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Pero tú puedes salvarme, si me ayudas.

      —¿Podrás huir? —exclamó ella, delirante de alegría.

      —¡Sí, si Dios me protege! Escúchame —dijo bajando la voz y llevándola lo más lejos posible—. Pienso fugarme, pero tú no puedes venir conmigo ahora. Es preciso que me ayudes a escapar, pero te juro que no estarás mucho tiempo entre tus compatriotas, aunque tenga que levantar un ejército y dirigirlo contra Labuán. Sacó del pecho una minúscula cajita, la abrió y mostró a Mariana algunas píldoras que exhalaban un olor penetrante.

      —Estas píldoras contienen un veneno poderoso —dijo—, pero no mortal.

      Tienen la propiedad de suspender la vida durante seis horas. Es un sueño que se parece al de la muerte y que engaña al médico más experimentado.

      —¿Qué quieres que haga yo?

      —Inioko y yo tomaremos una cada uno; nos creerán muertos y nos arrojarán al mar y quedaremos libres en pleno océano.

      —¿No se ahogarán?

      —No, gracias a ti. Son las seis ahora. Dentro de una hora tomaremos las píldoras y daremos un gran grito. Ve en tu reloj el minuto en que hayamos gritado y cuenta seis horas y dos segundos. Antes harás que nos echen al mar. Procura dejarme sin hamaca y sin bala en los pies y ve si puedes arrojar algún flotador al mar. Si no lo logras, ve la manera de esconder algún arma entre nuestras ropas. ¿Has comprendido bien?

      —Sí, pero, después, ¿adónde irás?

      —Tengo la certeza de que Yáñez nos sigue y que nos recogerá.

      Besó con ternura a la joven, ahogando un gemido.

      —¡Vete, Mariana -dijo bruscamente-, vete o terminaré por llorar como un niño!

      —¡Sandokán, amor mío! —exclamó Mariana con acento desgarrador.

      El teniente se la llevó.

      —¡Todo ha concluido! —exclamó con voz triste el pirata—. ¡Ojalá algún día pueda ver feliz a la que tanto amo!

      Se dejó caer a los pies de la escala y allí permaneció casi una hora. Luego se levantó. Sacó la cajita y tomó dos píldoras, pasando una al dayaco.

      —Cuando te dé la señal, te la tragas.

      —Sí, capitán.

      Sacó el reloj y miró la hora.

      —Son las siete menos dos minutos. Dentro de seis horas volveremos a la vida en pleno mar.

      Cerró los ojos y se tragó la píldora; Inioko lo imitó. Se vio entonces a los dos hombres retorcerse en un violento espasmo y caer al suelo dando dos agudos alaridos.

      A pesar del ruido de las máquinas, todos oyeron los gritos, más que nadie Mariana que los esperaba presa de gran ansiedad.

      El teniente bajó precipitadamente a la bodega, seguido del médico del barco. Encontraron los dos cadáveres. El médico los examinó y certificó la muerte de los prisioneros.

      Mientras los marineros los levantaban, el teniente volvió a cubierta y se acercó a Mariana.

      —Milady —le dijo—, les ha sucedido una desgracia al Tigre y a su compañero.

      —¡Lo adivino! ¡Han muerto!

      —Es verdad.

      —Vivos le pertenecían a usted, pero muertos me pertenecen a mí.

      —La dejo en libertad para hacer con ellos lo que quiera, pero le doy este consejo: mande que los echen al mar antes de que lleguemos a Labuán. Su tío podría hacer colgar a Sandokán aun estando muerto.

      Acepto su consejo. Mande traer los cadáveres a popa y que me dejen sola con ellos.

      Un momento después los piratas, colocados sobre dos tablas, quedaban dispuestos para ser arrojados al mar. Mariana se arrodilló al lado de Sandokán y contempló en silencio su rostro descompuesto por la poderosa acción del narcótico. Esperó que cayera la noche y entonces escondió entre sus ropas dos puñales.

      —¡Por lo menos podrán defenderse! —murmuró. Se sentó a sus pies, contando hora por hora, minuto por minuto, segundo por segundo. A la una menos veinte se levantó, pálida pero resuelta. Se acercó a la amura, desató dos salvavidas, que arrojó al mar, y fue en busca del teniente.

      —¡Señor, que se cumpla la última voluntad del Tigre de la Malasia! —dijo.

      Cuatro marineros levantaron las dos tablas.

      —¡Esperen! —dijo Mariana, rompiendo a llorar.

      Se acercó a Sandokán y tocó su frente. Notó un ligero calor y una especie de temblor. Un momento de duda y todo se habría perdido. Retrocedió con rapidez y dijo con voz ahogada:

      —¡Déjelos ir!

      Los marineros levantaron las tablas y los dos piratas descendieron al mar, desapareciendo entre las aguas negras, en tanto que el barco se alejaba llevando a la afligida joven hacia las costas de Labuán.

      R

      Como dijo Sandokán, la suspensión de la vida duraba justo seis horas, porque apenas cayeron en los abismos del mar los dos piratas volvieron en sí, sin experimentar la menor alteración de sus fuerzas. Con un vigoroso golpe de talones, subieron a la superficie y miraron anhelantes a su alrededor.

      Se dejaron mecer entre las olas, pero el Tigre tenía los ojos fijos en el barco que se alejaba llevándose a Mariana.

      —¡Vayámonos, Inioko! —dijo con voz quebrada—. ¡Todo ha terminado!

      —¡Ánimo, capitán, la salvaremos antes de lo que usted cree!

      —¡Así ha de ser! Y ahora, busquemos a Yáñez. Ante ellos se extendía el ancho mar de Malasia, envuelto en las tinieblas de la noche; sin un islote donde descansar, ni una vela, ni una luz que señalara la presencia de algún barco. Sólo veían olas espumosas agitadas por el viento nocturno.

      Habían recorrido ya un kilómetro, cuando Inioko chocó con un objeto duro.

      —¡Un tiburón! —gritó horrorizado, alzando el puñal.

      —¡Es un salvavidas de los que arrojó Mariana! —exclamó Sandokán.

      Nadaron en derredor buscando el otro hasta que lograron encontrarlo.

      —¡Esto sí que es una suerte que no esperaba! —dijo Inioko—. ¿Adónde vamos ahora?

      —La corbeta venía del noroeste, así que creo que en esa dirección encontraremos a Yáñez.

      —Pero será necesario estar varias horas en el agua, y el parao del señor Yáñez no debe caminar muy de prisa con este viento suave. Y no hay que olvidar a los tiburones, capitán.

      —Hasta ahora no veo ninguna cola ni ningún hocico -contestó Sandokán-. Vamos hacia el noroeste; si no encontramos a Yáñez, pondremos pie en Mompracem.

      Se acercaron uno al otro para protegerse, y nadaron con suavidad, para economizar fuerzas. Así continuaron su travesía durante una hora más.

      —¿Oyes? —dijo de pronto Sandokán.

      —Sí —contestó el dayaco—. Parece la sirena de un barco.

      —¡No te muevas!

      Se apoyó en la espalda de Inioko y sacó más de medio cuerpo fuera del agua.

      —¡Del norte avanza un barco hacia nosotros! Es un crucero que debe andar tras la huella de Yáñez.

      —¿Lo dejaremos pasar?

      —No podemos hacer otra

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