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que más tarde deberá ser separada sin falta del resto de la casa, la corriente de aire es insoportable.

      —La balaustrada por la que se llega a este pasillo da, por lo tanto, a una capilla.

      —Sí.

      —Ya me lo imaginaba yo —dijo Karl.

      —Es una verdadera singularidad —dijo el sirviente—; si no hubiese sido por ella, el señor Mack seguramente no habría comprado la casa.

      —¿El señor Mack? —preguntó Karl—. Yo creía que la casa pertenecía al señor Pollunder.

      —Ciertamente —dijo el sirviente—, pero el señor Mack ha dicho la palabra decisiva en esta compra. ¿No conoce usted al señor Mack?

      —¡Oh, sí! —dijo Karl—, ¿pero en qué relación está él con el señor Pollunder?

      —Es el novio de la señorita —dijo el sirviente.

      —Esto por cierto no lo sabía —dijo Karl, y se detuvo.

      —¿Y le asombra tanto? —preguntó el sirviente.

      —No; sólo quiero enterarme. Si ignora uno tales relaciones, puede cometer las mayores faltas —respondió Karl.

      —Pues me extraña que no le hayan dicho a usted nada de esto —dijo el sirviente.

      —Sí, realmente —dijo Karl; avergonzado.

      —Habrán creído sin duda que usted ya lo sabía —dijo el sirviente—, puesto que no es ninguna novedad. Por lo demás, ya hemos llegado. —Diciendo esto abrió una puerta tras la cual apareció una escalera que conducía verticalmente hacia la puerta trasera del comedor, tan espléndidamente iluminado como en el momento de su llegada.

      Antes de que Karl entrara en el comedor, desde el cual se oían las voces de los señores Pollunder y Green exactamente como hacía ya dos horas, dijo el sirviente:

      —Si quiere usted, le esperaré aquí y le llevaré luego hasta su habitación. De todas maneras no es nada fácil orientarse en esta casa en la primera noche.

      —No he de volver a mi cuarto —dijo Karl; sin saber por qué se ponía triste al dar esta información.

      —Bueno, no será tan grave —dijo el sirviente sonriendo con leve superioridad y dándole palmadas en el brazo. Seguramente se explicaba él las palabras de Karl creyendo que éste abrigaba la intención de quedarse durante la noche entera en el comedor, conversando con los señores y bebiendo con ellos. Karl no quería hacer confidencias en aquel momento; además pensó que ese sirviente, que le gustaba más que los otros de la casa, podría indicarle luego el camino y el rumbo que debía tomar para Nueva York, y por eso dijo:

      —Si quiere usted esperar aquí, será naturalmente muy amable por su parte y lo acepto con gratitud. De todas maneras volveré a salir dentro de breves momentos y luego le diré lo que pienso hacer. Creo que realmente aún me hará falta su ayuda.

      —Bien —dijo el sirviente, colocó el farol en el suelo y se sentó sobre un pedestal bajo que nada tenía encima, cosa que probablemente se relacionaba también con la reconstrucción de la casa—. Entonces esperaré aquí. La vela puede usted dejármela, si le parece —agregó todavía el sirviente al ver que Karl se disponía a entrar en la sala con la vela encendida.

      —Qué distraído soy —dijo Karl alcanzándole la vela al sirviente; éste no hizo más que asentir con un movimiento de cabeza, sin que se supiera a las claras si lo hacía intencionadamente o si sólo causaba ese efecto porque estaba acariciándose la barba con la mano.

      Karl abrió la puerta, que chirrió fuertemente, mas no por su culpa, pues estaba formada de una sola pieza de vidrio que casi se doblaba si alguien abría la puerta con rapidez sosteniéndola sólo por el picaporte. Karl soltó la puerta asustado, pues él había querido entrar, precisamente, en medio del mayor silencio. Ya no quería volverse atrás y aún tuvo tiempo de advertir cómo tras él, el sirviente, que por lo visto había descendido de su pedestal, cerraba la puerta cautelosamente y sin el menor ruido.

