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generalizado de la empatía, el altruismo y el deseo de desempeñar actividades creativas, todos ellos instintos humanos naturales, para explotar a los trabajadores, facilitando por ejemplo que las administraciones confíen en que los maestros comprarán material escolar de su bolsillo para suplir las carencias del sistema animados por el deseo de ayudar a sus alumnos, o pedir a la gente que trabaje gratis en los sectores creativos porque saben que estas personas «trabajan por amor al arte» y están dispuestas a todo con tal de hacer realidad su sueño de cobrar (¡algún día!) por hacer un trabajo que les apasiona.

      Así pues, la fabulilla que pretende presentar la falta de lazos sociales y moralidad como la principal flaqueza del sociópata ofrece al espectador una recompensa por el hecho de que la solidaridad e inclinaciones del ciudadano medio bien puedan ser en realidad su principal flaqueza en nuestro orden social en descomposición. En una sociedad rota solo una persona rota puede tener éxito, o eso parece.

      Comparto la impresión que motiva la fantasía del sociópata: nuestra sociedad está realmente podrida. Sin embargo, la pregunta que yo haría es con qué la comparamos. Por lo que parece, cualquier norma social, incluso el orden supuestamente «natural» de la familia, puede explotarse con fines sociópatas o quedar atrapado en el círculo vicioso que genera y alimenta las conductas sociópatas. Tal y como sostengo en Awkwardness, ello se debe a que no existe ningún orden social «natural» —todas las normas sociales no son más que pautas de conducta funcionales a las que recurrimos para lidiar mejor con la ansiedad y los conflictos derivados de nuestra naturaleza fundamentalmente social—. Más que caídos del cielo o enraizados en una supuesta ley natural (tal sería la explicación según unos supuestos imperativos biológicos o evolutivos en los que se sustentaría la estructura familiar), nuestros órdenes sociales constituyen estrategias de largo aliento para tratar los unos con los otros, herramientas que son de utilidad en una determinada época y lugar y de las que no existe la menor garantía de que vayan a perdurar en el tiempo.

      La paradoja estriba en que puede resultar mucho más difícil identificar esas herramientas sociales en una época en la que se están desmoronando. Puede ser más sencillo rebelarse contra un orden social más estable porque conservamos la autoconfianza que emana de la sensación de dominio sobre las interacciones sociales aun cuando luchemos contra ellas. Y lo mismo cabría decirse de la difusa pero omnipresente ansiedad que acompaña a nuestro estado actual de zozobra cultural. A un paso del abismo de la zozobra, nos aferramos a nuestras normas sociales declinantes y les pedimos más de lo que son o pueden darnos. Permitimos que nos sojuzguen tanto más cuanto más demuestran su inutilidad, ya sea ofreciendo expectativas claras de futuro o acercándonos a alguna forma de justicia o equidad.

      Por ejemplo, a medida que las expectativas de una posible relación amorosa se tornan cada vez más inciertas, un muchacho o muchacha puede convencerse gradualmente de que en ese trance hay un paso «correcto» que dar o por lo menos un «mal» paso (por lo general, pedirle salir a la persona de que se trate). En consecuencia, es posible que ambos terminen malogrando la posibilidad de tener una relación feliz (algo que les ocurre a menudo al viajante Andy y a la recepcionista Erin en las últimas temporadas de The Office). De un modo parecido, incluso cuando ven cómo les pasan delante personas menos preparadas, algunos empleados se adhieren al principio de que pedir un aumento de sueldo o una promoción en el trabajo resulta desconsiderado o tal vez incluso podría suponer una ofensa que motivara su despido. Al adherirse a principios que creen objetivos pero en realidad han elegido de manera arbitraria, a estos individuos tímidos les tocan las dos peores cartas de la baraja: por un lado no consiguen lo que quieren, y por el otro no obtienen una sensación genuina de haber cumplido con su deber social ya que la creencia de que están respetando algún tipo de expectativa social es eminentemente ilusoria.

      Así pues, además de apuntar al problema, la fantasía del sociópata podría apuntar también a una solución. Si relacionarse con las normas sociales como si se tratara de herramientas es la seña de identidad del sociópata, entonces tal vez todos podríamos beneficiarnos de ser un poco más sociópatas. Quizá no se trate de elegir entre manipular cínicamente las normas sociales u obedecerlas al pie de la letra, sino de elegir los objetivos en virtud de los cuales las manipulamos cínicamente, esto es, y ante todo, abandonar la costumbre de manipularlas para lograr resultados que nos perjudiquen. En efecto, el problema de los sociópatas de fantasía bien pudiera ser que no son lo bastante sociópatas, que sus objetivos finales terminan remando a favor del sistema que ellos mismo creían haber superado o dominado.

