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esa posición que enfrenta, confronta y representa a niños y adolescentes inmersos en un contexto social desfavorable, a través de una mirada que reivindica a la infancia como espacio visual privilegiado, se inscribe a su vez en la dicotomía pasado/futuro que, como señalé al principio, puede definir conceptualmente a la infancia, justamente por situarlos en ese espacio de carencia. Veamos ahora cuál es la manera particular en que los filmes escogidos se proponen entrar a los temas que tratan.

      No futuro: la muerte como clausura y como posibilidad narrativa

      Existe también otro punto coincidente con el director español que tiene que ver con la postura ética que ambos asumen al disponerse a trabajar el material fílmico. En los dos casos no existe una postura pedagógica o redentora desde la que se posicione la enunciación del filme: ni ellos son capaces de resolver o comprender cabalmente la complejidad de ese real al que se enfrentan, ni tampoco suponen que el discurso cinematográfico sea capaz de transformar las acciones de quienes son representados o de quienes son sus espectadores:

      Gaviria intenta —si bien no siempre lo logra— una búsqueda común con el Otro, sin el paternalismo de un proyecto redentor ni disciplinario y sin la predisposición jerárquica a la traducción; asumiendo la incomprensibilidad y alteridad del Otro; en otras palabras, se trata de un tipo de representación fundada en una observación mutua, en una óptica ética (Jáuregui y Suárez 386).

      La propuesta de Gaviria puede considerarse incluso más radical en ese sentido, al incorporar lo que Jáuregui y Suárez llaman “observación mutua”, y leerse como una suerte de perspectiva utópica inserta en las posibilidades dadas por el aparato cinematográfico. Pero ya volveré sobre este punto, que se vincula estrechamente a la metodología usada por Gaviria en el proceso de construcción del guion y durante el rodaje, y que me propongo confrontar con la idea de futuro comentada al inicio.

      Si bien es posible establecer un nexo entre la corriente neorrealista europea de la segunda mitad del siglo xx, sugerido ya en el apartado anterior, y vinculada a una manera de entender el realismo con una propiedad “reveladora”—de ahí sus estrategias basadas en el uso del plano-secuencia y en lo que Ismail Xavier llamara “confianza en la realidad”— el cine de Gaviria, tal como el de Buñuel, realiza un giro estilístico que lo separa de este movimiento y sus postulados. Es cierto también que el título del primer largometraje del director colombiano sugiere un guiño a Umberto D., reconocida obra del director neorrealista Vittorio de Sica, con la que comparte fundamentalmente el estado emocional del protagonista, pero se distancia en su manera de presentarlo. En Rodrigo D. la realidad reveladora permanece en un estado de ambigüedad que el trabajo fílmico no es capaz de resolver —ni lo será, ni lo pretende—, y resiste en una estructura hecha de retazos que, si bien posee un hilo narrativo conductor que nos llevará hasta el desenlace predestinado, se sostiene mucho más en el ritmo caótico de la música punk que en las relaciones de coherencia entre las acciones del relato: “Las escenas son brevísimas, la agilidad de la cámara constante” (Ruffinelli 136). En el caso de La vendedora de rosas, este distanciamiento es incluso más extremo, dialogando otra vez con Los olvidados al incorporar otros estilos y romper así la relación estricta con una corriente en particular. Vimos antes que Buñuel quiso incorporar elementos irracionales e inesperados en ciertas escenas, y que su productor se lo prohibió; sin embargo, pudo insertar otras más enmarcadas en la tradición surrealista, y fundamentadas en el guion, como la inclusión del sueño de Pedro y la visión del Jaibo durante su agonía de muerte. En el caso de La vendedora…, la constante alucinación de niños que pasan gran parte de su tiempo deambulando por las calles y aspirando pegamento (cosa que, por lo demás, efectivamente hacen durante la filmación de las escenas) permite que la cámara se instale también desde una suerte de estado intermedio entre la lucidez y las visiones, dotando a toda la realidad intrafílmica de una característica de ensoñación y pesadilla.

      Así como se ha intentado entender estos filmes por su inscripción en la tradición neorrealista —cuestión no errónea sino imprecisa— se los vincula también a la herencia de lo que se dio en llamar el Nuevo Cine Latinoamericano. Es indudable que el cine de Gaviria comparte con este movimiento un interés por rearticular el lenguaje cinematográfico desde lo propiamente latinoamericano, definido a partir de su situación subalterna. Pero el enfoque que sustentaba al Nuevo Cine, inserto como estuvo en un periodo de declaraciones políticas militantes y de promesas revolucionarias truncadas luego por la violencia y el fracaso, no funciona de la misma manera en una propuesta cinematográfica que, como vimos, renuncia a su función social en cualquier sentido que no sea el contenido en la misma experiencia de realización. No hay denuncia en cuanto a promover la compasión o el compromiso por parte del espectador, ni se espera que el filme modifique la realidad extrafílmica. Es el mismo encuentro con el otro retratado donde se plantea una declaración política; la función social no puede afectar más que al propio discurso y a la manera como se construye.

      En este sentido, como ya di a entender previamente, una de las características de la metodología de trabajo de Gaviria es la de incorporar la participación de los mismos niños y jóvenes retratados en la creación de un guion. No solo la observación del contexto y de sus protagonistas por largos periodos —en los que se desarrolla un gran número de entrevistas y encuentros que luego darán origen a los diálogos usados en los filmes— es vital para dar contenido a sus obras, sino que el proceso mismo va modelando decisiones previamente tomadas, nutriéndose de la experiencia de los infantes y de sus posiciones frente a la estructura que se les propone. Nada está completamente definido de antemano ni pretende ser definido al final de la experiencia, en concordancia con aquella postura descrita por Jáuregui y Suárez en la que se acepta la irreductibilidad del material con que se trabaja. En ello cobra especial relevancia el uso del parlache, lengua hermética de las barriadas, cuyo amplio número de vocablos, así como un especial estilo de pronunciación, lo hace lejano y a veces inentendible para quien no se halle familiarizado con él. La concesión de Gaviria es con los personajes y no con el espectador, en un gesto que prefiere sacrificar la comprensión de un “contenido” habitado por esos signos en lugar de negar la “forma” que los viste, su valor de materialidad significante.

      Ya he dicho que estos filmes escapan a las definiciones, previas o posteriores, y ahí podemos entonces instalar la posición del ojo cinematográfico como niño inocente y fragmentario, abierto a la realidad que se le presenta; propongo ahora un aspecto en el que estos dos filmes sí se sitúan como propuestas definitorias, o al menos como declaraciones cerradas basadas en su propio supuesto narrativo: si ambos filmes pueden inscribirse en la lectura del discurso cinematográfico del “realismo revelador”, el nivel semántico de lo que se presenta mediante esta perspectiva confronta la visión del niño como promesa de futuro. Ambas historias terminan con la muerte y ambas la predicen, no solo en el componente ficcional que estructura la fábula, sino también en cuanto al referente que le dio lugar. La mayor parte de los protagonistas de Rodrigo D. murieron en los años siguientes a su realización, víctimas de la violencia que asolaba entonces la ciudad de Medellín; la niña que inspiró la historia de La vendedora…, y que asumió el rol de asistente de dirección en el filme, fue asesinada antes de terminar el rodaje. La muerte ronda la vida de estos niños sin futuro y ronda también sus ficciones. Muchas cosas no se saben antes de comenzar el proyecto,

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