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lo acredite como misionero, una ceremonia especial en la que se le encomiende a la misión o un entrenamiento formal en un centro de capacitación misionera transcultural. La credencial es su propia vida transformada por el poder de Dios y el motor para la misión es el fuego del Espíritu, quien moviliza toda su vida en adoración y gozo permanente. Y, por eso mismo, incansablemente hace uso de la palabra —uno de los bienes que los poderosos no le han robado ni secuestrado— para que otros escuchen lo que ha visto y oído (Hch 4.20). En el servicio al Dios de la vida que le ha dado una nueva vida, su teología se va articulando, su testimonio cruza todas las fronteras misioneras, y en su diaria confrontación con las fuerzas de la muerte, su compromiso se va galvanizando.

      El discípulo pentecostal ya no es una «piltrafa humana», un simple «dato estadístico» sobre los índices de pobreza, parte de la «basura social» que el mercado expectora cada cierto tiempo, ni una «pieza desechable» de la sociedad de consumo. Ahora es un hijo de Dios que ha experimentado el poder de Dios actuando en la historia. Es un misionero que tiene un mensaje urgente que comunicar. Mensaje en el que se proclama que en Jesús de Nazaret, Dios está transformando todas las cosas y que, por eso mismo, ese mensaje les resulta incómodo a los acomodados de este mundo.

      ¿Cuánto de lo señalado sigue siendo cierto en la experiencia de los discípulos pentecostales de este tiempo? ¿La seducción que ejerce la sociedad de consumo y las ofertas religiosas de aquellos que pregonan el fin de las denominaciones, no estará generando patrones de conducta individual y colectiva ajenos a la enseñanza bíblica, y distantes de su herencia teológica específica? ¿Qué discurso religioso están consumiendo los miembros de las iglesias pentecostales y qué literatura está informando o formando —y quizás deformando— su mentalidad y su testimonio?

      La teología pentecostal forjada en situaciones históricas críticas, con el culto como su laboratorio y como su piso común, parece que necesita una urgente «reingeniería» para que su herencia no se pierda y para que los jóvenes y los niños no dejen de profetizar bajo el impulso del Espíritu, perdiendo así su condición de contracultura que alborota la polis o ciudad y que transtorna la oikumene o la tierra habitada, hasta que el Rey de reyes y Señor de señores retorne con poder y con gloria. Pero, ¿será posible preservar esa herencia en un contexto histórico en el que la moderna religión de consumo con los «malls» como sus catedrales, las «fast food places» como sus templos, las «bank account» como rito de iniciación, las «credit card» como certificado de membresía, las «cabinas de internet» como lugares oración y los «gyms» como centros para la práctica de la disciplinas espirituales, parece estar imponiéndose en el mundo?

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      Capítulo 4

      La ética pentecostal

      Con frecuencia se ha señalado que el rigorismo ha sido el piso sobre el que se construyó el edificio de su ética. Ese rigorismo, así se subraya, limitó la santidad a la indumentaria y a la estética de las mujeres, y el testimonio público a un conjunto de prohibiciones, castrando así la conciencia social y política de los creyentes y pulverizando todo intento de participación en la vida pública.

      Puede ser cierto que en muchos casos ese rigorismo ético produjo creyentes enajenados de su entorno histórico y una suerte de «idiotas útiles» que legitimaron y sacralizaron regímenes opresivos en distintos contextos históricos. Sin embargo, puede ser cierto también que ese rigorismo ético, separando los prejuicios que pueden haber estado detrás de esa propuesta, apuntaba a delimitar claramente la frontera entre el estilo de vida mundano y el estilo de vida del reino de Dios. Y que, más allá de los prejuicios que resultaron en una separación del mundo que los convirtió en una suerte de «refugio de las masas» o en «extraños» en su propia tierra, indiferentes a los problemas sociales y políticos de su entorno de misión, fue una forma de protesta contra una permisividad mal entendida que desdecía la doctrina bíblica de la santidad y que confundía la santidad con el relajo moral.

      ¿Dónde se elabora o se articula la ética básica que tienen que informar, formar y transformar la conducta de los creyentes y el testimonio público de la comunidad pentecostal? Una primera explicación está en la relación cara a cara de los creyentes que mutuamente se pastorean o cuidan, se enseñan y comparten lo que Dios está haciendo en su vida. La otra explicación está en el culto, el cual es el espacio común en el que se transmiten los contenidos de la fe y se explica la relación que esos contenidos tienen con el camino de cada día.

      El culto se constituye, entonces, en una suerte de espacio de aprendizaje y de laboratorio común en el cual se forja y se modela la conducta que se espera que el discípulo tenga en cada lugar en el que él camina como ser humano de carne y hueso. Y se trata de un espacio en el cual, más que enseñarle un manual de prohibiciones, se le enseña a sentir, pensar y actuar bíblicamente en todo tiempo, para que ya no sean unos despistados sociales, unos ingenuos en los asuntos políticos o una masa de maniobra que el sistema aplaude porque valida con su silencio, su pasividad, su tolerancia y su indiferencia, el engranaje del poder de los señores temporales.

      Lo mismo se puede afirmar con respecto a la presencia cada vez más visible de mujeres pentecostales que insertadas en los movimientos sociales luchan día a día, junto con otras mujeres, contra la pobreza y la falta de oportunidades en una sociedad estamental que ha condenado a los pobres al basural de la historia. Estas experiencias indican que ya no se puede sostener que todos los pentecostales son partidarios de una «huelga social» o que estas iglesias son simplemente espacios de desmovilización social, ya que actualmente existe un número mayor de creyentes y de iglesias cuya comprensión de la ética incluye la dimensión pública de esta, no como un mero apéndice a un recetario de doctrinas asépticas, sino como un estilo de vida que se expresa en acciones concretas de servicio al prójimo, de lucha por la justicia y de defensa de la dignidad humana.

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      Capítulo 5

      El culto pentecostal

      Los cultos pentecostales son fiestas, celebraciones colectivas en las cuales todos los participantes son sujetos activos, actores centrales, y en las que todos los creyentes reciben la gracia de Dios y comparten esa gracia con naturalidad y alegría14. Cuatro son los rasgos distintivos del culto de estas iglesias, los cuales delinean su espiritualidad enraizada en una relación fresca y continua con el Dios de la vida, cuyo poder liberador los ha convertido, no en unos «cualquieritas» o en los «ninguneados» de la sociedad, sino en embajadores de la vida puestos en el mundo para dar testimonio en el poder del Espíritu de la misión liberadora de Jesús a todos los seres humanos.

      Los cuatro rasgos distintivos que dan cuenta

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