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inmaterial y posfordismo

      En el centro de la obra temprana de Lazzarato a comienzos de la década de los noventa se hallan las transformaciones en el mundo del trabajo que se producen desde finales de los años setenta. En esta fase, Lazzarato se inscribe en una serie de debates abiertos por dos filósofos italianos: Mario Tronti y Antonio Negri, justo en el momento en que la alta tecnología estaba siendo introducida en las fábricas del norte de Italia, que provocaron la sustitución de obreros por máquinas y el despido masivo de trabajadores. Tronti y Negri empiezan a reflexionar sobre la nueva constitución ontológica de los sujetos, particularmente de los trabajadores, en una mutación histórica del capitalismo: el paso del fordismo al posfordismo.

      Según estos y otros autores, el capitalismo habría pasado por tres mutaciones históricas, tres modos diferentes de producción desplegados a lo largo de su historia: durante la primera fase (siglos XVII-XVIII) dominó el sector primario de la economía, es decir, la tierra y los metales. La fuerza de trabajo era básicamente mano de obra esclava: indios y negros en las colonias americanas, peones en el interior de Europa. Pero hacia finales del siglo XVIII se produce una nueva mutación en el modo de producción capitalista, de tal manera que el sector hegemónico de la producción ya no será el primario, sino el secundario, es decir, la industria. La fuerza de trabajo que se recluta ya no es sólo esclava, sino asalariada, obreros que trabajan en fábricas. La fábrica se convierte en el lugar de la producción, y la mercancía toma la forma de objetos materiales transformados industrialmente con la ayuda de máquinas. El obrero no está investido del know how (saber hacer), del conocimiento que implica poner en marcha todo el proceso de producción, sino que, simplemente, trabaja con su cuerpo y opera las máquinas. Hablamos entonces del capitalismo propiamente “fordista”. Esto significa que la fábrica no es un lugar donde hay investigación, en la fábrica no se puede innovar, no se puede crear. Las piezas llegan listas y lo que hacen capataces y obreros es simplemente ensamblar los objetos que luego circularán como mercancía.

      En opinión de los filósofos operaístas —entre ellos el propio Lazzarato—, hacia los años setenta se produce una tercera mutación en la historia del capitalismo: el paso del fordismo al posfordismo. El sector hegemónico de la economía ya no sería el sector secundario, sino el terciario, es decir, el sector de los servicios, comandado por las empresas de telecomunicaciones con el impulso de la revolución digital. Asistiríamos aquí al nacimiento de lo que algunos autores llaman la sociedad de la información, pero que los operaístas prefieren llamar la época del capitalismo cognitivo, ya que la producción de informaciones, conocimientos y símbolos se convierte durante esta época en la columna vertebral de la acumulación de capital. Desde este punto de vista, la producción se torna “inmaterial”, no porque carezca de materialidad alguna, sino porque lo que se vende como mercancía ya no son simplemente los objetos materiales transformados producidos en fábricas, sino informaciones, símbolos, imágenes y estilos de vida que circulan por los medios de comunicación, y que son producidos a través de nuevas tecnologías de la investigación, el diseño y el marketing. En el posfordismo, la fuerza de trabajo hegemónica ya no es la del obrero que sólo tiene su cuerpo para vincularse al sistema de producción, sino que es mano de obra altamente calificada que ya no vende su cuerpo, sino su cerebro. Esta fuerza se recluta básicamente en el sector de los intermitentes, los trabajadores free lance (independientes) que no tienen contratos fijos, sino que trabajan por proyectos. El lugar de la producción ya no es la fábrica —y esto es parte fundamental del diagnóstico de estos filósofos—, sino que la producción se extiende por todo el tejido social, o sea, ya no sólo se produce en las fábricas, sino que se produce en todos lados. La sociedad entera se “factoriza”, se convierte en fabrica diffusa. Además, la producción ya no es estandarizada como ocurre en el fordismo, donde las piezas estaban listas de antemano para ser ensambladas y ofrecidas como mercancía, sino que en el posfordismo se trata de una producción flexible donde las empresas, sobre todo, las multinacionales, nunca saben de antemano qué es lo que van a producir, sino que incorporan la investigación como un elemento central en el proceso de producción. Hoy en día la producción de las empresas depende cada vez más de la capacidad de innovación y de la creatividad de sus trabajadores.

