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* * * *

      Cuando llegué a las Mesas de Yzebel con el pan, ya había atardecido pero aún había algo de luz. Ninguno de los soldados había llegado todavía.

      —Llevas un buen bulto —dijo cuando lo dejé en una mesa.

      —Sí, Bostar nos dio once panes por una sola cadena pequeña. —Le entregué el bolso y luego, sin pensarlo, me presioné con la mano el costado derecho.

      —¿Por qué haces eso?

      —Oh —dije, quitando la mano para desatar el paquete de pan—. No es nada.

      Si le dijera lo que había pasado con el gordo de Stonebreak Hill, no me mandaría a hacer más recados. O incluso insistiría en que Jabnet me acompañara. Quería probarle que podía trabajar por mi cuenta sin problemas.

      Yzebel abrió el monedero y echó las monedas de cobre restantes y el par de pendientes en la palma de su mano. Sonrió.

      —Lo hiciste bien con Bostar. —Metió todo en su bolso y apretó el cordón—. Ahora vamos a trabajar. Los soldados estarán aquí pronto.

      Jabnet tenía un cerdo asándose en el segundo fuego, así que me puse a encender las lámparas. Después, rebané melones amarillos y saqué las semillas, y me sentí muy aliviada de que Yzebel no me hubiera preguntado por qué había tardado tanto en conseguir el pan.

      —Por favor, pela esos cacahuetes por mí —me dijo desde el lado del hogar, donde cortaba zanahorias para el guiso—. Pon un cuenco lleno en cada mesa y espolvoréalas con sal. Pero solo un poco. La sal es preciosa hasta que los próximos bueyes crucen el desierto.

      Terminé con los cacahuetes y puse ocho cuencos de barro vacíos en cada mesa, junto con cucharas de madera, como si los hombres las fueran a usar.

      Justo después del anochecer llegaron dos soldados pidiendo la cena. Llené sus cuencos con estofado y les serví rodajas de melón, junto con pequeños trozos de pan. Vinieron más, y pronto todas las mesas estaban ocupadas. Me apresuré de un soldado a otro con los jugosos cortes que Yzebel iba sacando del cerdo asado.

      —¿Vendrá Hannibal esta noche? —le pregunté mientras sostenía un cuenco para atrapar una loncha que Yzebel apuraba del hueso.

      —No. Probablemente esté cenando con esa mujer, Lotaz.

      La miré.

      ¿Esa mujer? ¿Qué quiere decir? ¿Y he podido percibir una cierta inquina en las palabras de Yzebel, como si Lotaz fuera una criatura diferente a ella?

      Justo cuando estaba a punto de preguntarle qué quería decir, un hombre hambriento gritó exigiendo más carne.

      Durante toda la noche, los soldados no pararon de entrar y salir. Busqué a Hannibal, pero no vino. Al final, solo quedaron tres. Se tomaron mucho tiempo en consumir su comida y bebida, hablando de una gran expedición que se preparaba para Gadir, en Iberia. Yo no sabía nada de Iberia, así que decidí preguntarle a Yzebel sobre ello más tarde.

      En algún momento después de la medianoche, aquellos últimos tres hombres se fueron. Yzebel, Jabnet y yo comenzamos a limpiar las mesas.

      —Bueno —dijo Yzebel—, al menos nos dejaron un poco de comida esta noche.

      Recogimos las monedas y joyas de las mesas, y luego nos sentamos los tres a cenar.

      —¿Dónde está Iberia? —le pregunté a Yzebel.

      Antes de que pudiera responder, cuatro hombres borrachos se acercaron tambaleándose por el camino, mirando hacia nosotros.

      —¡Ajá! —gritó uno de ellos—. Mirad eso, amigos míos. Es la mismísima chica elefante. —Me señaló y se rio—. Llamemos al poderoso Obolus, y ella lo hará bailar sobre las mesas para entretenernos esta noche.

      Reconocí al hombre. Era la última persona que quería ver.

