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cada nueva revisión, de peores tratos. Un conocido que le vio en una de estas ocasiones le preguntó adónde iba y obtuvo la contestación siguiente: «Si mi constitución (física) lo resiste…, hasta Karlsbad.» Próxima a ésta reposa en mi memoria otra historieta de un judío desconocedor del francés, al que le indujeron a preguntar en París por el camino de la rue Richelieu. También París ha sido durante mucho tiempo objeto de mis deseos, y la felicidad que me invadió al pisar por vez primera su suelo la interpreté como garantía de que también se me lograrían otros deseos. El preguntar el camino es una alusión directa a Roma, pues conocido es que «todos los caminos llevan a Roma». El nombre Zucker (azúcar) alude nuevamente a Karlsbad, balneario al que mandamos los médicos a nuestros enfermos de diabetes, que es una enfermedad constitucional. La ocasión de este sueño fue la proposición que mi amigo de Berlín, me había dirigido de reunirnos en Praga, aprovechando las fiestas de Semana Santa. De los temas que con él pensaba tratar surgen nuevas relaciones con el azúcar y la diabetes.

      Un cuarto sueño, muy próximo al que antecede, me traslada de nuevo a Roma. Estoy ante una esquina y me admira el gran número de anuncios y carteles alemanes en ella fijados. El día antes había escrito -con profética visión- a mi amigo que Praga no debía ser una residencia muy agradable para dos viajeros alemanes. Así, pues, mi sueño expresaba al mismo tiempo el deseo de reunirme con mi amigo en Roma y no en una ciudad bohemia, y el de que en Praga se observase una mayor tolerancia con respecto al uso de alemán, deseo este último que procedía sin duda de mis tiempos de estudiante. Por otro lado, recuerdo que en los tres primeros años de vida debí de comprender el checo, pues he nacido en un pueblo de Moravia cuya población era eslava en su mayoría. Unos versos infantiles checos que oí teniendo diecisiete años se grabaron tan fácilmente en mi memoria, que todavía puedo repetirlos de corrido, a pesar de no tener la menor idea de su significación. Vemos, pues, que tampoco estos sueños carecen de múltiples relaciones con impresiones de mis primeros años infantiles.

      Durante mi último viaje por Italia, en el que visité, entre otros lugares, el lago Trasimeno, se me reveló, después de haber llegado hasta el Tíber y haber tenido que emprender, contra mi deseo, el regreso, hallándome a ochenta kilómetros de Roma, el refuerzo que a mi anhelo de la Ciudad Eterna proporcionaban determinadas impresiones de mi infancia. Maduraba por aquellos días el plan de ir a Nápoles al siguiente año, sin detenerme en Roma, cuando recordé una frase que debía de haber leído en alguno de nuestro clásicos: «No puede decidirse quién hubo de pasear más febrilmente arriba y abajo por su cuarto después de haber hecho el plan de marchar hacia Roma, si Aníbal o el rector Winckelmann.» En mi viaje había yo seguido las huellas de Aníbal; como a él, me había sido imposible llegar a Roma y había tenido que retroceder hasta Campania. Aníbal, con quien me hallaba ahora estas analogías, fue mi héroe favorito durante mis años de Instituto, y al estudiar las guerras púnicas, todas mis simpatías fueron para los cartagineses y no para los romanos. Más adelante, cuando en las clases superiores fui comprendiendo las consecuencias de pertenecer a una raza extraña al país en que se ha nacido, y me vi en la necesidad de adoptar una actitud ante las tendencias antisemitas de mis compañeros, se hizo aún más grande ante mis ojos la figura del guerrero semita. Aníbal y Roma simbolizaron para mí, respectivamente, la tenacidad del pueblo judío y la organización de la Iglesia católica. La importancia que el movimiento antisemita ha adquirido desde entonces para nuestra vida espiritual contribuyó a la fijación de los pensamientos y sentimientos de aquella época. El deseo de ir a Roma llegó de este modo a convertirse, con respecto a mi vida onírica, en encubridor y símbolo de otros varios, para cuya realización debía laborar con toda la tenacidad y resistencia del gran Aníbal, y cuyo cumplimiento parece a veces tan poco favorecido por el Destino como el deseo de entrar en Roma que llenó toda la vida de aquel héroe.

