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que más me agradaban: la “ciudad antigua”, un idílico rincón del emplazamiento original de la ciudad, que databa del siglo IX; el puente Carlos, de más de quinientos metros de longitud, construido en 1357 y custodiado por dos enormes torres adornadas con estatuas; y el majestuoso río Moldava, el más extenso del país, cruzado por doce puentes famosos.

      También contemplé otras cosas. A medida que el antiguo tranvía se arrastraba por las calles y junto al río de aguas verdes, observé que, en cada edificio importante y en cada tienda, había flamantes banderas rojas con un círculo blanco y la cruz gamada. Las aceras estaban atestadas de soldados alemanes, oficiales, hombres de la SS... La checa “Praha” se había convertido en “Prag”, y la ciudad había cambiado sus tradiciones centenarias para agradar a sus conquistadores.

      Al fin llegué a mi escuela, aunque no se parecía a una escuela. La puerta daba a un pequeño parque, hermosamente ornamentado con fuentes y esculturas. Enormes árboles bordeaban los senderos y el camino hacia el edificio principal. El edificio de la escuela propiamente dicha era una mansión de piedra blanca. Amplias puertas de madera tallada a mano y ventanas angostas y altas le daban el aspecto de un castillo de cuentos de fantasía. Temí despertar y encontrarme en mi cama de paja, frotándome los ojos y chasqueada porque todo esto había sido solo un sueño.

      Luego de que me tomaran los datos y me dieran la bienvenida, di con mi cama y mi spined, como llamábamos a los roperos. Conocí a algunas de mis compañeras. Por la noche, toda cohibida y vergonzosa, me senté muy quieta en el lujoso comedor donde habríamos de recibir tres comidas sencillas al día. Supe que la mansión había sido de un judío inmensamente rico, a quien las autoridades se la habían confiscado. No me agradó la explicación; pero, como lo novedoso me rodeaba, pronto me olvidé del asunto. Trataría de entenderlo más tarde.

      Antes de mucho, me hallaba perfectamente adaptada a mi nuevo estilo de vida y, con gran entusiasmo, me preparé para las nuevas oportunidades que se me ofrecían. Superé la timidez y pronto estuve familiarizada con el grupo, lista para el liderazgo y para competir con las mejores de mi clase. Estudié esforzadamente, aprendí a obedecer y a saludar con toda sumisión, y al poco tiempo fui objeto de reconocimiento, tanto de parte de los estudiantes como de los profesores. Podía olvidarme de que había sido una huérfana dependiente de la caridad de un pobre hogar adoptivo; me sentía aceptada y necesaria.

      Cada día, los recuerdos de mi niñez se desteñían un poco más. Me parecía que nunca había vivido otra vida que la que llevaba en mi nueva escuela. Mi madre era algo muy distante y casi irreal.

      ¡Cómo amaba a mi escuela! Los profesores hacían que las asignaturas cobrasen vida. Estudiar Historia era fascinante. Gente que hacía mucho tiempo había dejado de existir ahora saltaba de las páginas de mi libro y revivía para mí. Se convertían en mis amigos o enemigos; procedían con orgullo, con heroísmo o cobardemente; amaban, luchaban, sufrían y morían. Mi inquieta imaginación vivía y actuaba con ellos, mientras mi corazón aprendía un nuevo tema: Adolfo Hitler y el Tercer Reich. Los jóvenes que estábamos siendo preparados para desempeñarnos como dirigentes nazis de la juventud constituíamos el orgullo y la alegría de Hitler. El Führer nos denominaba afectuosamente Das Deutschland von Morgen [la Alemania del mañana]. Nos gustaba eso, y parecía bueno y justo que cumpliéramos con su mandato.

      Hitler estaba con nosotros en todo momento, aunque él vivía en Berlín y nosotros en su escuela de Praga. Sus pensamientos se citaban en cada clase. Sus doctrinas constituían nuestro estudio más importante. Su libro se veía junto a la lámpara en cada mesa de noche. Nuestros profesores lo idolatraban. Sin vacilar, habrían dado la vida por él y la Nación. Todos nuestros instructores eran jóvenes, escogidos por su aptitud, su habilidad y su lealtad al Partido. Aunque exigían obediencia y una estricta autodisciplina, eran bondadosos, afectuosos, comprensivos y corteses.

      Pero había una profesora a quien amaba más que a nadie –nuestra profesora de música. Delicada, menuda, siempre sonriente, vestida con elegancia; su rubio cabello ondeado enmarcaba un agradable rostro oval. Pero sus ojos eran su principal atractivo –grandes ojos azules, de mirar sincero, firme pero bondadoso y comprensivo.

