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de hendir la lisa superficie del mar. Sus estremecimientos cesaron, y el débil ruido del trueno se interrumpió en el acto, como si el barco hubiese atravesado un delgado cinturón de agua tensa y aire canturreante.

      Un mes después, más o menos, cuando Jim, en respuesta a punzantes preguntas, trataba de relatar con sinceridad la verdad de esa experiencia, decía, hablando del barco:

      —Pasó con tanta facilidad sobre lo que fuera, como una serpiente que reptase sobre un palo.

      El ejemplo era bueno; las preguntas de ellos apuntaban a los hechos, y la investigación oficial se llevaba a cabo en el tribunal policial de un puerto de Oriente. Él se encontraba elevado, en el banquillo de los testigos, con las mejillas ardientes en una sala fresca, alta; el gran armazón de los punkahs a se movía con suavidad de atrás hacia delante, por sobre su cabeza, y abajo muchos ojos lo miraban desde caras oscuras, rojas, blancas; desde rostros atentos, hechizados, como si todas esas personas sentadas en ordenadas filas y filas de estrechos bancos hubiesen quedado esclavizadas por la fascinación de su voz.

      Era fuerte, resonaba desconcertante en sus propios oídos; era el único sonido audible en el mundo, pues las preguntas terriblemente claras que le arrancaban las respuestas parecían modelarse en angustia y dolor en su pecho; le llegaban penetrantes y silenciosas como el terrible interrogatorio de la propia conciencia. Fuera del tribunal el sol llameaba; adentro estaba el viento de los grandes punkahs que lo hacía a uno estremecerse, la vergüenza que lo hacía arder, los ojos atentos cuya mirada apuñalaba. El rostro del magistrado presidente, afeitado e impasible, lo miraba con mortal palidez por entre las caras rojas de los dos asesores náuticos. La luz de un ancho ventanal, debajo del cielo raso, caía sobre las cabezas y hombros de los tres hombres, y tenían una claridad feroz en la media luz de la gran sala en que el público parecía compuesto de sombras que miraban. Querían hechos. ¡Hechos! ¡Le exigían hechos, como si los hechos pudiesen explicar algo! —Después que llegó a la conclusión de que habían chocado contra algo que flotaba, digamos un resto de naufragio, su capitán le ordenó que fuese a proa para ver si se había producido algún daño. ¿Le pareció eso posible por la fuerza del golpe?— preguntó el asesor sentado a la izquierda. Tenía una delgada barba en forma de herradura, pómulos salientes; con los dos codos apoyados en el escritorio se apretaba las toscas manos ante la cara, y miraba a Jim con pensativos ojos azules. El otro, un hombre pesado, despectivo, espaldado en el asiento, el brazo izquierdo extendido, tamborileaba delicadamente con las yemas de los dedos en un secante. En el centro, el magistrado, erguido en la amplia butaca, la cabeza un tanto inclinada sobre el hombro, tenía los brazos cruzados en el pecho y unas pocas flores en un jarrón de vidrio, al costado de su tintero.

      —No —respondió Jim—. Se me dijo que no llamara a nadie, que no hiciese ruido, por temor a provocar el pánico. La precaución me pareció razonable.

      Tomé una de las lámparas colgadas debajo de las toldillas y fui a proa. Después de abrir la escotilla delantera, oí chapoteos. Entonces bajé la lámpara hasta donde daba el acollador y vi que ya había agua hasta más arriba de la mitad. Entonces supe que debía haber un gran boquete debajo de la línea de flotación. —Se interrumpió.

      —Sí —dijo el asesor corpulento, con una sonrisa soñadora al secante. Sus dedos jugaban sin cesar, tocaban el papel sin ruido.

      —En ese momento no pensé en el peligro. Puede que me haya sobresaltado un poco. Todo ocurrió en forma tan silenciosa, y tan de repente… Sabía que en el barco no existía más mamparo que el de choque, que separaba el espacio de proa de la bodega. Volví a decírselo al capitán. Me encontré con el segundo jefe de máquinas al pie de la escala de cubierta; parecía aturdido, y me dijo que tenía la impresión de haberse fracturado el brazo izquierdo; se había resbalado en el escalón de arriba, al bajar, mientras yo estaba adelante. «¡Mi Dios! —exclamó—. Ese maldito mamparo cederá en un minuto, y todo este maldito cascarón se hundirá bajo nuestros pies como un trozo de plomo». Me apartó con el brazo derecho y subió corriendo, delante de mí, por la escala gritando mientras trepaba. El brazo izquierdo le colgaba al costado. Yo no llegué a tiempo para ver que el capitán se precipitaba hacia él y lo derribaba de espaldas.

