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que la cajita sobre ruedas estallara como un capullo de algodón maduro, pero no hizo más que hundirse con un chasquido de muelles achatados, y de pronto una celosía descendió con estrépito. Los hombros reaparecieron, encastrados en la pequeña abertura; la cabeza le colgaba hacia afuera, ensanchada y bamboleante como un globo cautivo, sudorosa, furiosa, farfullante. Estiró el brazo para aferrar al garrí-wallah a, con malévolos movimientos de un puño tan gordo y rojo como un trozo de carne cruda. Le rugió que partiera, que se pusiese en marcha. ¿Adónde? Al Pacífico, quizá. El conductor agitó la fusta; el pony bufó, corcoveó una vez y partió al galope. ¿Adónde? ¿A Apia? ¿A Honolulú? Tenía 10 000 kilómetros de cinturón tropical en los cuales recrearse, y yo no escuché la dirección exacta. Un pony que bufaba se lo llevó a la ewigkeit a en un abrir y cerrar de ojos, y jamás volví a verlo. Y lo que es más, no conozco a nadie que haya vuelto a encontrarlo después que desapareció de mi conocimiento dentro de un maltrecho gharry que dio la vuelta a la esquina en una blanca nube de polvo. Partió, desapareció, se desvaneció, huyó; y cosa absurda, parecía como si se hubiera llevado el gharry consigo, porque nunca más volví a encontrarme con un pony alazán que tuviera una oreja hendida y un lánguido conductor tamil que padeciese de un pie lastimado. En verdad, el Pacífico es grande; pero si encontró o no un lugar para exhibir sus talentos, sigue en pie el hecho de que había volado al espacio como una bruja sobre una escoba. El hombrecito del brazo en cabestrillo estuvo a punto de correr tras el carruaje, gritando: «¡Capitán, oiga, capitán, oigaaaa!», pero después de unos pasos se detuvo en seco, dejó caer la cabeza y regresó con lentitud. Ante el fuerte repiqueteo de las ruedas, el joven giró en su lugar. No hizo otro movimiento, ni ademán, ni señal, y se quedó mirando en la nueva dirección, después que el gharry desapareció de la vista.

      Todo esto sucedió en mucho menos tiempo del que lleva contarlo, ya que trato de interpretar ante ustedes, hablando con lentitud, el efecto instantáneo de impresiones visuales. Un momento después apareció en escena el empleado mestizo, enviado por Archie para ocuparse de los pobres abandonados del Patna . Salió corriendo, ansioso y con la cabeza al aire, mirando a derecha e izquierda, y absorbido por su misión. Estaba condenado a fracasar en lo referente a la persona principal, pero se aproximó a los otros con afanosa importancia, y casi en el acto se encontró envuelto en un violento altercado con el individuo que llevaba el brazo en cabestrillo y que resultó tener enormes deseos de pendencia. No permitiría que se le dieran órdenes, «de ninguna manera, caramba». No se dejaría aterrorizar con un montón de mentiras por un engreído mestizo chupatintas.

      No se dejaría amedrentar por «ningún objeto de ese tipo», aunque la historia fuese cierta.

      Expuso a gritos su deseo, su decisión, su determinación de ir a acostarse.

      —Si no fueses un portugués abandonado de la mano de Dios —le oí gritar—, sabrías que el hospital es el lugar adecuado para mí.

      Metió el puño del brazo sano bajo la nariz del otro; empezó a reunirse un gentío. El mestizo, atónito, aunque hacía lo posible por parecer digno, trató de explicar sus intenciones. Yo me fui sin esperar a presenciar el final.

      Pero daba la casualidad de que en ese momento tenía a un hombre en el hospital, y al ir a visitarlo, la víspera de la iniciación de la investigación, vi, en la sala de hombres blancos, al hombrecito que se retorcía de espaldas, con el brazo entablillado y muy aturdido. Para mi gran sorpresa, el otro, el individuo largo de bigotes caídos, también había conseguido meterse allí. Recordé que lo había visto escurrirse el día de la pelea, medio arrastrando los pies, medio haciendo cabriolas y esforzándose todo lo posible por no parecer asustado. Parece que no era un extraño en el puerto, y en su congoja pudo correr en línea recta a la sala de billares y tienda de bebidas de Mariani, cerca de la feria. Ese indecible vagabundo, Mariani, quien había conocido al hombre y satisfecho sus vicios en uno o dos lugares más, besó el suelo, por decirlo así, ante él, y lo encerró con una provisión de botellas en una habitación de arriba, en su infame choza. Parece que sentía cierta vaga aprensión en cuanto a su seguridad personal, y deseaba esconderse. Pero Mariani me contó mucho tiempo después (un día que subió a bordo para importunar a mi camarero con el precio de unos cigarros) que habría hecho mucho más por él, sin formular preguntas, por gratitud, por un impío favor recibido muchos años atrás, hasta donde conseguí entenderlo. Se golpeó dos veces el musculoso pecho, hizo rodar enormes ojos negros y blancos, brillantes de lágrimas:

