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cierto número entre ellos. El papel de luchador social en Guerrero es ciertamente una de las vocaciones más peligrosas de nuestro país.

      El invitado indeseable, el narcotráfico

      Creemos haber dejado claro que no atribuimos al tráfico de drogas el deterioro de la vida pública, pero la situación actual sería incomprensible sin su irrupción. El poder económico y armado15 que representa ha puesto a prueba todas las estructuras de la sociedad mexicana, especialmente las instituciones judiciales y políticas. El narcotráfico no es la causa de la debilidad de esas instituciones, pero su presencia vino a acelerar las cosas dejando al descubierto la magnitud de sus carencias.

      Es importante subrayar que el tráfico de narcóticos es sólo la satisfacción (criminal) de una de las demandas propias de las sociedades del capitalismo avanzado. El consumo de drogas es un mal endémico de las sociedades modernas. Las razones pueden ser diversas: por placer, por estrés en el trabajo o simplemente por afán de experiencias, pero el consumo parece ser imposible de erradicar y está aún en expansión. Esto, que corresponde a las deformidades del capitalismo tardío, irrumpió en las estructuras de un capitalismo atrasado como es el de México, de manera que el país está atrapado entre dos inercias de la vida capitalista: los síntomas del capitalismo más moderno y los restos del capitalismo más retrógrado en algunas zonas del país. Lo primero está lejos de nuestro alcance, lo segundo está bajo nuestra responsabilidad.

      El tráfico de drogas tiene una larga historia en el país, especialmente en los estados del norte más próximos a la frontera con Estados Unidos, pero la situación se agravó en las últimas décadas: hacia finales de 1980, Estados Unidos tuvo la capacidad de cerrar la ruta que, a través del Caribe, permitía a los cárteles colombianos introducir la mercancía vía Miami. Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la amenaza del terrorismo provocó que la frontera se endureciera aún más. Las cosas empeoraron cuando en el año 2007 Colombia empezó a tener éxito al hacer menos rentable la producción y distribución de drogas. Todo ello produjo un desplazamiento hacia otros países. Los llamados “cristalizaderos” (laboratorios clandestinos de producción) abandonaron Colombia y se asentaron en Perú, Bolivia, Ecuador, Venezuela y México. Este último, hasta entonces un país de tránsito, se convirtió en productor y ahora en consumidor. Los cárteles mexicanos adquirieron más fuerza, desplazando a veces y aliándose otras veces con los cárteles colombianos.

      Su presencia criminal hizo su aparición paulatinamente en fenómenos que aparentaban una delincuencia común, pero que mostraban un aspecto terrible, como en el asesinato de más de doscientas jóvenes mujeres en Ciudad Juárez entre los años 2002 y 2008. Mientras los cárteles mexicanos eran poco poderosos, los gobiernos solían adoptar una cierta tolerancia: los negocios sucios podían llevarse a cabo siempre y cuando no perturbaran demasiado la vida civil. Sin embargo, hacia el año 2006 la situación era por completo diferente; el narcotráfico asolaba regiones y ciudades enteras, sus crímenes eran más visibles y cínicos, y era ya notable su incidencia en las estructuras judiciales y políticas del país. En diciembre del año 2006, como uno de sus primeros actos de gobierno, Felipe Calderón declaró “una guerra abierta al narcotráfico” que correría a cargo del ejército y la armada nacionales ante la falta de preparación, la corrupción y la desmoralización de las policías existentes. Era un cambio radical porque los gobiernos anteriores habían sido renuentes al uso abierto de la fuerza coercitiva pública y más bien se habían concentrado en medidas institucionales como la creación de la Agencia Federal de Investigación (una suerte de FBI a la mexicana), la profesionalización de la policía nacional y una serie de medidas de excepción, como la intervención de llamadas telefónicas.16 Un intenso debate se abrió en el país: para muchos analistas el enfrentamiento se produjo prematuramente, sin preparación ni información suficiente acerca del poder del adversario. El ejército no estaba preparado y, además de exponerlo a la corrupción, se provocaba en los hechos una militarización que podía amenazar las libertades civiles. ¿Era la mejor decisión? ¿Había que preferir el orden a las libertades? Para muchos otros, entre los que yo me cuento, todos estos argumentos son poderosos, pero no consideran las alternativas reales que existían en ese momento. Las premisas para una estrategia más eficaz, esto es, contar con cuerpos judiciales y policíacos confiables, la reducción de las desigualdades económicas en esas zonas y un mejor conocimiento del adversario, requieren todas ellas de años de preparación (y como muestra el caso de Ayotzinapa, nueve años después de iniciada, aún no se ha logrado). El proceso de implantación social y política de los cárteles se cuenta en semanas o meses y el gobierno mexicano tenía en mente el caso de Colombia, cuya pasividad gubernamental condujo al país a un conflicto que, después de 30 años, no encuentra solución.

