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serpiente —dijo Candy—. De ninguna manera, ella es nuestra amiga.

      —No mataré al mundo ni tampoco a la mujer rechoncha. ¿Entonces a quién?

      —A la que está al otro lado del aire —dijo Candy.

      —¿Por qué ella?

      —Porque es una manzana podrida —dijo Candy—. Confía en mí. Se llama Boa, princesa Boa.

      —Oh, espera un segundo —dijo la serpiente—. ¿Es de la realeza? No. No, no. Una tiene sus límites. ¡Es una de los míos!

      —¡Mírala! No es ninguna serpiente.

      —No me importa.

      —¡Estabas dispuesta a matar al mundo por mí hace un instante!

      —Al mundo sí. ¿A ella? No.

      La señora Munn no había escuchado ni una sola palabra de esto. Había estado ocupada utilizando sus fuerzas (mentales, físicas y mágicas) para evitar que la última placa de aire, que ya estaba bastante rasgada, se rompiera por completo.

      Candy temía que estuviera a punto de perder esa batalla. El poder de Boa era ahora tan formidable que, a pesar de todos los años de hacer encantamientos, la hechicera se estaba quedando sin energías para luchar contra ella. Debido a la desesperación, había buscado fuerzas incluso en su alma, pero ni siquiera eso había bastado. Su combustible se había quemado casi por completo en unos segundos. Cuando se terminara, su vida también lo haría.

      —Lo lamento, Candy… —El estruendo que emitían las fuerzas de Boa al golpear la última placa de aire casi la ahogaron. Cogió una bocanada de aire y volvió a intentarlo de nuevo una última vez—. No puedo contenerla. He utilizado todo lo que tengo. No queda vida dentro de mí.

      —¡No! Señora Munn, no puedes morir. Quítate de en medio.

      —Si me muevo, todo habrá terminado —dijo—. Boa lo atravesará y las dos nos pondremos a vomitar.

      —¿Sabes qué? —dijo Candy—. Deja que venga. No le tengo miedo. Tengo una serpiente asesina aquí a mi lado.

      —No contéis conmigo —dijo la serpiente.

      A Candy no le sobraba ni el tiempo ni el ánimo para ponerse a razonar. Alzó a la serpiente, que seguía enrollada en su brazo.

      —Ahora escúchame bien, gusano pretencioso y narcisista con la cabeza vacía…

      —¿Gusano? ¿Me habéis llamado gusano?

      —¡Cállate, te estoy hablando! Existes porque yo te he creado y puedo hacerte desaparecer con la misma facilidad. —No tenía ni idea de si realmente sería verdad, pero, dado que había hecho aparecer a la serpiente, era una suposición razonable.

      —¡No os atreveríais! —dijo la serpiente.

      —¿A qué? —dijo Candy sin ni siquiera mirarle.

      —A hacerme desaparecer.

      Ahora sí que la miró.

      —¿De veras? ¿Es eso una petición?

      —No. ¡No!

      —¿Estás segura?

      —Estáis loca.

      —Oh, pues todavía no has visto nada.

      —Y no quiero verlo, muchas gracias.

      —En ese caso, haz lo que te digo.

      Se encontró con los ojos negros, pequeños y brillantes de la serpiente y le sostuvo la mirada. Durante un instante. Y otro. Y otro.

      —¡Está bien! —dijo al fin la serpiente apartando la mirada—. ¡Ganáis vos! No se puede razonar con los locos.

      —Buena elección.

      —La morderé, pero después me dejaréis marchar.

      Antes de que Candy pudiera responder, Boa emitió un aullido que se dejó de escuchar unos segundos después, al verse anulado por el estruendo que hizo la última placa de aire al romperse. La explosión de energía chocó contra Laguna Munn, que protegió a Candy y a la serpiente de la peor parte de su fuerza. A ella, sin embargo, la levantó a pesar de su corpulencia y la lanzó como una muñeca de paja a la oscuridad de entre los árboles.

      La respuesta inmediata de la serpiente fue soltarse de la sujeción de Candy; toda la musculatura de su cuerpo se retorció por el pánico.

      —Lo lamento de veras. Debo marcharme, mirad qué hora es.

      —Buen intento, gusano —dijo Candy mientras alargaba el brazo y la agarraba por alguna parte del cuerpo que, supuso, estaba cerca de la cabeza. Se mostraba reticente a tener que abrir mucho los ojos para comprobar dónde había caído por si, al echar una ojeada por breve que fuera, le ofrecían una muestra letal de Boa y sus Sepulcrados.

      Por otro lado, no podría utilizar la serpiente contra Boa a no ser que supiera dónde estaba su enemiga.

      De pronto los giros y vueltas frenéticos de la serpiente pararon y, aprovechando la oportunidad que le brindaba aquella pasividad, Candy deslizó la mano hacia el principio de su cuerpo. Había visto cómo trabajaban los cuidadores de serpientes: agarraban al animal justo por detrás de la cabeza y lo sostenían con todas sus fuerzas para que no pudiera darse la vuelta y morderlos.

      Pero la serpiente de Candy no mostraba ninguna intención aparente de hacer eso. No se movía en absoluto. De hecho, la razón por la que se había quedado inmóvil de repente estaba justo a pocos centímetros del principio de su cuerpo. Un pie descalzo aplastaba la cabeza de la serpiente.

      —Bueno… —dijo Boa—. Creo que ha llegado el momento de que me mires, ¿no crees? Puedo obligarte si quiero.

      Capítulo 18

      El desenlace

      Malingo miraba inmóvil a través de los árboles con la esperanza de captar alguna señal del regreso de Candy, pero hasta entonces no había tenido suerte. Lo que sí había visto era una bandada de diez o doce criaturas aladas que miraban a través de los árboles en la misma dirección que Malingo y que ladraban y chillaban, cotorreando y aullando con las voces de un perro, un cerdo, un mono y una hiena.

      —¿Qué es ese ruido? —dijo Covenantis.

      —Tienes que verlo tú mismo —dijo Malingo. Su vocabulario era demasiado pobre para hacerle justicia a lo que veía.

      —Ahora mismo no puedo mirar —respondió el niño babosa—. Estoy… concentrado en una cosa y no es algo de lo que pueda apartar la atención.

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