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de una lista de productos que él mismo ofrecía, como anticipo de los bienes materiales que la fe les traería, junto al resto de bienes espirituales: velas, platos, bocacíes, estampados ingleses, etcétera. No en vano Whitefield era la oveja «negra» en una próspera familia de empresarios. Pero no perdía los buenos hábitos. A sus fieles recomendaba –y él mismo ponía en práctica– la gestión de su vida cotidiana como si de un libro de contabilidad se tratase: «un buen comerciante espiritual mantendrá al día su libro de contabilidad del alma»[92].

      He aquí la genealogía clave que explica por qué millones de norteamericanos hoy en día compran los DVDs de sus teleevangelistas preferidos o acuden al antiguo estadio Compaq Center, extáticos, para escuchar sermones de varias horas de duración, donde se les dice que «Dios ha elegido ya un coche para ellos». También explica –en parte, y dejamos el resto para los psicólogos– por qué envían dinero por correo a predicadores como Osteen, esperando una recompensa divina en forma de más dinero. Si en 1925 Bruce Barton explicaba a millones de lectores que Jesucristo había sido un empresario, y en pleno auge neoliberal los predicadores pentecostalistas defendían el laissez faire con un ardor inédito incluso en Chicago –remitiéndose a Mateo 22 para defender el Estado mínimo y la resistencia al pago de impuestos–, los empresarios cristianos de la llanura central norteamericana proyectaban ya un país en que se rezara los domingos y los sábados se comprara, cristianamente, en Wal-Mart. Por eso, afirma Chris Lehmann en su libro The Money Cult, «la religión en América nunca fue realmente secularizada; más bien se santificó al mercado».

      Y la santificación, los rezos pecuniarios, la ofrenda diaria al dios del mercado en forma de billetes en sobres o donaciones vía PayPal, no es ni mucho menos un fenómeno exclusivamente cristiano. Es global, y su penetración, cada vez más profunda. En un artículo para la sección india de BuzzFeed, Gayatri Jayaraman describe la precariedad cotidiana y creciente entre la juventud de las grandes metrópolis mundiales: un imposible anhelo middle-class que ya sólo puede desearse mientras se acaricia un rosario digital. Un avemaría en Uber, Instagram, o Linkedin; un llamado a la misericordia divina, en medio de una miseria y precariedad apenas disimuladas. «Demasiados profesionales han aceptado la idea de que para llegar a ganar dinero, tienes que gastar mucho más», reza el subtítulo del artículo, resumiendo una situación que no está tan lejos de las masas de fieles congregadas en torno al money cult de la américa profunda.

      Becarios de grandes firmas de abogados que duermen en el coche; recién contratadas que a partir del día 22 tienen que «tirar de tarjeta» ya no sólo para los gastos necesarios, sino para mantener una apariencia de consumidores activos y no arriesgarse a perder el empleo; desempleadas que se pasan varios días sin comer para poder pagarse un almuerzo en el Starbucks donde le gusta realizar sus entrevistas de trabajo al empresario. Todo se reduce al mismo esquema que hemos visto ya varias veces: la ofrenda divina, si se hace desde la fe, tendrá su recompensa empresarial. «Su inspiración no es difícil de encontrar. Sus historias de éxito en la economía startup se basan en empresarios […] que gastan cada paisa que les queda, para multiplicarla inmediatamente en una rupia». Y el resultado es que los millennials, en esta nueva economía sacralizada, deben «vestirse para los trabajos que queremos, olvidando que la mayor parte de salarios están ajustados para que nos podamos permitir sólo la ropa para los trabajos que tenemos». Como en un relato de Dickens; como el personaje de alguna novela picaresca; o como el príncipe ladrón de un antiguo cuento sánscrito, el muro de clase ha vuelto (a hacerse visible), y ante la imposibilidad de saltarlo, retornan los embustes, el disfraz, los hábitos supersticiosos.

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