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mala pasada! ¡Deben de ser dos magníficas estocadas!

      —Curarás pronto, señor —dijo el médico.

      —Gracias por el augurio. Y bien, Morgan: ¿cómo estamos?

      —La bahía sigue bloqueada.

      —¿Y la guarnición del fuerte?

      —Por el momento se contenta con mirarnos.

      —¿Crees que se puede forzar el bloqueo?

      —¿Esta noche? Las dos fragatas se tendrán en guardia, capitán.

      —¡Oh! ¡De eso estoy seguro!

      —Y están poderosamente armadas. Una posee dieciocho cañones; la otra, catorce.

      —Veinte más que nosotros.

      —Sí, capitán.

      Después de breves minutos de silencio, en que pareció vivamente preocupado, dijo:

      —De todos modos, saldremos al mar. Es necesario partir esta noche adonde no nos veamos amenazados por las fuerzas de mar y tierra.

      —¡Salir! —exclamó Morgan, estupefacto—. Piensa que con tres o cuatro andanadas bien dirigidas, pueden desmantelar nuestra nave y hundirla.

      —Podemos evitar esas bordadas.

      —¿De qué modo, señor?

      —Sí. hay una lancha cañonera anclada junto al islote. Los españoles la abandonaron cuando llegamos nosotros.

      —¿Está armada?

      —Con dos cañones, y es de dos palos.

      —¿Tiene carga?

      —No, capitán.

      —A bordo tenemos materias inflamables, ¿no es cierto?

      —Entonces, da orden de preparar un buen brulote. Si el golpe nos sale bien, veremos arder alguna de las fragatas. ¿Qué hora tenemos?

      —Las diez, capitán —dijo Morgan.

      —Déjenme descansar hasta las dos. A las tres estaré en el puente para mandar la maniobra.

      Morgan, Carmaux y el médico salieron, mientras el Corsario volvía a echarse. Antes de cerrar los ojos buscó a la joven india y la vio acurrucada en un rincón.

      —¿Qué haces, muchacha? —le preguntó dulcemente.

      —Velar por ti, señor.

      —Échate en uno de esos sofás y trata de reposar. Dentro de algunas horas lloverán aquí balas y granadas, y el resplandor de los fogonazos cegará tus ojos. Duerme, buena niña, y sueña con tu venganza.

      —¡Gracias, señor! ¡Mi alma y mi sangre te pertenecen!

      El Corsario sonrió, y volviéndose a un lado cerró los ojos. Mientras el herido descansaba, Morgan había subido al puente para preparar el terrible golpe de audacia que había de dar a los filibusteros la libertad o la muerte.

      Aquel hombre, que gozaba de la entera confianza del Corsario, era uno de los más intrépidos lobos de mar con que entonces contaba la filibustería, un hombre que más tarde debía hacerse el más célebre de todos con la famosa expedición del Panamá y con la no menos audaz de Maracaibo y Puerto Cabello. Era de menor estatura que el Corsario Negro; pero, en cambio, era membrudo y estaba dotado de una fuerza excepcional y de un golpe de vista de águila.

      Ya había dado muchas pruebas de valor bajo las órdenes de filibusteros célebres como Montbar, llamado el Exterminador; Miguel el Vasco, el Olonés y el Corsario Verde, hermano del Negro, y por eso gozaba una confianza extrema hasta entre los marineros del Rayo, que ya habían podido apreciar su inteligencia y su coraje en gran número de abordajes.

      Apenas estuvo sobre cubierta ordenó a un destacamento de marineros que se apoderasen de la lancha cañonera designada para servir de brulote y conducirla junto al Rayo. No se trataba, en verdad, de una lancha propiamente dicha, sino de una carabela destinada al cabotaje, ya muy vieja y casi impotente para sostener la lucha con las aguas del golfo de México. Como todas las naves de su clase, tenía dos altísimos palos de velas cuadradas, y el castillo de proa y el casco muy elevados; así que de noche se podía muy bien confundirla con un barco de mayor porte, y hasta con el Rayo mismo.

      Su propietario, ante la aparición de los filibusteros, la había hecho desocupar por temor a que su cargamento cayese en manos de los rapaces corsarios; pero a bordo había quedado aún una notable cantidad de troncos de árbol de campeche, madera usada para fabricar cierto tinte muy apreciado entonces.

      —Estos leños nos servirán a las mil maravillas —había dicho Morgan cuando saltó a bordo de la carabela.

      Llamó a Carmaux y al contramaestre, y les dio algunas órdenes, añadiendo:

      —Sobre todo, háganlo pronto y bien. La ilusión ha de ser completa.

      —Déjanos hacer —había contestado Carmaux—. No faltarán ni los cañones.

      Un momento después, treinta hombres bajaban al puente de la carabela, ya amarrada a estribor del Rayo. Bajo la dirección de Carmaux y del contramaestre se pusieron rápidamente a la obra para transformar aquel viejo armatoste en un gran brulote.

      Ante todo, con troncos de campeche alzaron junto al timón una fuerte barricada para cubrir al piloto; luego, con otros aserrados convenientemente, improvisaron unos fantoches que colocaron a lo largo de las bordas como hombres prontos a lanzarse al abordaje, y cañones que colocaron en el castillo de proa y en el casco. Se comprende que aquellas piezas de artillería solo debían servir para asustar, puesto que eran troncos apoyados en el suelo.

      Hecho esto, los marineros amontonaron en las escotillas algunos barriles de pólvora, pez, alquitrán, esparto y una cincuentena de granadas esparcidas por popa y proa, bañando además con resina y alcohol los sitios fáciles de prender fuego rápidamente.

      —¡Por Baco! —exclamó Carmaux frotándose las manos—. ¡Este brulote va a arder como un tronco de pino seco!

      —¡Es un polvorín flotante! —dijo Wan Stiller, que no se separaba de su amigo ni un instante.

      —Ahora plantemos antorchas en las bordas y encendamos los faroles de señales.

      —¡Y despleguemos a popa el estandarte de los señores de Valpenta y Ventimiglia! ¿Crees tú que las fragatas caerán en el lazo?

      —Estoy seguro —repuso Carmaux—. Verás cómo tratan de abordarlo.

      —¿Quién gobernará el brulote?

      —Nosotros, con tres o cuatro camaradas.

      —Es un buen peligro, Carmaux. Las dos fragatas nos cubrirán de fuego y de hierro.

      —Estaremos ocultos tras la barricada. Bastará que dejen una antorcha para prender fuego a este amasijo de materias inflamables.

      —¿Han terminado? —preguntó en aquel momento Morgan desde el Rayo.

      —Todo está dispuesto —repuso Carmaux.

      —Y son las tres.

      —Haz embarcar a nuestros hombres, lugarteniente.

      —¿Y tú?

      —Reclamo el honor de dirigir el brulote. Déjame a Wan Stiller, Moko y otros cuatro hombres.

      —Estén prontos a izar las velas; el viento sopla de tierra, y los llevará sobre las dos fragatas.

      —No espero más que tus órdenes para cortar las amarras.

      Cuando Morgan subió al puente del Rayo, el Corsario Negro

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