      Se me revela ahora el suceso de juventud que manifiesta aún su poder en todos estos sentimientos y sueños. Tendría yo diez o doce años cuando mi padre comenzó a llevarme consigo en sus paseos y a comunicarme en la conservación sus opiniones sobre las cosas de este mundo. Una de estas veces, y para demostrarme que yo había venido al mundo en mucho mejor época que él, me relató lo siguiente: «Cuando yo era joven salí a pasear un domingo por las calles del lugar en que tú naciste bien vestido y con una gorra nueva en la cabeza. Un cristiano con el que me crucé me tiró de un golpe la gorra al arroyo, exclamando: ‘¡Bájate de la acera, judío!’ ‘Y tú, ¿qué hiciste?’, pregunté entonces a mi padre. ‘Dejar la acera y recoger la gorra’, me respondió tranquilamente. No pareciéndome muy heroica esta conducta de aquel hombre alto y robusto que me llevaba de la mano, situé frente a la escena relatada otra que respondía mejor a mis sentimientos: aquella en la que Amílcar Barca, padre de Aníbal, hace jurar a su hijo que tomará venganza de los romanos. Desde entonces tuvo Aníbal un puesto en mis fantasías.»

      Todavía creo poder perseguir mi predilección por el general cartaginés hasta un período más temprano de mi infancia, resultando así que no se trataría nuevamente en este caso sino de la transferencia a un nuevo objeto de una relación afectiva ya constituida. Uno de los primeros libros que cuando aprendía a leer cayeron en mis manos fue la obra de Thiers titulada El Consulado y el Imperio, y recuerdo que pegué en la espalda de mis soldados de madera cartulinas con los nombres de los mariscales, siendo ya entonces Massena (Manasés) mi preferido. (Esta predilección puede explicarse también por la circunstancia de coincidir, con cien años de diferencia, la fecha de nuestro nacimiento.) El paso de los Alpes hace también coincidir a Napoleón con Aníbal. El desarrollo de este ideal guerrero podría quizá perseguirse, a través de años aún más tempranos de mi infancia, hasta los deseos de mis relaciones -tan pronto amistosas como hostiles- con un niño un año mayor que yo habían de despertar en el más débil de todos.

      Cuando más ahondamos en el análisis de los sueños, más frecuentemente descubrimos las huellas de sucesos infantiles que desempeñan, en el contenido latente, el papel de fuentes oníricas.

      Vimos ya que sólo muy raras veces llegan a constituir los recuerdos, reproducidos sin modificación ni corte alguno, todo el contenido manifiesto de un sueño. Sin embargo, existen varios ejemplos comprobados de este género de sueños, a los que añadiré algunos más, relacionados nuevamente con escenas infantiles. Uno de mis pacientes tuvo un sueño que constituía la completa reproducción, apenas deformada, de un incidente de carácter sexual, reproducción que fue reconocida en el acto como un fidelísimo recuerdo. La huella mnémica de dicho incidente no había desaparecido por completo de la memoria despierta del sujeto, pero sí se mostraba ya un tanto borrosa y oscura, y su vivificación constituyó un resultado de la labor analítica anterior. Cuando tenía doce años había ido el sujeto a visitar a un compañero suyo que se hallaba en cama, y que al hacer un movimiento, seguramente casual, mostró sus desnudeces. Poseído por una especie de obsesión a la vista de los genitales de su amigo, descubrió el visitante los suyos y echó mano al miembro del otro; pero al ver que éste le miraba con disgusto y asombro se turbó extraordinariamente y retiró su mano. Veintitrés años más tarde repitió un sueño esta escena con todos sus detalles y hasta con los mismos matices de los sentimientos que en ella surgieron, aunque modificándola en el sentido de adjudicar al sujeto el papel pasivo en lugar del activo y sustituir la persona del compañero del colegio por otra, perteneciente al presente.

      Regularmente, sin embargo, no es representada la escena infantil en el sueño sino por una alusión, y tiene que ser desarrollada y completada por medio del análisis. La comunicación de ejemplos de este género no puede poseer gran fuerza demostrativa, pues carecemos de toda garantía sobre la exactitud de los sucesos infantiles correspondientes, los cuales no son reconocidos por la memoria cuando pertenecen a épocas muy tempranas. El derecho a deducir de sueños estos sucesos infantiles surge, durante la labor psicoanalítica, de toda una serie de factores, cuyo testimonio conjunto parece merecedor de crédito. Separadas de su contexto para los fines de la interpretación onírica, no harán quizá estas referencias de sueños a sucesos infantiles sino muy escasa impresión, sobre todo teniendo en cuenta que ni siquiera puedo comunicar todo el material sobre el que la interpretación se apoya. Sin embargo, no creo que estos motivos sean suficientes para prescindir de su exposición.

      I. Todos los sueños de una de mis pacientes presentan como carácter común el apresuramiento. Se apura (sie

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