      Sin embargo, antes de abordar una posible solución, será preciso bosquejar el problema delineando los patrones y dinámicas de la fantasía del sociópata. Con la simple intención de desbrozar un campo casi infinito en ejemplos, me limitaré ahora a personajes de series televisivas relativamente recientes. Avanzaremos desde formas «bajas» de sociopatía a formas «elevadas», con el objetivo final de alcanzar aquellos personajes sociópatas en los que quizá se opere una transformación que los lleva más allá del sociópata ficticio típico.

      Empezaré con la forma más baja de sociópata televisivo, aquel punto en el que la sociopatía colinda con la psicopatía. Se trata de aquellos personajes que llamo «maquinadores». Algunos ejemplos son Homer Simpson, Peter Griffin de Padre de familia (y personajes afines de series hermanas), Eric Cartman de South Park, el personaje que da título a la serie Archer, y «la Banda» de Colgados en Filadelfia. Un rasgo que todos estos personajes comparten es la afición a intrigar y, aunque de manera invariable se muestran egoístas, las metas que persiguen consisten o bien en ventajas relativas (como cuando dos personajes de Colgados en Filadelfia compiten por convertirse en el «mejor amigo» de un tercero) o bien, lo que ocurre con mayor frecuencia, en mortificar a alguien (como Cartman cuando libra una guerra contra su amigo judío Kyle motivado por prejuicios racistas). Lo que amenaza con encasillar a estos personajes en la categoría de la burda locura es que sus planes suelen ser muy cortos de miras o ilusos y la atención que son capaces de prestar a sus problemas con frecuencia es risiblemente escasa (como atestiguan los rápidos giros en la trama de los capítulos de Los Simpson). Pero su afición a maquinar intrigas y el objetivo eminentemente social de obtener ventajas relativas o sencillamente «ganar» una disputa los sitúan en los dominios de la sociopatía, aunque sea casi de refilón.

      A partir de este grado cero de la sociopatía, abordaremos una categoría de maquinadores más racionales, a los que llamaré «arribistas». Estos sociópatas hacen uso de sus habilidades y artes seductoras y manipuladoras para obtener posiciones de privilegio, a menudo recurriendo a métodos muy bien definidos. Podemos hallar abundantes ejemplos de esta estirpe en los reality shows, en especial en aquellos que, como Gran Hermano o Supervivientes, en realidad son concursos televisivos de larga duración. La sociopatía de los concursantes es un tema tan trillado que existen ya compilaciones en YouTube de participantes de realities proclamando: «No he venido aquí a hacer amigos». Sin embargo, incluso en aquellos realities menos encorsetados existe un elemento «arribista» gracias a la oportunidad de convertirse en una especie de icono cultural de órbita libre. Snookie en Jersey Shore y Sarah Palin en las presidenciales estadounidenses de 2008 son buenos ejemplos de este último fenómeno.

      Los arribistas también están bien representados en las series dramáticas, particularmente en aquellas destinadas al público adolescente como Gossip Girl o Glee. Entre las destinadas a públicos más cultivados, destaca Mad Men que ofrece en muchos sentidos el mejor ejemplo del sociópata contemporáneo, un hombre que abandona sus raíces rurales de clase baja enfundándose la identidad de otro soldado y luego trepa y progresa sin cesar hasta alcanzar la cima de la industria publicitaria. De un modo parecido, Stringer Bell, personaje de The Wire, trata de escapar del mundo del hampa invirtiendo las ganancias del narcotráfico para convertirse en un promotor inmobiliario fuera de toda sospecha, aunque no lo consigue del todo. Pese a que ambos personajes son hombres que se han hecho a sí mismos en el sentido estricto de la expresión, la paradoja de sus historias es que, si bien logran hasta cierto punto escapar de sus entornos sociales inmediatos, el precio que deberán pagar es seguir los dictados impersonales de las expectativas sociales.

      En esta categoría del arribista también podrían incluirse a otros jefes mafiosos como Tony Soprano o Al Swearingen, de Deadwood, si bien este

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