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      El destructor del Amazonas

      Alberto Vázquez-Figueroa

      Categoría: Novelas

      Colección: Grandes acontecimientos mundiales

      Título original: El destructor del Amazonas

      Primera edición: Junio 2020

      © 2020 Editorial Kolima, Madrid

      www.editorialkolima.com

      Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

      Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

      Diseño de cubierta: Silvia Vázquez-Figueroa

      Imágenes: @Shutterstock

      Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

      ISBN: 978-84-18263-28-6

      Impreso en España

      No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

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      «Es una lástima que nuestra Caballería no haya sido tan eficaz como la estadounidense, que

      supo exterminar a los indígenas».

      Jair Messías Bolsonaro, presidente de Brasil

      CAPITULO I

      Seis hombres armados surgieron de entre la espesura amenazando y golpeando a los nativos, tanto hombres como mujeres, ancianos o niños, hasta obligarlos a agruparse en el centro de la casa comunal.

      Vestían uniformes que no pertenecían a la «Fundación Nacional del Indio», ni a ningún organismo nacional, y más bien constituían una caprichosa mezcolanza de pantalones, botas y cazadoras de camuflaje adquiridos en cualquier mercadillo callejero.

      A continuación exhibieron una serie de documentos ininteligibles, según los cuales un poblado que había sido levantado por los «ahúnas» cinco generaciones atrás se encontraba en pleno corazón de unos terrenos que ahora pertenecían a don Marcelo de Castro y Costa, por lo que traían una orden de desahucio firmada por el mismísimo presidente Jair Messías Bolsonaro que al parecer se consideraba a sí mismo un nuevo mesías.

      Como según ellos se trataba de una orden de aplicación inmediata, los «okupas» disponían de una hora para recoger sus pertenencias y desaparecer.

      En caso de resistirse serían conducidos a la reserva indígena del estado de Acre a casi tres mil kilómetros de distancia.

      ***

      «Manaos no se alza sobre el río Amazonas, sino sobre la orilla izquierda de su afluente, el Negro, a poca distancia de la unión de ambos, y sorprende la espectacularidad con que las aguas negras chocan con las fangosas del Amazonas y forman una frontera perfecta, delimitada al centímetro. Extendiendo la mano sobre la superficie de esas aguas se puede señalar con exactitud qué dedos están en el Amazonas y cuáles siguen en el Negro. Luego, sin transición alguna, sin que pueda saberse cómo, las aguas limpias y negras desaparecen, tragadas por la inmensidad de la fangosa corriente del Amazonas, que lo domina todo.

      Hasta hace poco más de un siglo, decir Manaos era decir caucho. Nada era más que un villorrio, y nada hubiera sido más que eso si en 1893 Charles Goodyear no hubiera descubierto que el caucho, combinado con azufre, resistía tanto las bajas temperaturas como las altas.

      El mundo empezó a pedir caucho, más y más caucho, y el árbol que lo proporcionaba no crecía más que en la selva amazónica.

      Comerciantes, aventureros y desesperados llegaron desde los confines del mundo y se desparramaron por la jungla dispuestos a sangrar los árboles sacándoles hasta la última gota de su leche blanca y elástica. Y lo hicieron con tal ímpetu que, al poco tiempo, por Manaos corrían ríos de oro, lo que la convirtió de la noche a la mañana en la ciudad más rica, más excéntrica y más loca del mundo.

      El caucho creó fortunas y extravagantes millonarios que hicieron levantar sobre la más orgullosa de las colinas de la selva, el más orgulloso de los teatros, decorado con panes de oro, espléndido y absurdo, como absurdo fue traer desde Inglaterra —transportándolo en cuatro viajes, de la primera a la última piedra— el enorme edificio de la aduana que aún domina la entrada de la ciudad.

      Cuanto más avanzaba el siglo hacia su fin, más y más loco era todo en Manaos, que comenzaba incluso a aspirar a la capitalidad de la nación.

      En las afueras de la ciudad rugían los jaguares, pero en su centro un rico cauchero mandó construir en el jardín de su casa una fuente de donde manaba champaña francés, y las más famosas compañías de ópera llegaban hasta allí, a mil quinientos kilómetros del mar, en plena selva, para deleitar a los nuevos ricos.

      De una de esas compañías murieron ocho de sus diez componentes, víctimas de las fiebres y epidemias, pero eso no impedía que otros intentaran la aventura, pues en ningún lugar se podía ganar tanto en un mes como en Manaos en una sola noche.

      Era la pequeña París de la selva, que osaba ser tan famosa como la auténtica, sin saber que tiempo atrás, en 1876, un inglés establecido río abajo, Henry Vickham, había conseguido apoderarse de una gran cantidad de semillas, sacarlas clandestinamente del país, para que de Brasil a Londres, de Londres a Java, dieran como fruto el nacimiento de las plantaciones caucheras del sudeste asiático que de inmediato superaron el rendimiento de los salvajes árboles de la espesura amazónica.

      Tal como nació, murió Manaos. De la ilusión perdida quedaron un teatro, una catedral, una aduana, y tantas y tantas cosas que espléndidos locos hicieron edificar pensando que la locura no terminaría nunca.

      Y quedaron también los cientos, los miles de cadáveres de aquellos a los que el beriberi, las fieras o las mil enfermedades y peligros de la selva se habían llevado por delante».

      Cerró el libro y se sintió profundamente decepcionada debido a que la ciudad que iba quedando a sus espaldas nada tenía que ver con lo que acababa de leer, por lo que le vino a la mente una vieja canción:

      «Tu calle ya no es tu calle, que es una calle cualquiera camino de cualquier parte».

      Manaos ya no era Manaos, sino una ciudad cualquiera camino de cualquier parte, pese a lo cual nadie podía negar que continuaba conservando el mérito de encontrarse en el mismísimo corazón del Amazonas.

      Y la verdadera Amazonia, la que venía buscando, comenzaba en cuanto el barco abandonaba el cauce del más caudaloso de los ríos del planeta –el que llevaba más agua que todos los demás juntos– para comenzar a adentrarse en sus incontables afluentes que giraban y giraban como interminables anacondas para acabar muriendo en playones en los que para continuar avanzando había que abrirse paso a machetazos.

      Era allí, en aquellos playones, en los que parecía renacer el bárbaro mundo del caucho de más de un siglo atrás, puesto que entre la espesura aún pervivían tribus desconocidas y cientos, miles, ¡millones!, de bestias peligrosas.

      Sobre todo serpientes y, como a la mayoría de las mujeres, su sola mención le producía un instintivo rechazo.

      Tampoco a los hombres solían gustarles las serpientes, los caimanes, las arañas o los traicioneros jaguares que pululaban por doquier, pero muchos hombres y mujeres consideraban que había llegado el momento de defender el derecho de tales animales a seguir viviendo.

      Habían

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