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      Cátedra Lasallista

      Miradas sobre la subjetividad

      ©Universidad de La Salle

      ISBN: 978-958-9290-97-2

      Bogotá, Colombia, 2009

      Compiladores

      Jorge Eliécer Martínez Posada

      Fabio Orlando Neira Sánchez

      Aída María Bejarano Varela

      Directora Oficina de publicaciones

      Sonia Montaño Bermúdez

      Coordinadora editorial

      Eduardo Franco Martínez

      Corrección de estilo

      Leonardo Cuéllar Velásquez

      Diseño y diagramación

      Diseño de carátula

      ePub por Hipertexto / www.hipertexto.com.co

      Presentación Inauguración de la Cátedra Lasallista

      HNO. CARLOS GABRIEL GÓMEZ RESTREPO, F. S. C.{1}

      La casi milenaria tradición de la Universidad ha permitido crear un conjunto de prácticas con las cuales ésta ha querido hacer presencia en la sociedad e iluminar su contexto desde lo que le es propio y desde las funciones que, a lo largo de los siglos, se han ido constituyendo en referentes fundamentales para el quehacer universitario y para entender su papel en las sociedades en cada momento de la historia.

      La idea de Universidad, me refiero a la de Occidente, nació en la vieja Europa en el siglo XI, especialmente con la aparición de las universidades de Bolonia, Oxford y de París. Uno pudiera arriesgarse a decir que las circunstancias históricas hacían necesaria la aparición de una institución que fuera capaz también de pensar la sociedad, de tomarle el pulso a las dinámicas del conocimiento, además, de generarlo y difundirlo, de ayudar a las personas a dar sentido al devenir y, por supuesto, de marcar derroteros para la incesante búsqueda de la verdad. Ya en la antigua Grecia existían círculos académicos que pudieran servir de antecedentes remotos a la idea de Universidad. Es de todos conocida la Academia de Platón, los peripatéticos del Liceo aristotélico e, incluso, la Biblioteca de Alejandría, que bien pudieron en la Antigüedad acercarse a la idea medieval que llegaría mil años después. No obstante, sólo se empieza a hablar de Universidad en la Baja Edad Media cuando el corpus de conocimiento acumulado empezaba a tener visos más universales, cuando las dinámicas históricas iban generando posturas que obligaban a una discusión abierta, más tolerante y menos fundamentalista, cuando los gremios iban forjando las profesiones y, además, los sistemas políticos y sociales empezaban a organizarse de manera diferente por efectos del comercio, de la organización de las nacionalidades, de la aparición de las ciudades y de la nueva pasión por el saber que se iba apoderando de las mentes más lúcidas de esos siglos.

      Desde entonces, la Universidad ha conquistado espacios y asumido funciones que la sociedad le reconoce e, incluso, los sistemas políticos le respetan. La Universidad, por ejemplo, reivindicó para sí la autonomía, no porque quisiera sentirse fuera del sistema, sino para que su objeto fundamental, el conocimiento, tuviera la oportunidad de funcionar con las reglas de la razón, la fuerza del argumento, la apertura al disenso y, por supuesto, para que los científicos y profesores pudieran trabajar con alguna garantía en su búsqueda, discusión y difusión. Así, al lado de la autonomía, se derivaron otras prácticas fundamentales como la libertad de cátedra y la relación docencia e investigación, tan propias de la Universidad actual. Lo anterior no significa que los Estados y sus regímenes políticos, así como los grupos humanos y las organizaciones sociales y políticas hubieran tenido muchas veces la tentación de intervenirla, de manipularla, de convertirla en trinchera de una ideología o una sirvienta de los intereses particulares: todas las tentaciones que no dejan de aparecer y desaparecer sutilmente una y otra vez.

