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en la escena final de la película Thelma y Louise, habían atado su destino a la Convertibilidad y se suicidarían con ella. Imposibilitada de acusarse a sí misma, la sociedad argentina haría de la clase política su único chivo expiatorio, construyendo un relato que haría historia, y sobre el cual el macrismo construiría luego su Iglesia: el de “la sociedad” versus “los políticos”.

      Cuerpo 2: El progresismo como reserva moral

      “Macri será el candidato del PJ Porteño”. El título de la nota del 25 de junio de 2003 del diario La Nación sintetiza el espíritu del macrismo de esos primeros años 2000. El Frente Compromiso para el Cambio (CPC), el antecesor con bigotes del PRO, cuyo apoderado y factótum fue el luego multifuncionario devidista y tristemente célebre en la tragedia del ferrocarril Sarmiento en 2012, Juan Pablo Schiavi, representaba en los hechos una versión actualizada del Partido “Acción por la República”, herramienta electoral del ex ministro de Economía menemista, Domingo Cavallo, fenecida políticamente junto con él en las jornadas de diciembre de 2001. Partía en principio del mismo discurso y del mismo electorado, la base de la derecha porteña más clásica, con el añadido de un balbuceante y no del todo estructurado discurso antipolítico poscrisis, más el aporte de “aparato” del siempre en disponibilidad justicialismo porteño, por ese entonces, en custodia del incombustible Miguel Ángel Toma.

      Esto tenía sentido: los años dorados de Cavallo posmenemismo, transcurrieron entre su salida y la pelea pública con Alfredo Yabrán –1996– y el 20 de diciembre de 2001. El empresario Alfredo Yabrán representaba la imagen vidriosa de un empresariado argentino “insolente”, como él mismo se proclamaba, que quería “su parte” en la distribución de negocios de los años 90. El límite de este aventurero amigo de políticos y custodiado por marinos de la ESMA fue Cavallo. Y fueron los años del intento político-electoral del cavallismo político propiamente dicho, con su fundador a la cabeza. En 1999, y a través de su partido recientemente creado, se postuló a la Presidencia de la República, obtuvo un nada despreciable 10% de los votos y un tercer lugar a nivel nacional, en el marco de la fuerte polarización (que aún no se llamaba así) entre los candidatos de la Alianza y del Partido Justicialista. Su apoyo provincial al entonces candidato bonaerense Carlos Ruckauf fue el hecho decisivo para que éste sea electo en lugar de la candidata frepasista Graciela Fernández Meijide, alterando severamente el juego de equilibrios pensado por la Alianza en el poder. Luego, el ex ministro del “Milagro Argentino” se postularía secundado por Gustavo Béliz a la jefatura de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en el año 2000,

      compitiendo directamente contra la fórmula de Aníbal Ibarra y Cecilia Felgueras y, finalmente, obtendría un segundo puesto con el 33%. En esa ocasión, como en otras que seguirían, lo derrotó más su carácter que la contienda electoral, con un resultado para nada magro. Un Cavallo desbordado, sudoroso y sacado, que acusaba a Ibarra de “partisano” ante la mirada atónita y de inocultable vergüenza ajena de Gustavo Béliz, empezaba a mostrar seriamente sus propias limitaciones a la hora de la conducción política propia. En esa jornada Cavallo fundaba otra tradición criolla: el economista en política. Ojos claros, ego gigante, ambición desmedida, frenos inhibitorios flojos y timing ansioso: un pionero de la política selfie. Su última apuesta, la de Salvador de la Patria en 2001, fue la más fuerte y también la última.

      Sin esta incineración de Cavallo y sin la liberación del caudal electoral que acaudillaba en su propio “territorio” municipal, la inserción exitosa de Mauricio Macri hubiese sido por lo menos más dificultosa. Mauricio fue un beneficiario directo de esa bancarrota. Así pues, era natural que la coalición macrista del 2003 recrease casi directamente aquella cavallista del 2000. Los nombres más prominentes de las listas (Jorge Vanossi, Jorge Argüello, Federico Pinedo, Cristian Ritondo, Jorge Enríquez, Mauricio Mazzón) cristalizaban esta decisión. Lejos estaban todavía de cualquier centralidad los Marcos Peña o María Eugenia Vidal. El primer macrismo se veía a sí mismo siendo parte del “sistema”. Era la continuación del cavallismo.

      La división política de la centro-derecha versión 2003 tenía un espejo opuesto en su vereda rival, que bajo la candidatura de Aníbal Ibarra y con el auspicio fundamental del presidente, asumido tan sólo unos meses antes, había logrado realizar el tan mentado fetiche histórico de la “unidad del campo popular”. El entonces jefe de Gabinete Alberto Fernández convenció a Néstor Kirchner de apoyar la candidatura de Ibarra, en un mix de pragmatismo (no había tiempo de posicionar otra figura y el peronismo municipal apoyaba a Macri) y convicción ideológica. Si Kirchner aspiraba a contener en su armado político al progresismo de los sectores medios urbanos de Argentina, necesitaba de aliados. Y qué mejor potencial aliado que ese Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Además, los apoyos “menemistas” y “duhaldistas” de Macri le permitían abrir por debajo su interna “renovadora” en el mismo peronismo.

      La confección de las listas confirma el esfuerzo unitario. Progresistas de lo más variopinto (desde Claudio Lozano de la CTA encabezando la lista oficial con candidatos del Partido Socialista, del ARI de Elisa Carrió, y exponentes del nuevo kirchnerismo, sumado a listas colectoras como la encabezada por el periodista y ex militante montonero Miguel Bonasso) parecían mostrar una operación perfecta. El ibarrismo que venía de la Alianza se transmutaba perfectamente a los nuevos tiempos. La centro-izquierda porteña había sobrevivido a la crisis.

      En la memoria colectiva persiste la entrevista televisiva en un “canal de cable”, días después de las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, en donde Ibarra explicaba como si fuera el jefe de personal de maestranza, cómo había sido el operativo de limpieza y ordenamiento de la Plaza de Mayo después de esos días aciagos de estallido. Había que limpiar la ciudad. Y si bien Ibarra ese día había salido de Bolívar 1, la sede del gobierno porteño a escasos metros de la plaza, oculto adentro de una ambulancia, también resultó uno de los pocos políticos conocidos que salvaba la ropa. Tal vez Ibarra, junto a Elisa Carrió y el ex trotskista Luis Zamora, formaban el trío de políticos salvados de la olla nerviosa porteña a la que se arrojaban los pellejos del resto de esa clase política en 2001.

      Pero la apuesta kirchnerista por la transversalidad había triunfado. Al menos en la Ciudad de Buenos Aires. Un presidente peronista lograba hacer una alianza con sectores progresistas cumpliendo, así, el sueño de Torcuato Di Tella: el de un fuerte polo de centro-izquierda con eje en el peronismo gobernante, que pudiese dar sustento social y político al nuevo kirchnerismo. Sin referencias partidarias claras tras el estallido y el fin de la clase política en 2001, restaba recostarse en figuras y/o territorios: el ex aliancista y progresista moronense Martín Sabbatella, el cordobés a secas Luis Juez, el socialista santafesino Hermes Binner y, principalmente, Aníbal Ibarra, eran los elegidos, que así y todo solían mostrarse renuentes. El coqueteo rápido y furioso de Adolfo Rodríguez Saá con los organismos de derechos humanos durante su breve presidencia de una semana, habían dejado en pie ciertos anticuerpos frente a la voracidad peronista, junto con la necesidad de equilibrar la nueva alianza con los gustos de sus electores, en general no demasiado fanáticos del peronismo.

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