      El resultado de esta lucha declarada fue un aumento vertiginoso de la violencia: de acuerdo con cifras de la oficina de Seguridad Pública, el número de muertos el año 2007 fue de 2,700, esto es, 600 muertos más que el año anterior y el doble de los registrados el año 2005; el año 2008 la cifra se elevó a 5,000 debido al incremento de las “narco-ejecuciones”, producto de la intensificación de las luchas internas por una nueva distribución de territorios. Aún no hay datos que logren un acuerdo general, pero los más confiables indican 80,000 muertes. Hasta la fecha, México se encuentra entre los tres países con el mayor número de muertes por conflictos violentos. Es un magro consuelo pero es verdad que no es un reflejo del país en su conjunto. Tal violencia se concentra en seis estados, aquellos en los que concurren diversos factores: primero que sean rutas importantes del tráfico de drogas, segundo, que tengan zonas geográficas de muy difícil acceso, y tercero que sufran de una pobreza y una marginación significativa.17 A pesar de ese número conmovedor de muertes, la tasa de criminalidad violenta en México se sitúa por debajo de otros países de la región comparables al nuestro, como Venezuela, Colombia o Brasil.

      La democracia que está en juego

      Cifras tan escalofriantes han obligado a considerar diversas alternativas ante la situación, en primer lugar, en la manera de comprender el conflicto. El alto número de víctimas ha llevado a analistas serios a definirla como una “guerra interna”, una “narco-guerra”.18 A nuestro juicio el término de “guerra” no describe adecuadamente la situación, porque define mal la naturaleza de los adversarios y los fines que ellos se proponen. En efecto, no se encuentran frente a frente dos combatientes similares. Los narcotraficantes son numerosos y están fuertemente armados pero no son una organización militar, no poseen ni la estructura interna, ni el adiestramiento, ni la disciplina: son sencillamente delincuentes fuertemente armados cuyo núcleo original estuvo compuesto por desertores de ciertos cuerpos de élite del ejército mexicano, pero cuyo enrolamiento posterior descansa en civiles mediocremente entrenados. Desde luego esta es la peor pesadilla: un civil provisto de armas de alto poder, sin ningún ideal, movido por la codicia y probablemente con sentimientos de injusticia social. Los fines que persiguen explica la forma de violencia que ejercen: su propósito fundamental es paralizar mediante el miedo cualquier oposición eventual, primero entre otros grupos rivales potenciales y, luego, entre la población civil. Su violencia tiene un carácter “ejemplarizante”: cada muerte es un mensaje disuasivo que quiere sembrar el terror por la desmesura, como lo muestra la destrucción de los cuerpos de los 43 estudiantes secuestrados. En consecuencia, estos grupos ignoran por completo las normas de contención de la violencia que existen en los conflictos armados entre ejércitos regulares; desconocen también la diferencia que se establece entre combatientes y no combatientes, la cual trata de circunscribir los blancos legítimos en cualquier guerra formal: los sicarios no distinguen sexo, edad u origen étnico.19 Por lo demás, no combaten sólo contra la fuerza pública sino que combaten entre sí, al punto que a medida que un grupo se debilita se acentúa contra éste la crueldad y la compasión desaparece. Aunque parezca trivial decirlo, para dirimir sus diferencias esos grupos no pueden recurrir al derecho institucional, de manera que cualquier diferencia entre ellos se resuelve con la muerte. Una muerte simplemente por codicia, por dinero, es decir la muerte más carente de nobleza, más sinsentido que puede existir. Por eso ha puesto a prueba los valores de la sociedad mexicana que se pregunta, asustada: ¿de qué somos capaces?

      A fin de medir lo que está en juego en la vida pública es preciso comprender hacia

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