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      Los cuatro soldados tropezaron con una mesa y cayeron sobre los bancos. Derribaron una lámpara y el aceite se incendió y se extendió rápidamente por la mesa, provocando un pequeño fuego y varias carcajadas. Jabnet retrocedió y yo también, sin saber qué hacer.

      Yzebel se quitó el andrajoso delantal y sofocó las llamas con él. Los hombres aplaudieron su ingenio, y luego golpearon la mesa pidiendo comida y bebida.

      Jabnet reemplazó la lámpara rota y les dio los últimos tres cuencos de comida. Cuando llevé uno vacío a la mesa para que compartieran con el cuarto hombre algo de estofado, ya habían engullido lo que iba a ser nuestra cena.

      —¡Cuidado! —gritó el hombre que yo había reconocido—. La fea niña elefante nos derribará, como hace con todas las bestias del bosque.

      Sus amigos encontraron este comentario muy ingenioso, y aparentemente Jabnet también, porque se rio a mis espaldas. El soldado bocazas era el mismo que se burló de mí cuando Obolus me sacó del río. Sus ojos grises y brillantes estaban demasiado cerca de una nariz retorcida, y sus escasos dientes estaban torcidos, rotos y amarillos. Su pelo parecía un brote de hierbas muertas, y me pregunté por qué no era rojo como su barba desaliñada. No me gustaban ni él ni sus amigos y quería que dejara de llamarme «chica elefante».

      Sabía que era más prudente irme, pero en vez de eso le lancé mi mirada más fiera. Siguió riéndose de mí.

      —Oh oh —dijo otro de los soldados. Tenía los tres dedos medios de la mano izquierda amputados, quedando solo el pulgar y el meñique, que usaba como un cangrejo—. Ten cuidado, Sakul, te hace mal de ojo.

      Hizo clic en sus dedos de cangrejo hacia mí.

      Más risas. Estaba tan cerca de Sakul que su mal olor me ponía enferma. Podía fácilmente alcanzarme y abofetearme o derribarme con su puño, como el gordo hizo con Tin Tin Ban Sunia. Pero también yo podía golpearle o arañarle la cara, y lo iba a hacer si no se callaba. Tenía los puños tan apretados que sentía que las uñas me cortaban las palmas de las manos.

      —¡Liada! —gritó Yzebel desde el hogar—. Ven a ayudarme.

      Miré fijamente los ojos de comadreja de Sakul, dándome cuenta de que eran frívolos y vidriosos, igual que su bobo cerebro.

      Al alejarme de la mesa, oí a uno de los hombres decir:

      —Apenas escapaste con vida, Sakul.

      —Corta esos dos últimos melones para ellos —dijo Yzebel—. Y veré si puedo rebanar un poco más de carne de los huesos de este pobre cerdo.

      Cogí un cuchillo de la chimenea.

      —No les daremos vino. Ya han tenido suficiente.

      Jabnet se rio y fue a otra mesa, recogió una jarra de vino de pasas y cuatro tazones de bebida para los hombres.

      Metí mi cuchillo en un melón gordo para abrirlo. Después de sacar las semillas y tirarlas a la tierra, clavé el cuchillo en otro.

      —Liada —dijo Yzebel en voz baja. La miré—. Creo que esos melones ya están muertos —dijo, guiñándome el ojo.

      Sí, me había ensañado con ellos. Llevé las cuatro mitades amarillas a la mesa, las corté en pedazos y las arrojé al espacio entre los hombres. Parecía que les gustaba comer como animales, compitiendo entre ellos por ver quién podía hacer los ruidos más desagradables. Quizás un abrevadero en el suelo se adecuaría mejor a sus hábitos alimenticios.

      —No queda mucho, muchachos. —Yzebel tomó lonchas de cerdo asado con sus dedos y dejó caer la carne en sus cuencos—. Habéis llegado un poco tarde a la cena.

      Cuando se inclinó sobre

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