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      En los últimos tiempos ha aumentado de forma significativa la reflexión sobre los problemas que nos atañen a las mujeres, los dilemas que asedian nuestros cuerpos y, como consecuencia, las demandas feministas para tratar de solucionarlos. Debido a ello, en la actualidad, vivimos un nuevo ciclo de movilizaciones y una diversificación de los discursos feministas, en especial de aquellos relacionados con un tema que parecía superado ya en el siglo xxi: «El derecho de las mujeres a decidir sobre nuestro cuerpo».

      Temas que ponen el foco en la condición, todavía dependiente y vulnerable, que vivimos las mujeres y señalan nuestros cuerpos como objetos, depósitos del placer y sujetos a la decisión masculina, susceptibles, por lo tanto, de ser comprados, alquilados y vendidos por los hombres. Asuntos acerca de la dignidad y hasta el orgullo de «otros», que, por extraño que parezca, nos dejan a las mujeres, en no pocas ocasiones, escaso margen de maniobra para acordar y decidir qué hacer al respecto, porque siguen siendo los hombres y el mercado los que disponen por nosotras.

      Sí, en pleno siglo xxi, a las mujeres todavía están cuestionándonos el derecho a decidir sobre nuestro cuerpo. Luchas que equivocadamente creíamos ganadas en Occidente después de los ruidosos y reivindicativos años sesenta y setenta del pasado siglo.

      No hay duda, hay cosas que cambian y otras que no y, por desgracia, el uso del cuerpo de la mujer en beneficio de otros, que no somos nosotras, sigue siendo una constante que poco ha variado a lo largo del tiempo. Sin embargo, sí que ha habido un cambio, eso es lo sorprendente, y es la forma en que se legitima ese uso: las mismas prácticas que antes se defendían en muchos casos acogiéndose al orden divino, a la biología o a la tradición, hoy se argumentan y defienden apoyándose en la libre elección, el empoderamiento y la diversidad cultural.

      El argumento de la libertad retoma el discurso de las feministas de los pasados años sesenta, en los que se enarboló el derecho a decidir como bandera bajo la que luchaban las mujeres. Y no se dan cuenta de que ese mismo discurso, en la actualidad, no sólo no funciona, sino que oculta justo lo contrario, que hemos caído en la trampa del capitalismo, en la cual, por más que insistan en que una puede hacer de todo, es justo donde no podemos hacerlo. Tal vez habría que detenerse a pensar que, precisamente, el capitalismo es el sistema en el que no se tiene posibilidad alguna de elegir en libertad, salvo, claro está, si para llevar a cabo aquello que quieres tienes dinero.

      Como vemos, temas, todos los anteriores, unidos por una constante: la libertad de la mujer para decidir. Para trabajar como azafata como si fuéramos floreros; para trabajar de prostituta porque las mujeres tenemos derecho a ganarnos la vida utilizando nuestro cuerpo como queramos; para velarnos bajo un hiyab, o cualquier otra vestimenta, porque voluntariamente optamos por ocultarnos a la vista de los demás para no provocar; para lucir nuestro cuerpo, o para trabajar como madres de alquiler, porque, al fin y al cabo, podemos comerciar como nos plazca con el fruto de nuestro vientre. En los temas anteriores, los defensores de todos ellos se acogen siempre a un discurso que se sustenta en la libertad de decisión que, aparentemente, disfrutamos las mujeres. Argumentos, entonces, que deben hacernos reflexionar y replantearnos el concepto de libertad que manejamos en el mundo en que vivimos. En un mundo que vive inmerso en pleno capitalismo, un sistema de reparto desigual de la riqueza, donde hay casi 800 millones de personas que pasan hambre –cuyo porcentaje más elevado es, claro está, de mujeres– y la mayoría ni siquiera tiene garantizadas las necesidades básicas –vivienda, alimentación, trabajo…–, parece complicado asegurar la libertad para decidir de la que gozan justo las que menos tienen.

      Está claro que muchas más mujeres de las que nos imaginamos viven en un mundo sin los derechos básicos garantizados y abocadas a la desesperación. Eso asegura, y de eso se aprovechan los explotadores, que sus decisiones no se tomen en libertad.

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