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que yo estaba cabizbaja y me dio unas palmaditas en el hombro:

      —No te desanimes, Byx.

      —No estoy desanimada, sino preocupada por todos vosotros, que os arriesgáis tanto por mí —expliqué.

      —¡No, Byx! —exclamó Tobble—. Esto ya va mucho más allá de ti. Empezó como algo relacionado contigo, sí, pero ahora sabemos lo importante que es encontrar más dairnes.

      Sonreí y le acaricié el pelaje.

      —Tal vez estamos desempeñando un papel importante en el destino del mundo —dije. Era broma, pero Tobble asintió, severo.

      —Sí —contestó—. Yo creo que Hanadru, la gran artista que vive en las nubes y dibuja el destino de todos en su gigantesco caballete...

      —¿En serio, Tobble? —preguntó Kharu. Su voz no sonaba burlona, pero era evidente que consideraba todo el asunto una verdadera tontería.

      —Puede ser que no creas en Hanadru —dijo Tobble con cierta dignidad—, pero ella es uno de los espíritus puros de mi especie.

      —Yo no creo en el destino, sea en las manos de una diosa llamada Hanadru o de cualquier otro —opinó Renzo—. El destino es para gente que no se atreve a tomar las riendas de su propia vida.

      Kharu miró al norte. Tendió la mano, y le ofrecí el cerca-lejos.

      Con cuidado revisó todo el horizonte de izquierda a derecha. Se tomó su tiempo, y nadie pronunció ni una palabra. Al final, exclamó:

      —Ésta es mi recomendación. Seguimos hacia el norte porque, en este punto y lugar, no hay otra dirección posible —le regaló una sonrisa amable a Tobble—. Y ojalá que tu Hanadru trace nuestro camino con un pincel optimista.

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      12

      Vallino

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      Hanadru fue benévola.

      La tierra alrededor de la base del volcán era amplia y abierta. Había granjas pequeñas y aldeas por toda la zona, pero pudimos atravesarla por los campos nevados sin que nadie pareciera percibirnos.

      —¿Cómo se toman los wobbyks el frío? —le pregunté a Tobble mientras andábamos.

      Él se encogió de hombros.

      —Somos gente de mar —respondió—. He visto una buena cuota de témpanos al norte del mar de Tara. La nieve no me molesta mucho.

      —¿Y tú, Gambler?

      —Al igual que todos los felivets, grandes o pequeños, prefiero el calor —contestó con la voz ronca, que siempre parecía estar a medio camino entre el susurro y el gruñido.

      Sonreí. ¿Cuántas veces había visto a Gambler tendido bajo un rayo de sol, con los ojos entrecerrados de manera que apenas quedaba visible una ranura de azul pálido, y su larga cola meneándose a un lado y otro como una serpiente negra?

      —Pero somos criaturas adaptables —continuó—. Nuestro pelaje es denso, nuestras patas fuertes. No voy a tener problemas. —Me miró—. Claro, mi piel no se puede comparar con la de Byx.

      Era verdad. Otra de las cosas que distinguía a los dairnes de los perros era nuestro envidiable pelaje sedoso: increíblemente confortable cuando el clima era frío, notablemente fresco en el intenso calor.

      —Se me están congelando los dedos de los pies —se quejó Renzo con tono divertido—. Echo de menos a los caballos. —Y tan pronto como pronunció esas palabras se dio una palmada en la frente—. Kharu, lo siento... Yo... —se disculpó.

      Ella hizo un gesto con la mano para desechar la disculpa, como si fuera una mosca insistente.

      —Todos echamos de menos a los caballos. Especialmente a Vallino, pero teníamos que venderlos. No había manera de que pudieran recorrer el terreno tan escarpado de Dreylanda. No había manera.

      Mi relación con Vallino, el caballo de Kharu, había tenido un comienzo poco afortunado, pues me llevaba atada y cautiva sobre su lomo. Durante un tiempo supuse que los caballos no eran más que “carretas con cola”, como decía Gambler.

      Pero cuando una vez me vi al borde de la muerte, fueron la velocidad y la astucia de Vallino las que me permitieron seguir con vida. Le debía mi vida. Y sabía que Kharu también se sentía así.

      —Sin embargo —dije—, preferiría que no hubieras tenido que hacer ese sacrificio.

      —Todos estamos haciendo sacrificios —dijo Kharu—. Y haremos muchos más antes de que esto llegue a buen fin.

      Kharu había vendido dos de nuestros caballos a una partida de cazadores cerca de la frontera con Dreylanda. Estábamos todos de acuerdo en que el camino que nos esperaba no era adecuado ni siquiera para el caballo más ágil. Pero había conservado a Vallino, tras afirmar que ella sabría cuándo iba a encontrar a la persona capaz de cuidarlo adecuadamente.

      No era común ver un caballo en esos parajes, sino robustas bestias de carga como yariks montañeses, y menos aún uno de la calidad de Vallino. Pero a pesar de una oferta tras otra, Kharu seguía haciendo caso omiso de todas. Renzo me había comentado, en secreto, que temía que Kharu no tuviera la fuerza suficiente para despedirse de su adorado caballo.

      Esa misma tarde nos cruzamos con una chica que tenía la cara colorada por el frío. A juzgar por su estatura, me pareció que era un poco menor que Kharu. Pero como yo no había pasado mucho tiempo entre humanos, no estaba del todo segura.

      Nos encontrábamos cerca de una aldea pequeña, así que yo iba andando sobre mis cuatro patas, fingiendo ser un perro, cosa que no es uno de mis pasatiempos preferidos, pero a veces uno tiene que aguantarse. Si algo llevara a que la gente me identificara como dairne, eso podría significar mi captura o mi muerte.

      —¡Qué bonito caballo! —dijo la chica, acercándose a Vallino. Se sacó con los dientes el mitón gris y raído de una mano—. ¿Puedo?

      Kharu asintió. La chica lo rascó cariñosamente justo debajo de la oreja derecha, su lugar favorito.

      —Es un trotón ravenno, ¿cierto?

      —Sabes de caballos.

      —Ojalá supiera más. No había visto uno tan bonito desde que vi una manada numerosa en las llanuras de Nedarra.

      —¿Y qué tal está la caza en esta región? —preguntó Kharu, señalando con un gesto de la cabeza al arco y las flechas que la chica llevaba a la espalda. Se parecían a los que había visto utilizar con gran destreza a la propia Kharu.

      Con gran destreza contra mí, de hecho.

      —Hemos visto mejores tiempos —le contestó la chica a Kharu con una sonrisa tímida—. Aunque también debo decir que hemos tenido peores.

      —¿Y la nieve? —preguntó Renzo—. ¿Cómo está la nieve más allá de la sierra de Noordham?

      —Hay mucha más nieve que la normal para esta época del año. —La chica metió la mano en una bolsa de cuero medio desgarrada—. Le gusta el azúcar, ¿verdad?

      —¿A Renzo? —preguntó Kharu, señalándolo—. Es capaz de comer cualquier cosa, y más.

      La chica rio.

      —Me refería al caballo.

      —Se llama Vallino —contestó—. Le gusta todo lo que sea dulce.

      —Tengo este terrón. Lo estaba guardando para un momento especial. —Le ofreció a Vallino en la palma de su mano un terroncito de azúcar algo deshecho, y éste se lo tragó con evidente entusiasmo.

      —¡Qué amable! —dijo Kharu.

      —Me

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