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atención y cuidado a la estructura y organización del poder bajo el nuevo sistema de gobierno.

      Para Grossi, con la Revolución francesa comienza un largo período de no solo legalismo sino de auténtica legolatría, pues la ley se convierte en objeto de culto sin que importe su contenido, causando un auténtico absolutismo jurídico que va de la mano con el liberalismo económico en proceso de construcción.63

      Según la lógica revolucionaria la ley contiene el límite al ejercicio de las libertades y la garantía de que los individuos no podrán ser molestados por ninguna otra forma de autoridad que no sea autorizada por la propia ley. La ley y la autoridad pública posibilitan la libertad de todos los individuos, lo que representa un gran cambio frente a las antiguas discriminaciones estamentales del régimen feudal.64 En este sentido, la mitificación de la ley permite la construcción de un nuevo orden en oposición al antiguo régimen feudal. La ley como expresión de la razón y de la voluntad soberana de un pueblo unido por los ideales de libertad e igualdad, impide que en la práctica se verifique la existencia de intereses concertados entre los grupos que dominaban la Asamblea Legislativa.

      Así, por ejemplo, la Ley Le Chapelier (1791) se encarga de extinguir de un solo golpe toda instancia intermedia entre los individuos y los gobernantes, lo que dio vía libre al refuerzo incontrolado de poderes en la cúpula y al centralismo jurídico y político del Estado,65 pues el pueblo, que se identifica con la nación, tiene la única función pasiva de elegir a sus representantes. La fuerte centralidad del poder en el Estado causa obligatoriamente la mitigación de los controles sobre las decisiones del Estado, pues siguiendo la lógica rousseauniana, el poder del pueblo, de la democracia, no puede estar dividido y por ello el único control se refiere a la voluntad de la mayoría y al propio autocontrol del Estado. Al respecto, Aragón Reyes afirma:

      En resumidas cuentas, se pregonaba la limitación, pero no se instrumentalizaba suficientemente sus garantías, situación que se perpetuaría por mucho tiempo en el derecho público europeo continental. El resultado al que conduciría, de inmediato, la ausencia del equilibrio como elemento básico de la Constitución democrática será o bien al establecimiento de una división de poderes sin apenas controles (Constitución francesa de 1791 y del año III) o a una negación de la división misma del poder, es decir a un régimen de asamblea (la dictadura jacobina implantada en agosto de 1792).66

      Por esto, Ripert afirma que cuando el legislador anunció la libertad del comercio y de la industria mediante la Ley 2-17 de marzo de 1791, no solo declaraba un principio fundamental para el nuevo sistema económico, también destruía la vieja sociedad de sociedades feudal. La ley declaró que las asociaciones obligatorias estaban suprimidas y tres meses después las asociaciones libres también estarían prohibidas.67 Así, de un orden social con pluralidad de centros de poder pasamos a un orden monista, caracterizado por la omnipresencia de la ley que da forma al Estado. En este sentido, la ley fue útil no solo por lo que dio, sino sobre todo por lo que destruyó.

      No obstante, después del jacobinismo, la imagen de la soberanía del pueblo no puede ser más la misma, porque el terror revolucionario demostró con hechos la terrible fuerza y la capacidad destructiva del poder del Estado. Con esto, la espontánea alianza entre el soberano y el individuo quedaba acabada para siempre.68 Aun así, la omnipresencia de la ley se había instaurado con éxito en el nuevo orden político y jurídico del Estado, especialmente bajo el comando de Napoleón. Al respecto, Arendt afirma:

      La historia constitucional de Francia, donde durante la revolución las constituciones se sucedían unas a otras, mientras aquellos que detentan el poder se muestran incapaces de imponer el cumplimiento de cualquiera de las leyes y decretos revolucionarios, puede ser fácilmente interpretada como una crónica monótona que demuestra a la sociedad aquello que debería ser obvio desde el inicio, o sea, que la alabada voluntad de la multitud es por definición mutable e inconstante, y que una estructura construida sobre ese fundamento es como si estuviera en arena movediza.