      Dentro de esas prácticas milenarias, las universidades han creado tradiciones para comunicarse con la sociedad y sus contextos. Se pronuncian Lectio inauguralis para abrir un año académico, así como Lectio finalis para despedir a los egresados. Continuamente se hacen debates públicos para cuestionar o proponer políticas o nuevas perspectivas científicas y, por supuesto, también las universidades crean “cátedras” especiales como herramienta y vehículo de un diálogo que quieren entablar con la sociedad y sus organizaciones en las que la Universidad está inserta. En el fondo, con estas prácticas, ella rehace y actualiza una de sus funciones fundamentales: ser luz para la sociedad en cada momento histórico.

      Inaugurar en esta noche la “Cátedra de la Universidad de La Salle” es también una manera de insertarnos en el corazón de estas tradiciones universitarias. Hoy, quizás más que en otras épocas de la historia, nuestras sociedades cuestionan a las Universidades y les piden acrecentar esa otra importante tradición de pensarse continuamente a sí mismas para poder responder de manera más proactiva a las angustias de las personas y a las necesidades de las sociedades. Esta cátedra “se presenta como un aporte de la Universidad a la sociedad, para que desde ella se dialogue y se reflexione críticamente sobre los grandes desafíos que se presentan en el mundo de hoy en la relación del humanismo con la ciencia”.

      Humanismo y ciencia han de encontrar en la Universidad un espacio para el diálogo, para el mutuo cuestionamiento, para enriquecerse en la medida en que ambos buscan respuestas a los grandes enigmas de la humanidad, a los grandes desafíos de los tiempos y de los lugares. Sus fronteras son borrosas y continuamente se entrecruzan. El tema de los valores o del sentido no puede ser exclusivo de ninguno de estos campos. Si bien en el humanismo los valores que surgen de las convicciones religiosas, de la estética, de la reflexión filosófica, de la creatividad artística, de la dimensión social de las personas tienen preeminencia, y si bien la rigurosidad racional, la constatación experimental, la exactitud del lenguaje matemático, la formulación de leyes y teorías explicativas y la construcción de modelos empíricamente sostenibles son actitudes propias de la ciencia, no se puede pensar que el humanismo puede ser ajeno a enriquecer estas actitudes, que la ciencia pueda estar desprovista de valores para su ejercicio o que ésta no tiene la capacidad de cuestionar continuamente la ética y las posiciones morales de los grupos. La historia nos ha enseñado que también la deshonestidad ha perneado, en ocasiones, la práctica científica, sea alterando datos, sea acomodando resultados, o que la confianza absoluta en el progreso y la solución a los problemas que iba a traer la ciencia terminaron por producir buena parte del desencanto actual o un sentimiento de desconfianza hacia el verdadero potencial de la ciencia, la que ya no se puede aceptar como la panacea para toda suerte de problemas sociales o políticos.

      Hoy urge acrecentar esta relación y abrir otros espacios para la construcción de acuerdos y el planteamiento de cuestionamientos que se hacen necesarios en los procesos educativos de las actuales generaciones. Entiendo aquí la inmensa posibilidad en la vida universitaria de propiciar continuamente los diálogos entre fe y razón, ciencia y cultura, ética y política, ciencia y ética, religión y ciencia, estética y racionalidad científica. Las realidades actuales han generado una plataforma más bien propicia para avanzar en estas búsquedas. Las catastróficas absolutizaciones, sea de una ideología política, de una postura religiosa, sea de una perspectiva científica —asuntos de los que la mayoría de nosotros hemos sido testigos— han generado la posibilidad y la necesidad de caminar con más humildad, de reconocer los aportes que todos los campos del conocimiento y la actividad humana tienen para la construcción del tejido social y la búsqueda de respuestas y, para nuestro caso, una oportunidad muy especial para la Universidad, ya que en su seno alberga académicos, científicos, humanistas y jóvenes en busca de sentido.

      Así, la cátedra institucional de la Universidad “es un espacio para suscitar debates sobre la transformación social, generando de esta manera presencia activa

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