Скачать книгу

DIECIOCHO

       CAPÍTULO DIECINUEVE

       CAPÍTULO VEINTE

       CAPÍTULO VEINTIUNO

       CAPÍTULO VEINTIDÓS

       CAPÍTULO VEINTITRÉS

       CAPÍTULO VEINTICUATRO

       CAPÍTULO VEINTICINCO

       CAPÍTULO VEINTISÉIS

       CAPÍTULO VEINTISIETE

      PRÓLOGO

      La mayoría de los días, Karen Hopkins disfrutaba trabajar desde casa. Se mantenía ocupada, lo que era bueno pues su pequeño negocio de optimización para web, que se suponía solo iba a ser una actividad secundaria, de alguna manera se había ido convirtiendo en un asunto de tiempo completo —un asunto de tiempo completo que iba a ayudarles a ella y a Gerald, su esposo, a retirarse en dos o tres años. Pero había días en los cuales los clientes eran tan necios que casi anhelaba los años en los que había estado subordinada a otro. La habilidad para pasarle los clientes problemáticos a alguien más alto en la cadena le habría beneficiado muchísimo.

      Contemplaba un correo-e, preguntándose cómo podía responder a la tonta pregunta de su cliente con una respuesta que no la hiciera sonar grosera. Tenía una de sus listas de música clásica sonando en Spotify —pero no las del tipo con múltiples cuerdas que ahogaban los acordes del piano. No, ella prefería solo el piano. En ese momento, intentaba disfrutar de la Gimnopedia No. 1 de Erik Satie.

      La palabra clave era intentaba. La distraía el correo-e y las preguntas del hombre que estaba en la sala de estar. Esta se hallaba separada de su oficina por una simple pared, lo que significaba que siempre que el hombre tenía una pregunta, prácticamente tenía que gritarle. Era amistoso, pero vaya por Dios, empezaba a arrepentirse de haberlo llamado.

      —La alfombra que tiene aquí es fabulosa —dijo, con una voz que taladraba la pared, a Erik Satie, y sus propias reflexiones con respecto a este condenado correo-e—. ¿Es oriental?

      —Eso creo —dijo Karen, voceando por encima de su hombro. Estaba de espaldas al pasillo y a la sala de estar que estaba más allá, lo que la forzaba a hablar en voz más bien alta.

      Intentó sonar educada… alegre, incluso. Pero era difícil. La distraía demasiado. Y este correo era importante. Era de un cliente que acudía de nuevo a ellos, dispuesto a traer aún más trabajo para los siguientes meses, solo que las personas que llevaban su negocio aparentemente eran idiotas.

      Comenzó a teclear su respuesta, seleccionando cada palabra cuidadosamente. Era difícil sonar profesional y razonable cuando estabas irritada y cuestionabas la inteligencia de la persona a la que estabas escribiendo. Ella sabía esto muy bien, considerando que tenía que soportarlo varias veces al mes.

      Contó cuatro segundos antes de que el hombre en la sala llamara de nuevo. Karen se encogió, deseando no haberlo llamado. El momento era totalmente inadecuado. ¿Qué diablos había estado pensando? Este asunto podía esperar hasta el fin de semana, en verdad.

      —Estoy viendo las fotos de sus hijos sobre el mantel. ¿Cuántos son? ¿Tres?

      —Sí.

      —¿Qué edades tienen?

      Tuvo que morderse el labio para no contestarle mal al hombre. Era importante mantener las apariencias. Además, nunca se sabía cuándo tendría que llamarlo de nuevo.

      —Oh, ya crecieron. Veinte, veintitrés, y veintisiete.

      —Un bello trío de muchachos, sin duda —replicó él. Entonces calló. Ella le escuchó moviéndose por la sala de estar, mientras tarareaba un sonsonete. Le tomó a Karen un momento darse cuenta que estaba tarareando la música de su despacho, que era ahora otra pieza de Satie. Puso los ojos en blanco, deseando en verdad que se quedara callado. Cierto, ella lo había llamado para que realizara un servicio pero ya la estaba irritando. ¿Acaso la mayoría de los técnicos no venían, trabajaban en silencio, y se iban felices con su paga? ¿Cuál era el problema con este sujeto?

      —Gracias —logró decir, sin que le gustara la idea de que viera las fotos de sus hijos.

      Bajó la cabeza y regresó al correo. Por supuesto, fue inútil. Aparentemente, su visitante estaba empeñado en tener una conversación a través de la pared.

      —¿Ellos viven por aquí? —preguntó.

      —No —dijo ella. Fue breve y cortante esta vez, hasta el extremo de voltear la cabeza a la derecha para que quizás pudiera notar la irritación en su voz. No iba a darle las ubicaciones de cada uno de sus hijos. Solo Dios sabía qué clase de preguntas podían salir de eso.

      —Ya veo —dijo.

      Si no hubiera estado tan preocupada con el correo que tenía delante, podría haber reconocido el inquietante silencio que siguió a la pregunta. Era un silencio preñado de lo que podía venir a continuación.

      —¿Espera hoy visitas?

      No estaba segura de por qué, pero algo en esa pregunta encendió el miedo en ella. Era raro que una pregunta así la hiciera un extraño, particularmente uno que había contratado para un servicio. Y... ¿había escuchado un tono distinto en su voz al hacer esa pregunta?

      Preocupada ahora, dejó la portátil. Parecía que algo pasaba con él. Y ahora ella no estaba simplemente irritada con sus preguntas, también se estaba asustando.

      —Tengo unas amigas que vienen más tarde a tomar café —mintió—. No estoy segura de cuándo, sin embargo. La mayoría de las veces simplemente se dejan caer cuando quieren.

      Para esto no hubo respuesta y le infundió más miedo que ninguna otra cosa. Lentamente, Karen rodó su silla hacia atrás y se levantó. Caminó hasta la entrada que conectaba su despacho con la sala de estar. Se asomó al interior para ver qué estaba haciendo.

      No estaba allí. Las herramientas de su oficio todavía estaban allí, pero a él no se le veía por ningún lado.

      Llama a la policía…

      El pensamiento pasó como saeta por su mente y lo acogió como un buen consejo. Pero también sabía que tenía tendencia a sobredimensionar las cosas. Quizás el hombre había ido hasta su camioneta o algo parecido.

      No creo, pensó. ¿Escuchaste el sonido de la puerta al abrir y cerrar? Además, ha estado muy conversador desde el principio. Te hubiera dicho que iba a salir…

      Se paralizó a unos pasos de la sala de estar. —Oiga —dijo, su voz temblaba un poco—, ¿adónde se ha ido?

      No hubo respuesta.

      Algo está mal, gritó la voz en su cabeza. ¡Llama a la policía ya!

      Con el terror expandiéndose en su interior, Karen retrocedió, apartándose lentamente de la sala de estar. Comenzó a volverse hacia la oficina donde se hallaba su celular, colocado sobre su escritorio.

      Al volverse, chocó con algo duro. Apenas tuvo chance de percibir el olor a sudor.

      Fue entonces cuando algo rodeó su cuello, apretando con fuerza.

      Karen Hopkins luchó, forcejeando contra lo que rodeaba su cuello, fuese lo que fuese. Pero mientras más luchaba, más apretado lo sentía. Era áspero, cortante y se iba enterrando a medida que se resistía.

Скачать книгу