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       Benito Pérez Galdós

      Tristana

       Novela Romántica

      e-artnow, 2020

       Contacto: [email protected]

      EAN: 4064066058470

      Índice

       Capítulo I

       Capítulo II

       Capítulo III

       Capítulo IV

       Capítulo V

       Capítulo VI

       Capítulo VII

       Capítulo VIII

       Capítulo IX

       Capítulo X

       Capítulo XI

       Capítulo XII

       Capítulo XIII

       Capítulo XIV

       Capítulo XV

       Capítulo XVI

       Capítulo XVII

       Capítulo XVIII

       Capítulo XIX

       Capítulo XX

       Capítulo XXI

       Capítulo XXII

       Capítulo XXIII

       Capítulo XXIV

       Capítulo XXV

       Capítulo XXVI

       Capítulo XXVII

       Capítulo XXVIII

       Capítulo XXIX

      Capítulo I

       Índice

      En el populoso barrio de Chamberí, más cerca del Depósito de Aguas que de Cuatro Caminos, vivía, no ha muchos años, un hidalgo de buena estampa y nombre peregrino, no aposentado en casa solariega, pues por allí no las hubo nunca, sino en plebeyo cuarto de alquiler de los baratitos, con ruidoso vecindario de taberna, merendero, cabrería y estrecho patio interior de habitaciones numeradas. La primera vez que tuve conocimiento de tal personaje y pude observar su catadura militar de antiguo cuño, algo así como una reminiscencia pictórica de los tercios viejos de Flandes, dijéronme que se llamaba don Lope de Sosa, nombre que trasciende al polvo de los teatros ó á romance de los que traen los librillos de retórica; y, en efecto, nombrábanle así algunos amigos maleantes; pero él respondía por don Lope Garrido. Andando el tiempo, supe que la partida de bautismo rezaba don Juan López Garrido, resultando que aquel sonoro don Lope era composición del caballero, como un precioso afeite aplicado a embellecer la personalidad; y tan bien caía en su cara enjuta, de líneas firmes y nobles, tan buen acomodo hacía el nombre con la espigada tiesura del cuerpo, con la nariz de caballete, con su despejada frente y sus ojos vivísimos, con el mostacho entrecano y la perilla corta, tiesa y provocativa, que el sujeto no se podía llamar de otra manera. O había que matarle o decirle don Lope.

      La edad del buen hidalgo, según la cuenta que hacía cuando de esto se trataba, era una cifra tan imposible de averiguar como la hora de un reloj descompuesto, cuyas manecillas se obstinaran en no moverse. Se había plantado en los cuarenta y nueve, como si el terror instintivo de los cincuenta le detuviese en aquel temido lindero del medio siglo; pero ni Dios mismo, con todo su poder, le podía quitar los cincuenta y siete, que no por bien conservados eran menos efectivos. Vestía con toda la pulcritud y esmero que su corta hacienda le permitía, siempre de chistera bien planchada, buena capa en invierno, en todo tiempo guantes obscuros, elegante bastón en verano y trajes más propios de la edad verde que de la madura. Fue don Lope Garrido, dicho sea para hacer boca, gran estratégico en lides de amor, y se preciaba de haber asaltado más torres de virtud y rendido más plazas de honestidad que pelos tenía en la cabeza. Ya gastado y para poco, no podía desmentir la pícara afición, y siempre que tropezaba con mujeres bonitas, o aunque no fueran bonitas, se ponía en facha, y sin mala intención les dirigía miradas expresivas, que más tenían en verdad de paternales que de maliciosas, como si con ellas dijera: «¡De buena habéis escapado, pobrecitas! Agradeced a Dios el no haber nacido veinte años antes. Precaveos contra los que hoy sean lo que yo fui, aunque, si me apuran, me atreveré a decir que no hay en estos tiempos quien me iguale. Ya no salen jóvenes, ni menos galanes, ni hombres que sepan su obligación al lado de una buena moza.»

      Sin ninguna ocupación profesional, el buen don Lope, que había gozado en mejores tiempos de una regular fortuna, y no poseía ya más que un usufructo en la provincia de Toledo, cobrado a tirones y con mermas lastimosas, se pasaba la vida en ociosas y placenteras tertulias de casino, consagrando también metódicamente algunos ratos a visitas de amigos, a trincas de café y a otros centros, o más bien rincones, de esparcimiento, que no hay para qué nombrar ahora. Vivía en lugar tan excéntrico por la sola razón de la baratura de las casas, que aun con la gabela del tranvía, salen por muy poco en aquella zona, amén del despejo, de la ventilación y de los horizontes risueños que allí se disfrutan. No era ya Garrido trasnochador; se ponía en planta a punto de las ocho, y en afeitarse y acicalarse, pues cuidaba de su persona con esmero y lentitudes de hombre de mundo, se pasaban dos horitas. A la calle hasta la una, hora infalible del almuerzo frugal. Después de éste, calle otra vez, hasta la comida, entre siete y ocho, no menos sobria que el almuerzo, algunos días con escaseces no bien disimuladas por las artes de cocina más elementales. Lo que principalmente debe hacerse constar es que si don Lope era todo afabilidad y cortesía fuera de casa y en las tertulias cafeteriles o casinescas a que concurría, en su domicilio sabía hermanar las palabras atentas y familiares con la autoridad de amo indiscutible.

      Con él vivían dos mujeres, criada la una, señorita en el nombre la otra, confundiéndose ambas en la cocina y en los rudos menesteres

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