      Una tarde, después de varias semanas de haber estado en la escuela, descubrí por primera vez que la señorita Walde era extraordinaria. Habíamos tenido un día difícil, con muchos exámenes. Se había probado nuestra resistencia, como sucedía a menudo, hasta el límite mismo. Nuestra última prueba había sido planeada para llevarse a cabo en el aula de música, y hacia allí marchamos, sintiéndonos agotadas y nerviosas. Mis compañeras me incitaron a que fuera la primera en rendir la prueba oral. Acepté, y me dirigí sonriendo con una mueca hacia el gran piano. El sol de la tarde se derramaba a través de las ventanas y salpicaba de oro a mi profesora, al instrumento y a la mullida alfombra oriental que yacía en el piso. El aula, revestida con paneles oscuros, parecía polvorienta y calurosa. La profesora me pidió que le cantara una pieza folclórica alemana que habíamos aprendido hacía algunos días. Yo había supuesto que me pediría alguna cosa difícil, y su sencilla exigencia me turbó completamente. Me llevé las manos a la cara y estallé en lágrimas. Antes de que pudiera reaccionar para componerme, todo el grupo de alumnas sollozaba conmigo. Nadie sabía lo que ocurriría al instante siguiente.

      Sorprendida, la profesora giró en el banquillo del piano. Sonrió amigablemente. Luego, del bolsillo de su vestido, sacó un pañuelo blanquísimo y me lo alcanzó. Sumamente incómoda por mi conducta, sequé mis lágrimas. Aunque había buscado mi pañuelo, no pude dar con él.

      Cuando nos compusimos, ella se puso de pie y rio con dulzura. Entonces, dijo:

      –¡Pueden retirarse! Vayan a caminar, hagan lo que quieran y vuelvan a tiempo para la cena.

      –Pero ¿y nuestra prueba de música? –pregunté tartamudeando–. ¿Hemos fracasado todas?

      –Oh, no –respondió con aire confiado–. Pasaron todas. Ahora vayan y relájense. Otro día continuaremos con las pruebas.

      Gritando Dankeschön [gracias], salimos a escape del aula para caminar en la tarde soleada. Me separé del grupo y fui a mi rincón favorito. Era un banco blanco situado entre grandes plantas de lilas. Aunque estas no estaban florecidas, me agradaba ese lugar porque se hallaba oculto y lo consideraba como algo íntimo.

      Siempre que necesitaba estar a solas con mis sueños o mis problemas, iba a “mi” banco. Tratando de poner orden en mis revueltos y confundidos pensamientos, eché una mirada al finísimo pañuelo blanco que aún apresaba en mi mano tensa y recordé la última hora en el aula de música. ¡Qué profesora! ¡Qué buena y noble había sido! ¡Qué comprensiva y generosa! ¿Cómo haría para mostrarle mi gratitud? Yo sabía lo que me diría.

      “Hansi –me llamaría por mi apodo–, sé pura y limpia, y pon tu vida al servicio de los demás, de nuestro Reich y del Führer; esa será una recompensa más que suficiente para mí, como profesora tuya”.

      Sí, yo haría lo que ella esperaba de mí. Trataría de ser como ella, firme y delicada. Sus ojos azules me fascinaban. Tenía la impresión de haber visto esos mismos ojos antes de haber venido a Praga. ¿Dónde? Y eran ojos que yo amaba y respetaba. ¿Dónde los había visto antes?

      A medida que pasaba el tiempo, se desarrolló entre nosotras una silenciosa amistad. Ella no podía manifestar preferencia por ninguna alumna –hubiera sido incorrecto–, pero ambas sentíamos que éramos la una para la otra. Yo estudiaba mucho para cada materia, pero estudiar música con ella era un privilegio, no una carga. Me abría un mundo nuevo. Con boletos gratuitos que me consiguió, pude asistir a conciertos y óperas. Me prestaba sus libros. Me ayudaba en mi comportamiento en el escenario cuando debía cantar solos. Me enseñó los rudimentos de la dirección coral. Sus ojos azules aprobaban, rechazaban, animaban y estimulaban. Pero había una duda en mi mente, que cada día me dejaba más perpleja.

      Entre otras materias, diariamente dedicábamos un período al “estudio del semitismo”, que enseñaba un joven oficial SS, incapacitado en el frente de batalla. Todos los días, martillaba sobre nuestras mentes con la historia de los judíos según la versión del Partido Nazi. Se valía del periódico antisemita

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