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la affectio societatis ha desaparecido, “entendido como desenvolvimiento de su objeto en el marco del contrato societario [ya que] el decurso empresarial exige la exteriorización de la voluntad social para poder cumplir tanto su fin como sus diferentes objetivos” (SAP de Madrid [28] de 26/01/2015 rec. 228/2013, con cita de una STS de 10/06/1999, que no he sido capaz de localizar). La affectio societatis, la intención de cooperar como socios (STS de 21/03/1988 [ponente: Serena Velloso]), implícita en el acto fundacional de la sociedad, o en el simple hecho de ingresar posteriormente en ella, puede decaer después, pero ese decaimiento opera en las sociedades de capital de manera muy distinta a como ocurre en las sociedades de personas. Mientras en estas últimas es posible la disolución por denuncia del socio desafecto, siempre que la sociedad no tenga plazo de duración y no se actúe de mala fe (arts. 1705 CC y 224 CCom, STS de 27/01/1997 rec. 785/1993), en aquellas la desafección ha de buscar normalmente un arreglo individual mediante la salida de la sociedad, opción que no siempre estará disponible, en ausencia de un posible comprador, o de una causa legal/estatutaria de separación. La mera situación de conflicto interno, por muy distorsionante que resulte para el normal funcionamiento de la sociedad, no constituye causa de disolución, siempre que los órganos sociales puedan seguir funcionando, aunque sea con los inconvenientes y obstáculos que provoque un grupo disidente muy ruidoso y combativo. El conflicto está en la esencia de una entidad gobernada por el principio mayoritario y forma parte de su normalidad (“la paralización no se identifica con la posible confrontación de los socios”, SAP de Badajoz [2] de 29/03/2019 rec. 256/2018). Lo contrario dejaría en manos del discrepante la continuidad de la sociedad, y aunque el conflicto hace evidente el fin de la affectio entre los socios, una sociedad de estructura corporativa puede subsistir, siempre que sus órganos funcionen, pues estos órganos solo han de ser expresión de la voluntad mayoritaria de los socios, no de su voluntad unánime, y mientras los órganos funcionen, hay una voluntad común rectora de la sociedad131. Ahora bien, en cuanto los órganos colapsan, la sociedad se transforma en un cuerpo inerte sin voluntad propia.

      Ocurre, sin embargo, que no es tan fácil identificar esa situación de parálisis, pues la ley no se conforma con que los órganos “no funcionen”, sino exige que los órganos “no puedan funcionar” (SAP de Madrid [28] de 18/01/2018 rec. 117/2016, “no basta con que el órgano no haya funcionado, sino que se requiere que le sea imposible llegar a funcionar”132). Ha de concurrir un obstáculo grave e insuperable que haga imposible ese funcionamiento, obstáculo que no se identifica siempre con una pésima relación entre los socios133. Tampoco con la simple ausencia de actuaciones orgánicas en el pasado, pues ha de evidenciarse que no las habrá en el futuro, aunque en ese pronóstico la constatación de las causas pretéritas de la parálisis permitirá conjeturar con la evolución futura, siempre que no quepa esperar un cambio en dicho escenario134. En cualquier caso, será necesario valorar todas las circunstancias concurrentes para concluir acerca de ese futurible hipotético135. Por razón de esa realidad compleja y necesariamente sujeta a una valoración circunstanciada, puede ocurrir que no se exija una parálisis completa, en el sentido de ausencia absoluta de acuerdos, pues el juego de los distintos quórums/mayorías puede llevar a que ciertos acuerdos sí sean posibles, en cambio otros no, pero estos últimos se reputen esenciales para esa sociedad, y en ese contexto concreto136. En tal caso, una mayoría insuficiente para tomar esos acuerdos esenciales, pero también para declarar la disolución voluntaria, estaría en condiciones de poner fin a la sociedad, sin necesidad de esperar a que se produzca el colapso objetivo de la misma por la imposibilidad de conseguir el fin social. Incluso, sin necesidad de mayoría alguna, pues, al tratarse de una causa legal, cualquier interesado la puede instar del juez en contra de los demás socios -o de todos ellos, si el interesado no es socio-.

      Conviene insistir en esa idea para evitar la confusión con otras causas de disolución, como el cese en el ejercicio de la actividad, que puede ser una consecuencia de la parálisis, pero ahora no es presupuesto de la misma, y especialmente con aquella de la que históricamente procede referida a la imposibilidad de conseguir el fin social. Por eso, aunque pueda servir como argumento adicional, la oposición a esta causa de disolución no puede basarse únicamente en que la empresa funciona y marcha bien, es decir, en que se cumple el fin social (SAP de Álava [1] de 28/12/2007 rec. 208/2007). Igualmente, desde la perspectiva de quien insta la disolución, una argumentación promiscua donde se mezcle la paralización de los órganos con la imposible consecución del fin social, puede acabar provocando problemas de fundamentación y de congruencia (la antes citada SAP de Santa Cruz de Tenerife [4] de 21/12/2017 rec. 394/2017)

      Ahora bien, el fracaso de la JG para superar una situación objetiva de parálisis del otro órgano social, incide directamente sobre la valoración de la imposibilidad de la misma JG para seguir funcionando. Como veremos en IV/20, los tribunales se muestran muy rigurosos al exigir -como regla- que la paralización sea permanente e insuperable, de forma que no puede reputarse causa de disolución una paralización transitoria y vencible. Pero este criterio se debe atemperar cuando la intervención arbitral de la JG resulta imprescindible para superar una situación de bloqueo que aqueja al otro órgano social, pues, aunque la JG sea capaz de adoptar otro tipo de acuerdos, si encalla en esta intervención concreta la consecuencia es el letargo del

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