      Ahora bien, aquí comienza el diagnóstico crítico de los operaístas, la mano de obra reclutada en el posfordismo ya no es primariamente de trabajadores asalariados sino de trabajadores intermitentes, de personas con un know how a las que se les paga por producto. Gente a la que no se le paga, como el asalariado, por el tiempo invertido en la producción, sino por el producto ya listo para ser ofrecido como mercancía. Es decir, que no se paga el proceso de producción mismo, sino el resultado final del proceso de producción. Se subvierte de este modo la famosa ley del valor enunciada por Marx según la cual el valor de un producto se calcula de acuerdo con el tiempo invertido en su producción. Pero como al trabajador inmaterial —que según estos autores es el trabajador hegemónico hoy día— no se le paga el tiempo invertido en la producción, sino el producto, la ley del valor empieza a quebrantarse en el capitalismo posfordista. Al trabajador inmaterial se le paga por innovar, por tener una idea, pero no por el tiempo invertido en la producción de esa idea. No importa si para lograr esa idea ha tenido que trabajar días y noches enteros, fines de semana o días de fiesta. No importa tampoco en qué lugar ha realizado ese trabajo: si en su casa, en el parque, en la calle. Lo importante es la idea misma, siempre y cuando pueda convertirse en mercancía. Las ideas capturadas en el capitalismo posfordista son aquellas que le sirven al mercado, que pueden ser patentadas, mercantilizadas y protegidas con derechos de propiedad intelectual.

      Esto tiene varias consecuencias, en opinión de los operaístas. En primer lugar, y como ya se mencionó, en el posfordismo la producción se desterritorializa por completo; ya no está ubicada en territorios específicos, como la fábrica, sino que la sociedad entera se convierte en el lugar de producción. Esto significa que la frontera entre tiempo de trabajo y tiempo de no trabajo se desvanece. Todo el tiempo es tiempo de trabajo o tiempo de consumo. La vida entera se convierte en una función del mercado. Se produce de este modo la subsunción real —y ya no solamente la formal subsunción del trabajo por el capital—. El mercado ya no sólo captura el trabajo de ocho horas en la fábrica, sino que captura la vida entera de una persona, en la medida en que, aunque no se trabaja, se consume. El turismo, el entretenimiento, el tiempo libre, la intimidad son vistos hoy día como ámbitos productivos, como columnas básicas para la producción y reproducción de capital. El mercado se convierte así en el elemento articulador de la vida social en su conjunto y ya no sólo, como ocurría en el fordismo, de aspectos muy puntuales de la vida social (la jornada laboral).

      Esto significa, a su vez, que los estados nacionales han empezado a perder el control sobre la producción y sobre los flujos de capital. Las regulaciones que antes (en algunos países) protegían al trabajador se ven sobrepasadas por las nuevas dinámicas globales del trabajo, articulado cada vez más por las tecnologías digitales y por la interacción con máquinas inteligentes. Uno de los resultados de esto es la crisis del sindicalismo, pues los viejos sindicatos, dominados aún por los trabajadores fordistas, ya no logran aglutinar a los precarios (trabajadores no asalariados) que son contratados como outsourcing o subcontratación externa.

      De la sociedad disciplinaria a la sociedad de control

      Visto ya, muy a grandes rasgos, el universo conceptual en el que se enmarcan los primeros trabajos de Mauricio Lazzarato, es tiempo de analizar su obra posterior, articulada básicamente hacia finales de la década de los noventa en un diálogo transdisciplinario con pensadores como Deleuze, Foucault, Bajtin, Guattari, Leibniz y Tarde. Me concentraré primero en el modo en que Lazzarato se apropia del concepto de sociedad de control y lo utiliza para realizar una crítica tanto de los filósofos operaístas, como de Foucault y Deleuze.

      El concepto sociedad de control aparece por primera vez en un pequeño artículo que publicó Deleuze en el año 1990 titulado “Poscriptum sobre las sociedades de control”. Allí afirma que, actualmente, vivimos una crisis del modelo disciplinario teorizado por Foucault, pues hoy día las relaciones de dominio ya no se asientan en instituciones de secuestro como la fábrica, el hospital y el cuartel general, sino que se mueven por otros lugares. No se trata ya de un poder seriado, cuadricular, que se manifiesta delimitando tareas y funciones, sino de un poder “liso”, flexible, que

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