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los preparativos de los soldados.

      —Vaya, amigo, vaya.

      El portugués salió y descendió rápidamente la escalera, pensando: “Creo que llegaré a tiempo para prevenir a Paranoa. Sandokán podrá preparar una magnífica emboscada”.

      Se acercó al invernadero sigilosamente y empujó la puerta.

      De inmediato se alzó ante él una sombra y una mano le puso una pistola al pecho.

      —¡Soy yo, Paranoa! —dijo—. Vete en seguida a advertir a Sandokán que dentro de unas pocas horas saldremos de la quinta.

      —¿Son muchos?

      —Unos veinte.

      El malayo se lanzó por la senda y desapareció en medio de las sombras que proyectaban los árboles. Cuando Yáñez volvió a la casa, el lord bajaba la escalera. Tenía su sable y una carabina en la mano. Mariana lo seguía.

      Ya no era la enérgica muchacha que horas antes hablara con tanto fuego y valentía. La idea de tener que dejar para siempre aquellos lugares para lanzarse a un porvenir incierto entre los brazos de un hombre a quien llamaban el Tigre de la Malasia, parecía aterrarla. Cuando montó a caballo no pudo refrenar las lágrimas.

      A una orden de lord James, el pelotón se puso en marcha y tomó el sendero que conducía a la emboscada. El anciano se volvía de cuando en cuando y lanzaba a Mariana una mirada en la cual se leían terribles amenazas.

      Ya habían recorrido cerca de dos kilómetros cuando se oyó un ligerísimo silbido.

      Yáñez, que esperaba el asalto de un momento a otro, desenvainó el sable y se puso entre el lord y Mariana.

      —¿Qué pasa? —preguntó el lord, volviéndose bruscamente.

      —¿No ha oído?

      —¿Un silbido?

      —Sí.

      —¿Y qué?

      —Eso quiere decir, milord, que mis amigos nos rodean —contestó Yáñez.

      —¡Ah, traidor! —gritó el lord.

      —Señor, ya es muy tarde —dijo el portugués, poniéndose delante de Mariana.

      En efecto, en ese instante dos mortales descargas derribaron a cuatro hombres y siete caballos. Luego, treinta tigres de Mompracem salieron de la espesura, lanzando gritos feroces y atacaron con furia a la escolta.

      El lord lanzó un rugido. Con una pistola en la mano izquierda y el sable en la derecha, se fue como un rayo hacia Mariana.

      —¡Espera un poco, viejo lobo de mar —gritó Yáñez—, que te voy a acariciar con la punta de mi acero!

      —Te mataré, traidor! —contestó el lord.

      Se lanzaron uno contra otro, Yáñez resuelto a sacrificarse por salvar a la joven, y el inglés decidido a todo por arrebatársela al Tigre de la Malasia.

      Los soldados se atrincheraron detrás de los cadáveres de sus caballos y se defendían valerosamente. Cimitarra en mano, Sandokán procuraba deshacer aquella muralla de hombres para ir a socorrer al portugués. Rugía, hendía cabezas a diestra y siniestra. La resistencia de los ingleses no podía durar mucho más.

      —¡Manténte firme, Yáñez! —gritó Sandokán.

      Pero en ese mismo instante el sable de Yáñez se rompió por mitad.

      —¡Socorro, Sandokán! -gritó.

      El lord se le fue encima, lanzando un grito de triunfo. Pero el portugués evitó el sablazo y con la cabeza le pegó en la mitad del pecho al viejo, quien cayó pesadamente al suelo.

      Viendo caer a su lado a un soldado herido de un hachazo, el lord le gritó:

      —¡Mata a Mariana! ¡Te lo ordeno!

      Con un esfuerzo titánico, el soldado se irguió sobre las rodillas y empuñó la bayoneta. Pero no tuvo tiempo de disparar pues a dos pasos estaba el Tigre, que lo remató con su sable.

      —¡Victoria! -exclamó el pirata, abrazando a la joven.

      Saltó fuera de aquel ensangrentado lugar y huyó hacia el bosque, en tanto que sus hombres acababan con los últimos ingleses.

      El lord, arrojado por Yáñez contra el tronco de un árbol, quedó medio atontado entre los cadáveres que cubrían el sendero.

      R

      La noche era magnífica. La luna brillaba en un cielo sin nubes. Todo era silencio; todo era misterio y paz.

      El parao había salido de la boca del riachuelo, huyendo con rapidez hacia occidente, y dejaba atrás la isla de Labuán, que apenas se distinguía entre las sombras.

      Sandokán consolaba a Mariana estrechándola contra su pecho.

      —No llores, amor mío -le decía-, yo te haré feliz. Nos iremos lejos de estas islas, enterraremos el pasado y jamás volveremos a oír hablar de mis piratas ni de Mompracem. Mi gloria, mi poderío, mis sangrientas venganzas, mi temido nombre, todo lo olvidaré por ti. Refrenaré los ímpetus de mi salvaje naturaleza, abandonaré el mar del que me creía el amo. Te daré una nueva isla, más alegre, porque te amo.

      —¡Yo también te amo, Sandokán, como nunca mujer alguna amó sobre la tierra!

      —¡Ay de quien pretenda hacerte daño! —exclamó el pirata—. Mañana estaremos seguros en mi inaccesible roca, donde nadie tendrá el atrevimiento de atacarnos, y después, cuando haya desaparecido todo peligro, iremos donde tú quieras, mi amor.

      Mariana dejó escapar un profundo suspiro, que casi parecía un gemido. En ese instante se escuchó la voz de Yáñez que decía:

      -¡Hermano, el enemigo nos persigue!

      El pirata se volvió y se encontró frente a Yáñez que le señalaba un punto luminoso que corría sobre el mar. Era un crucero que se acercaba a toda velocidad; el viento llevaba hasta el parao el ritmo de las ruedas que batían las olas.

      —¡Ven, ven, maldito! —exclamó Sandokán desafiándolo con la cimitarra, mientras con el otro brazo sostenía a Mariana como para protegerla—. ¡Ven a medirte con el Tigre!

      Miró por unos segundos al crucero, que forzaba la máquina, y después condujo a Mariana a su camarote. Aquí no te alcanzarán los tiros —le dijo—, las bandas de hierro que cubren la popa de mi barco bastan para rechazar las balas.

      —¿Y tú, Sandokán?

      Yo vuelvo al puente a dirigir la batalla si nos ataca el crucero. A la primera descarga lanzaré entre 'sus ruedas una granada que lo detendrá para siempre.

      —¡Tiemblo por ti!

      —La muerte le teme al Tigre de la Malasia —respondió él.

      —Yo rezaré por ti, Sandokán.

      El pirata la miró con ternura y besó sus manos.

      —¡Y ahora —dijo en tono fiero—, vamos a vemos las caras, barco maldito, que vienes a turbar mi felicidad!

      —¡Dios mío, protégelo! —murmuró Mariana, cayendo de rodillas mientras él abandonaba el camarote.

      Se escuchó el primer disparo del enemigo. Los piratas se lanzaron a los cañones; los artilleros tenían las mechas encendidas ya cuando apareció Sandokán en el puente. Al verlo, un solo grito salió de todos los pechos:

      —¡Viva el Tigre!

      —¡Déjenme paso! —gritó Sandokán—. ¡Basto yo solo para castigar a esos insolentes!

      Volvía a ser el terrible

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