      —Perdonen ustedes que les moleste —dijo dirigiéndose a los dos señores, quienes lo miraron con sus rostros grandes, asombrados. Mas al mismo tiempo abarcó la sala al vuelo de una mirada, para ver si podía encontrar pronto, en alguna parte, su sombrero. Pero éste no estaba visible en parte alguna, la mesa del comedor se veía totalmente desocupada; quién sabe si el sombrero no había sido llevado de alguna manera —cosa bien desagradable— a la cocina.

      —¿Pero dónde ha dejado usted a Klara? —preguntó el señor Pollunder, a quien por otra parte no parecía desagradar la interrupción, pues en seguida cambió de posición en su butaca, dando ahora a Karl todo su frente.

      El señor Green se hizo el desentendido, extrajo una cartera de bolsillo que era un monstruo de su especie en cuanto a tamaño y grosor y pareció buscar una pieza determinada en sus muchas subdivisiones; pero mientras buscaba leía también otros papeles que, en ese momento, caían en sus manos.

      —Deseo pedirle un favor y no quisiera que lo interpretase usted mal —dijo Karl aproximándose presuroso al señor Pollunder y posando la mano, para estar bien cerca de él, sobre el brazo del sillón.

      —¿Y cuál es el favor que quiere usted pedirme? —preguntó el señor Pollunder dirigiendo a Karl una mirada franca, exenta de recelo—. Claro que está concedido desde ahora. —Y rodeando a Karl con un brazo lo atrajo hacia sí, colocándolo entre sus piernas.

      Karl lo toleró de buen grado, a pesar de que, en general, se consideraba excesivamente adulto para semejante tratamiento. Pero así resultaba naturalmente más difícil pronunciar su ruego.

      —Y bien, ¿le gusta a usted estar con nosotros? —preguntó el señor Pollunder—. ¿No le parece a usted también que se siente uno, por así decirlo, libertado, aquí, en el campo, al llegar de la ciudad? Por lo general —y una mirada de reojo imposible de ser interpretada erróneamente, medio ocultada por el cuerpo de Karl, fue lanzada hacia el señor Green—, por lo general vuelvo a tener esta sensación nuevamente cada noche.

      «Habla —pensó Karl— como si nada supiera de esta casa grande, de los pasillos interminables, de la capilla, de los aposentos vacíos, de esas tinieblas que hay por todas partes.»

      —Y bien —dijo el señor Pollunder—, ¡venga esa petición! —Sacudió a Karl amistosamente; pero éste permanecía mudo.

      —Le ruego —dijo Karl y por más que bajara la voz resultaba inevitable que aquel señor Green, sentado al lado, lo escuchase todo (y a Karl le hubiera gustado tanto callar ante él aquella petición que, posiblemente, podía interpretarse como una ofensa a Pollunder)—, le ruego que me permita usted regresar a mi casa ahora mismo, durante la noche.

      Y puesto que lo más grave ya estaba dicho, todo lo demás se agolpaba por salir cuanto antes; sin recurrir a la menor mentira, dijo cosas en las cuales realmente ni había pensado antes.

      —Me gustaría, por lo que más quiero en el mundo, regresar a mi casa. Volveré aquí gustosamente, pues allí donde está usted, señor Pollunder, estoy a gusto también yo. Sólo que hoy no puedo quedarme. Ya lo sabe usted, mi tío no me dio de buen grado el permiso para esta visita. Sin duda ha tenido para ello sus buenos motivos como para todo lo que él hace y yo me he atrevido, oponiéndome a su mejor entendimiento, a forzarle, de hecho, a que me conceda el permiso. He abusado, ni más ni menos, de su amor hacia mí. No viene al caso ahora qué reparos puede haber tenido contra esta visita; yo sólo sé, con certeza absoluta, que nada había en esos reparos que pudiera ofenderle a usted, señor Pollunder, a usted que es el mejor amigo de mi tío, el mejor de los mejores. Ninguno puede compararse con usted, ni remotamente, en lo relativo a la amistad que le profesa mi tío. Esto es en verdad la única excusa para mi desobediencia, pero no es excusa suficiente. Puede ser que usted no tenga conocimiento exacto de la relación que media entre mi tío y yo; por lo tanto quiero hablar sólo de lo más evidente y comprensible. En tanto que mis estudios de inglés no hayan concluido y que yo no haya adquirido

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