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      No era un sueño agradable, una pataleta frenética llevada por la diversión y las carreras.

      De eso nada. Era una pesadilla. De las feas.

      Estábamos nadando, los cuatro, en un río negro y embravecido. Por alguna razón yo iba a la cabeza. Y miraba hacia atrás diciéndoles que los salvaría.

      Yo. Los salvaría. A dos elefantes y un gorila.

      Mientras nadaba al estilo perrito como poseído, sus voces se desvanecieron. Miré hacia atrás y ya habían desaparecido.

      Y entonces lo escuché.

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      Un débil ladrido.

      Ese ladrido.

      Y entonces desperté, como siempre pasa.

      Hice un coleteo total, en un intento por deshacerme del hedor a pesadilla que se aferraba a mí como el champú después del baño.

      Intenté relajarme, controlarme, dejar de preocuparme por nada.

      Y, sin embargo, alguna parte primitiva de mi cerebro —mi lobo interior, tal vez— estaba con los pelos de punta.

      Muchas cosas pueden salir mal en el momento que se dejan al azar, en un abrir y cerrar de ojos, en el rebote de un hueso.

      Son muchas las maneras en que el mundo puede fallarte.

      El aroma de una tormenta

      Para cuando todos los demás despiertan, ya estoy tranquilo. Pero el viento en el exterior, no.

      Es un sábado de principios de otoño, borrascoso, con retazos de sol. Las nubes rebotan entre sí como pequeños conejos en una canasta. Los mensajes llegan con el viento que viene de todas partes. De perros que hacen sus rondas diarias, de gatos salvajes, de mapaches ansiosos.

      En esencia, todos se están preguntando lo mismo: ¿Qué pasa con el clima hoy?

      Yo lo sé. El canal meteorológico estaba encendido anoche con la pantalla llena de grandes remolinos blancos que parecían algodones de azúcar. El padre de Julia, George, reforzó con cinta varias ventanas. Sara, su madre, ha preparado una mochila de emergencia en caso de que tengamos que evacuar.

      Otro huracán está en camino. El tercero de la temporada. No es tan grande como los últimos dos, pero se mueve despacio. He visto la rutina, estoy al tanto.

      Una vez que el desayuno está listo, me siento en el sofá de la sala y espero con impaciencia a que Julia regrese a casa para que pueda llevarme a dar nuestro paseo cotidiano. Ella trabaja paseando perros, y ahora está con los otros perros.

      Yo dispongo de mi propio paseo privado, porque ella es mi chica privada.

      Prácticamente puedo saborear la tormenta que entra por la ventana abierta: el cosquilleo en el fondo de mi garganta, el filo metálico, la energía efervescente.

      Pero es más que eso. Es como si el aire no fuera bueno, como si deseara escabullirse por el mundo en busca de problemas.

      Sobre la poesía del hedor

      Por supuesto, no todos pueden oler lo que yo huelo. Mi nariz es mil millones de veces más útil que la de un humano.

      Los perros somos expertos en el olor. Estudiantes de los aromas. Analizamos el aire de la misma manera en que los humanos leen poesía, en búsqueda de verdades invisibles.

      Y no sólo olemos las cosas buenas y malas que las personas perciben con sus deficientes narizotas. Las más comunes: palomitas de maíz y lilas y lápices recién afilados. Pañales y coles de Bruselas y mofetas asustadas.

      No, nuestras narices lo captan todo, hasta el doble arcoíris en abril. Los humanos tienen suerte si perciben un día nublado en noviembre.

      Captamos esa molécula de carne asada danzando en el viento a ochenta kilómetros, en la ordenada cocina donde acaba de salir del horno.

      Captamos el polo helado de caramelo de cereza debajo del asiento trasero de ese Honda dieciséis coches adelante en la autopista, durante la hora de mayor tráfico.

      Captamos cosas que los humanos ni siquiera en sus sueños podrían percibir. Somos los que encontramos al bebé milagrosamente acurrucado en su cuna, bajo toneladas de escombros, después de un terremoto.

      Somos los que hallamos a los excursionistas perdidos en terrenos agrestes después de olisquear rápidamente un calcetín sudoroso.

      Incluso podemos decir cuándo alguien está enfermo. Podemos oler convulsiones futuras y cáncer y dolores de cabeza. Intenta que tu conejillo de Indias haga eso.

      Olemos también los sentimientos. La tristeza tiene un aroma agudo, con un toque de dulzura. La tristeza huele como estar perdido en un bosque invernal cuando el sol se acuesta.

      ¿Y la felicidad? La felicidad es la mejor, pero siempre se percibe un dejo de melancolía en los bordes. La felicidad huele como un helado de beicon servido en un caro zapato de piel.

      Te encantará, pero sabes que no durará para siempre.

      Las noticias

      Algunas veces, cuando Julia y yo salimos a dar un paseo, me detengo en una esquina (el mejor lugar para recibir noticias), y ella tira de la correa y dice: Vamos, Bob, allí no hay nada.

      Pero sí hay algo.

      La caca y el pipí son todo un tema. Entiendo que a los humanos les repela. Veo que las puertas del baño se mantienen bien cerradas. Las miradas avergonzadas, abatidas.

      Chicos, vosotros os lo perdéis. Hay una gran cantidad de información oculta en vuestro chorro de orina. Cuando los perros queremos compartir las últimas novedades sólo esperamos a que la naturaleza nos llame. Te sorprendería lo que podemos aprender durante una alzada de pata.

      La gente lee noticias. Ve la televisión. Navega en internet.

      Yo me detengo sobre una boca de incendios e inhalo el mundo entero.

      Mis oídos, por cierto, son casi tan notables como mi nariz. Recibo todo tipo de estímulos que los humanos no pueden escuchar.

      Lo que hacemos con nuestras narices y nuestros oídos es como coger un gran nudo viejo y aflojarlo. Separar los hilos. Deshebrar el tejido de las cosas.

      La gente sólo huele basura revuelta en un contenedor. Nosotros olemos una cucharada de queso untable y un toque de mantequilla de cacahuete y un puñado de cereales.

      La gente sólo oye el rugido de la multitud en un estadio. Nosotros escuchamos un chillido de un quejumbroso niño de cuatro años y un susurro de un fanático preocupado y un grito de un gruñón vendedor de perritos calientes.

      Caramba, los canes somos geniales.

      Snickers

      Mientras observo desde mi posición en el respaldo del sofá, Julia cruza la acera. George le ha pedido que pasee los perros cerca de casa, por si el clima cambia.

      Lleva un brillante impermeable púrpura y tres perros: un tonto mestizo llamado Winston, un tímido salchicha llamado Oscar Mayer, y… ella.

      Snickers.

      Mi vieja archienemiga. Snickers es una esponjosa caniche blanca con delirios de grandeza. Un enorme y altanero dolor de cabeza.

      Oh, esa chica me vuelve loco.

      Nuestra aversión mutua se remonta a mis primeros días como callejero. Snickers era una perrita elegante, mimada, que dormía en una almohada de satén rosa. Su dueño, Mack, dirigía el centro comercial donde yo vivía con Iván y Ruby.

      Ahí me encontré por primera vez con Snickers. Ella se burlaba de mí sin piedad, aunque debajo de la peluda fachada siempre sospeché que había un poco de, no sé, chispa.

      Da igual. Después de que el centro comercial cerrara, Snickers, por el hecho de ser

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