosby en otras ocasiones y no se fiaba de él. Clark, sin embargo, pensaba que la voz de tenor aterciopelada de Crosby era justo el elemento armónico adicional que necesitaban. Una noche en el Troubadour, Crosby llevó a Tad Diltz a conocer a McGuinn y Clark, y con una sonrisa petulante anunció que iban a formar un grupo. «En 1964, Crosby, McGuinn y Clark se pasaban todas las noches en el hall del Troub», dice Jerry Yester. «Estaban allí sentados con una guitarra de doce cuerdas, componiendo canciones, sin más.» Al hacerse cargo de ellos el mánager Jim Dickson, un veterano de las escenas del folk y del jazz en Hollywood con mucho mundo y muy buenos contactos, Crosby, Clark y McGuinn completaron la formación con el batería Michael Clarke y Chris Hillman, un bajista curtido en el bluegrass. Desde el principio la banda fue concebida como un grupo de rock eléctrico. «En algún momento los grupos empezaron a enchufar los instrumentos», comenta Henry Diltz. «Doug Weston vio ensayar al MFQ en el Troub con amplis y se quedó horrorizado.»

      «Era como cuando a un renacuajo le crecen

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