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fue cargado con una bomba de veinte kilos de peso.

      —Ahora esperemos a que amanezca —dijo Sandokán—. Quiero que ese barco maldito vea bien mi bandera y a mi mujer.

      El vapor redobló su velocidad y, ya a mil metros, disparó un cañonazo, y luego otro y otro.

      —¡Dispara, nave maldita! —gritó el pirata—. ¡No te temo! Cuando quiera te haré pedazos las ruedas y detendré tu vuelo.

      De un salto se lanzó a la amura de popa y se aferró del asta de la bandera. Yáñez se estremeció de espanto.

      —¡Baja, hermano! —gritó el portugués—. ¿Quieres que te maten?

      El cañoneo siguió con más furia. No obstante aquella peligrosa granizada, Sandokán no se movía. Miraba con frialdad a la nave enemiga y sonreía cada vez que una bala pasaba silbando cerca de él.

      —¡Todavía no! —murmuraba—. ¡Quiero que veas a mi mujer!

      El vapor continuó durante otros diez minutos bombardeando al pequeño velero; luego se fue haciendo más lento el ataque, hasta que cesó por completo. En su arboladura ondeó una gran bandera blanca.

      —¿Conque me invitas a rendirme, eh? —gritó el Tigre—. ¡Yáñez! ¡Despliega mi bandera! ¡Quiero que sepan que el que guía este parao es el Tigre de la Malasia! Y te saludarán con una lluvia de granadas.

      —El viento comienza a refrescar, Yáñez. Dentro de diez minutos estaremos fuera del alcance de sus tiros. Un pirata izó la bandera.

      —¡Haz resonar tus cañones ahora! ¡Yo aquí te espero! ¡Quiero mostrarte mi conquista al relampagueo de mi artillería!

      Dos cañonazos fueron la contestación. Habían visto la bandera de los tigres de Mompracem. El crucero apresuraba su marcha para lanzarse al abordaje del parco. Sin embargo, pronto debieron convencerse de que no era fácil perseguir a un velero como aquél. Aumentó el viento, y el barquito, con sus inmensas velas hinchadas como globos, parecía volar sobre las tranquilas aguas del mar.

      —¿Qué quieres hacer, hermanito? —preguntó a su lado Yáñez—. ¿Piensas llevarte a ese crucero hasta Mompracem?

      —No es ésa mi idea. Apenas el alba me permita distinguir la tripulación de ese barco, castigaré su insolencia. Quiero que ellos también vean quién hace fuego, y quiero mostrarles a la mujer del Tigre de la Malasia.

      —¡Qué locura!

      —Así sabrán en Labuán que el Tigre de Malasia se ha atrevido a violar las costas de la isla y a enfrentar a los soldados de lord Guillonk.

      —A estas horas ya nadie lo ignorará en Victoria.

      —Dentro de poco castigaré a ese curioso. Ya verás, Yáñez.

      Mientras hablaban, los astros palidecían. Dentro de pocos minutos aparecería el sol.

      El crucero perdía velocidad de segundo en segundo.

      —¡Dispárale un buen tiro! -dijo Yáñez.

      —Cuando esté a quinientos metros pondré fuego al mortero —contestó Sandokán.

      Ordenó recoger las velas y el parao comenzó a acortar su velocidad. Sandokán se inclinó sobre el mortero con la mecha encendida, calculando la distancia con la mirada.

      Al ver que el velero casi se detenía, el barco de guerra intentó alcanzarlo, sin dejar de atacarlo con granadas. -¡Fuego! -gritó de súbito Sandokán, dando un salto atrás.

      Una potente detonación resonó en la lejanía. La bomba había estallado haciendo saltar con violencia el herraje de la rueda.

      El barco se inclinó sobre la banda y empezó a dar vueltas sobre sí mismo al impulso de la otra rueda que todavía batía las aguas.

      Mariana apareció en el puente. Sandokán la cogió entre sus brazos, la llevó hasta la amura y gritó a la tripulación del barco enemigo:

      —¡Esta es mi mujer!

      Y mientras los piratas lanzaban sobre el crucero un huracán de metralla, el parao se alejaba rápidamente hacia el oeste.

      R

      Quebrantada por tantas emociones, Mariana había vuelto a retirarse a su camarote, y una buena parte de la tripulación también dejó la cubierta, pues por el momento no parecía que amenazara ningún peligro a la nave.

      Yáñez y Sandokán permanecieron en el puente.

      —Ese vapor tendrá mucho que hacer para llegar hasta Victoria —dijo Yáñez—. ¿Crees que lord Guillonk lo envió para darnos caza?

      —No lo creo —contestó Sandokán—. El lord no ha tenido tiempo para advertir al gobernador de Victoria lo sucedido. Ese buque debió andar buscándonos al saberse nuestro desembarco.

      —¿Crees que el lord vendrá a atacarnos a nuestra isla?

      —No lo sé, Yáñez, pero ésa es mi preocupación. Lord James goza de grandes influencias y además es muy rico. Me temo que dentro de poco aparezca una flotilla ante Mompracem.

      —¿Y qué vamos a hacer nosotros?

      —Daremos nuestra última batalla.

      —¿La última? ¿Por qué dices eso, Sandokán?

      —Porque después Mompracem se quedará sin sus jefes —respondió éste dando un suspiro—. Mi carrera llega a su fin. Este mar, teatro de mis campañas, ya no verá surcar sus ondas a los paraos del Tigre. ¿Qué quieres? Así estaba escrito. El amor de la niña de los cabellos de oro tenía que hacer desaparecer al pirata de Mompracem. ¡Es triste! Tener que decir adiós para siempre a estos lugares, y perder fama y poderío. No más batallas, ni abordajes sangrientos. ¡Mi corazón sufre, Yáñez, al pensar que el Tigre morirá para siempre y que este mar y mi isla serán de otros!

      —¿Y nuestros hombres?

      —Seguirán el ejemplo de su jefe, si así lo quieren, y darán su adiós a Mompracem.

      —¡Pobre Mompracem! —exclamó Yáñez con profunda amargura—. Quedará desierta. ¡Yo que la quería como si fuera mi patria!

      —¿Crees que a mí no se me rompe el alma pensando que quizás no vuelva a verla más?

      —¡No me puedo resignar a perder de un solo golpe todo nuestro poderío, que tan inmensos sacrificios nos ha costado y tantos ríos de sangre!

      —¡Que se cumpla nuestro destino! Daremos en Mompracem nuestra última batalla y después saldremos de la isla y nos haremos a la vela.

      —¿Hacia dónde, Sandokán?

      —Lo ignoro, Yáñez. Iremos donde ella quiera; muy lejos de aquí, espero, porque si tuviera que estar cerca no resistiría la tentación de volver a Mompracem.

      —El combate será tremendo —dijo Yáñez, resignado—, porque el lord nos atacará con todo su odio.

      —Fortaleceremos el poblado para que pueda resistir el más terrible bombardeo. ¡No será domado todavía el Tigre; rugirá fuerte y llevará el espanto a las filas enemigas!

      —¿Y si caemos bajo el peso del número? Tú sabes que los ingleses están aliados con los holandeses para combatir la piratería. Podrían unirse las dos flotas y dar un golpe mortal a Mompracem.

      —Si me veo vencido, pondré fuego a la pólvora y volaremos todos junto con nuestro poblado y nuestros paraos. ¡Antes que me arrebaten a Mariana prefiero mi muerte y la suya!

      —Esperemos que eso no suceda, Sandokán.

      El pirata inclinó la cabeza y permaneció unos instantes en silencio.

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