      No volvió a golpearlo; se inclinó sobre él y le habló con ira, pero en voz baja. Me imagino que le preguntaba por qué demonios no iba a parar las máquinas en lugar de hacer un escándalo en el puente. «¡Levántese! ¡Corra! ¡Vuele!», le oí decir.

      También maldijo. El maquinista se deslizó por la escala de estribor y corrió alrededor de la lumbrera hacia la escala del cuarto de máquinas, que se encontraba del lado de babor.

      Mientras corría, gemía…

      Hablaba con lentitud; recordaba con rapidez, y en forma muy vívida. Habría podido reproducir, como un eco, los gemidos del maquinista, para mejor información de esos hombres que querían hechos.

      Después de su primera rebelión, aceptó el punto de vista de que sólo una minuciosa precisión en las declaraciones podría delinear el verdadero horror que había detrás del rostro atroz de las cosas.

      Los hechos que esos hombres se mostraban tan ansiosos por conocer habían sido visibles, tangibles, abiertos a los sentidos, con su lugar ocupado en el espacio y el tiempo, y para su existencia exigían un vapor de mil cuatrocientas toneladas y veintisiete minutos por reloj. Componían un conjunto que tenía rasgos, matices de expresión, un complicado aspecto que podía ser recordado por el ojo, y algo más, algo invisible, un espíritu director de perdición que moraba adentro, como un alma malévola en un cuerpo detestable. Ansiaba dejar eso en claro. No había sido un asunto común, todo en él tuvo la máxima importancia, y por fortuna lo recordaba todo.

      Quería seguir Hablando en bien de la verdad, quizá también en su propio bien. Y en tanto que sus declaraciones eran deliberadas, sus pensamientos volaban en torno del apretado círculo de hechos que habían surgido en su derredor para separarlo del resto de los de su especie. Era como una criatura que, al encontrarse encerrada en un cercado de altas estacas, corre en redondo, enloquecida en la noche, tratando de encontrar un punto débil, una grieta, un lugar que escalar, alguna abertura por la cual escurrirse y huir. Esa espantosa actividad mental lo hacía vacilar en ocasiones, mientras hablaba.

      —El capitán siguió yendo de un lado a otro, por el puente; parecía bastante sereno, sólo que en varias ocasiones se tambaleó. Y en un momento en que estaba hablándole caminó hacia mí, como si estuviera ciego. No me ofreció una respuesta definida a lo que le decía. Masculló para sí. Sólo escuché unas pocas palabras que parecían ser «¡maldito vapor!» y «¡vapor del demonio!»… algo sobre el vapor.

      Pensé.

      Empezaba a decir desatinos; una pregunta concreta lo interrumpió, como un ramalazo de dolor, y se sintió muy desalentado y fatigado. Estaba por llegar, ya llegaba meso… y ahora, frenado brutalmente, debía contestar por sí o por no. Respondió con veracidad mediante un «Sí», y, agradable de rostro, grande de contextura, de ojos jóvenes y sombríos, mantuvo los hombros erguidos por sobre la baranda, mientras el alma se le retorcía por dentro.

      Se le hizo contestar a otra pregunta, muy concreta e igualmente inútil, y volvió a esperar. Tenía la boca seca e insípida, como si hubiese estado comiendo polvo, y luego salada y amarga, como después de un trago de agua de mar. Se enjugó la frente húmeda, se pasó la lengua por los labios resecos, sintió que un estremecimiento le recorría la espalda.

      El asesor corpulento había dejado caer los párpados y tamborileaba en silencio, indiferente y lúgubre; los ojos del otro, por encima de los dedos atezados, entrelazados, parecían resplandecer de bondad. El magistrado se había desplazado hacia delante; su rostro pálido se destacaba sobre las flores, y luego, dejándose caer de costado, sobre el brazo de la butaca, apoyó la sien en la palma de la mano. El viento de los punkahs bajaba en remolinos por encima de las cabezas, sobre los nativos de rostro oscuro, envueltos en voluminosas telas; sobre los europeos, sentados juntos, muy acalorados, en trajes de dril que parecían ajustarles tanto como la piel, y con los redondos cascos de

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