      La construcción del Estado como un aparato de comando, basado en la ley, durante la época de policía, permitió mantener el Estado alejado de la sociedad, aunque aparentemente se buscaba informar y fomentar el desarrollo. Por eso el Estado y la sociedad son dimensiones opuestas, y la máquina del príncipe persigue la realización de valores propios que no coinciden con los de la sociedad que comanda.69 La doctrina más madura del Estado de derecho afirma que los derechos de los individuos se fundamentan sobre el acto soberano de autolimitación del Estado, pues si las libertades nacen de las normas del Estado, se debe admitir que existe solo el derecho fundamental a ser tratado conforme las leyes del Estado. Por ello, la constitución no puede cuestionar la autoridad del Estado, ni las certezas de las normas.70

       Consideraciones finales

      Luego de estudiar las tres revoluciones liberales más destacadas en la historia del mundo occidental, podemos percibir que las trayectorias sociales, institucionales y políticas de cada pueblo marcan diferencias importantes en la forma de instaurar nuevos gobiernos y ejercer el poder en el nombre de la nación.

      Aunque aparentemente las declaraciones de derechos y las constituciones tienen los mismos valores e instituciones, tales como el anhelo a la igualdad y la libertad, el apego a la ley, la consolidación de asambleas legislativas, etc., la historia nos muestra que la forma de interpretar estas instituciones está profundamente condicionada a las trayectorias culturales de los pueblos. Por ello afirmamos que existe pluralismo jurídico en las revoluciones liberales, pues cada cultura jurídica da forma a diversas maneras de concebir y ejercer el derecho dentro de sus respectivos ordenamientos jurídicos.

      Esto significa que la forma en que comprendemos el derecho está condicionada a las tradiciones sobre cómo las comunidades se organizan para generar consensos compartidos, así como a las tradiciones sobre el ejercicio del poder a lo largo de siglos, razón por la cual la sola voluntad de los individuos no es suficiente para realizar cambios que perduren o que sean efectivos en las sociedades. En este orden de ideas, la historia es una herramienta fundamental para entender las trayectorias de nuestros pueblos y para ser más conscientes de las limitaciones culturales a las que nos enfrentamos en el momento de hacer reformas en los ordenamientos, sin tener en cuenta las particularidades de cada comunidad.

      No obstante, todas las revoluciones liberales fueron comandadas por una élite que representaba a todos los integrantes de la nación, conforme postulados iusnaturalistas que centralizaron el poder político y jurídico en el Estado nación, con la finalidad de crear un nuevo orden jurídico y económico direccionado por el Estado.

      Así pues, es apenas lógico que conceptos clásicos sobre el Estado, la soberanía y el derecho se encuentren hoy en crisis, pues diferentes conquistas posteriores tales como el sufragio universal, la búsqueda de la igualdad material y la participación activa de diversos grupos sociales causa dificultades en la organización del Estado y en los consensos necesarios para garantizar la estabilidad de instituciones democráticas. Por ejemplo, la nación o el pueblo ya no pueden ser definidos como entidades inanimadas que requieran del direccionamiento del Estado sino, por el contrario, las diversas identidades e ideologías presentes en las sociedades fragmentadas representan puntos de vista que deben ser tenidos en cuenta por el Estado para la realización de futuros compartidos que incluya a todos los actores.

      En este sentido, estudiar la historia de las revoluciones liberales nos ayuda a ser más conscientes de los contextos en los que fue creado el Estado nación, para efectos de actualizar muchos de los postulados conforme las necesidades de las sociedades complejas en el siglo XXI.

       Bibliografía

      Aragón Reyes, Manuel. Constitución y control de poder. Introducción a una teoría constitucional del control. Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 1999.

      Arendt, Hannah. Da Revolução, traducción de Fernando Vieira. Brasilia: Universidad de Brasilia, 1988.

      Bodin, Jean. Los seis libros de la República, traducción de Pedro Bravo Gala. 4.a ed. Madrid: Tecnos, 2006.

      Brewer-Carías,

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