      —¡Antonio nunca olvida! ¡Antonio nunca olvida! Jamás me enteré de la naturaleza exacta de la inmoral obligación, pero sea cual fuere, le facilitó todo lo necesario para permanecer encerrado con llave: una silla una mesa, un colchón en un rincón y un poco de yeso caído en el suelo; en su irracional estado de terror, mantenía el ánimo con los tónicos que le hacía llegar Mariani. Eso duró hasta la noche del tercer día, en que, después de lanzar unos pocos gritos espantosos, se vio obligado a buscar refugio huyendo de una legión de ciempiés. Abrió la puerta con violencia, saltó, para salvar la vida, escalerilla abajo, aterrizó de lleno en el estómago de Mariani, se incorporó y se precipitó como un conejo hacia la calle. La policía lo arrancó, por la mañana temprano, de un montículo de desperdicios. Al principio se le ocurrió la idea de que se lo llevaban para colgarlo, y luchó por su libertad como un héroe, pero cuando me senté junto a su cama ya hacía dos días que estaba tranquilo. Su flaca cabeza bronceada, de bigotes blancos, parecía hermosa y serena en la almohada, como la cabeza de un soldado fatigado por la guerra, con alma de niño, a no ser por el atisbo de alarma espectral que se agazapaba en el brillo opaco de su mirada, semejante a una indescriptible forma de terror acurrucada, en silencio, detrás de un vidrio. Estaba tan sereno, que empecé a alentar la excéntrica esperanza de escuchar alguna explicación del famoso asunto, desde su punto de vista. No puedo decir por qué ansiaba hurgar en los deplorables detalles de un suceso que, en definitiva, sólo tenía que ver conmigo como miembro de un oscuro grupo de hombres unidos por una comunidad de inglorioso trajín y por una fidelidad a determinadas normas de conducta. Si quieren pueden llamarlo curiosidad enfermiza; pero yo tengo la clara noción de que deseaba encontrar algo. Tal vez, sin saberlo, abrigaba la esperanza de hallar ese algo, alguna causa profunda y redentora, una explicación piadosa, la convincente sombra de una excusa. Ahora veo muy bien que esperaba lo imposible, el descubrimiento del fantasma más obstinado que haya creado el hombre, la revelación de la inquieta duda que se levantaba como una bruma, secreta y corrosiva como un gusano, y más escalofriante que la certidumbre de la muerte; la duda del poder soberano entronizado en una norma de conducta fija. Es lo más difícil de hallar; es lo que engendra aullantes pánicos y buenas y tranquilas villanías minúsculas; es la verdadera sombra de la calamidad. ¿Creía en un milagro? ¿Y por qué lo deseaba con tanto ardor? ¿Por mi bien deseaba encontrar la sombra de una excusa para ese joven a quien no conocía, pero cuyo aspecto por sí solo agregaba un toque de preocupación personal a los pensamientos sugeridos por el conocimiento de su debilidad, lo convertía en una cosa de misterio y terror, como una insinuación de un destino destructivo que nos esperase a todos aquellos cuya juventud —en su momento— se pareció a la juventud de él? Me temo que ese era el motivo secreto de mis averiguaciones. No cabe duda de que buscaba un milagro. Lo único que a esta distancia del tiempo me parece casi milagroso es la medida de mi imbecilidad. Abrigaba la positiva esperanza de obtener del maltrecho y sospechoso inválido algún exorcismo contra el fantasma de la duda. Además, debo de haber estado muy desesperado, porque sin pérdida de tiempo, después de unas pocas frases indiferentes y amistosas, que él contestó con lánguida prontitud, largué la palabra Patna envuelta en una delicada pregunta, como en un capullo de hilos de seda. Me mostraba delicado por egoísmo; no quería sobresaltarlo; no le tenía aprecio; no estaba furioso ni apenado por él. Su experiencia carecía de importancia, su redención no habría tenido sentido para mí. Había envejecido en medio de iniquidades menores, y ya no podía inspirar aversión ni piedad.

      ¿Patna ?, repitió, interrogante, pareció hacer un esfuerzo de memoria y dijo:

      —Muy cierto. Aquí soy un viejo caballo de diligencia.

      Lo vi hundirse.

      Me dispuse a dar rienda suelta a mi indignación ante tan estúpida mentira, cuando agregó con suavidad:

      —Estaba

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