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Me incorporé y me encontré con la isla Jackson; ahí la tenía, a unas dos millas y media río abajo, muy boscosa y sobresaliendo del centro del río, grande, oscura y maciza, como un barco de vapor sin luces. No había ni rastro del banco de arena de la cabecera; estaba completamente bajo el agua.

      No tardé mucho en llegar. Dejé atrás la cabecera a toda velocidad, ya que la corriente era rápida, y después me adentré en las aguas muertas y tomé tierra en el lado que daba a la playa de Illinois. Llevé la canoa hasta un entrante pronunciado en la orilla que yo conocía; tuve que apartar las ramas de sauce con las manos para poder entrar, y cuando la amarré, nadie podría haber visto la canoa desde el exterior.

      Subí y me senté en un tronco en la cabecera de la isla, y observé el gran río y los negros maderos a la deriva, y también miré hacia el pueblo, a tres millas de distancia, donde brillaban tres o cuatro luces. Una balsa de troncos inmensamente grande, que venía bajando, estaba más o menos a una milla río arriba y tenía un farol encendido en el medio. La observé deslizarse y cuando estaba prácticamente a la altura de donde yo me encontraba, oí a un hombre decir: «¡Remos de popa, allí! ¡Dirigid la proa a estribor!». Lo oí con la misma claridad que si el hombre hubiera estado a mi lado.

      Ahora había trazos de gris en el cielo, así que me introduje en el bosque y me tumbé a echar una siesta antes del desayuno.

      Capítulo 8

      El sol estaba tan alto cuando me desperté que calculé que debían de ser más de las ocho. Me quedé tumbado allí en la hierba a la sombra pensando en cosas y sintiéndome descansado, bastante cómodo y satisfecho. Veía el sol por uno o dos agujeros, pero mayormente todo lo que había alrededor eran grandes árboles, y resultaba bastante sombrío estar allí en medio. El suelo estaba moteado en algunas partes hasta las que se colaba el sol por entre las hojas, y las motas se movían un poco, lo que demostraba que había brisa allí arriba. Un par de ardillas se posaron en una rama y se pusieron a parlotear conmigo de manera muy amistosa.

      Me sentía muy vago y estaba tremendamente cómodo; no quería levantarme para preparar el desayuno. Y estaba quedándome dormido otra vez cuando me pareció oír el sonido de un profundo «¡bum!» río arriba. Me desperté y me apoyé en el codo para escuchar y, al momento, lo volví a oír. Me puse en pie de un salto y me fui a mirar a través de un hueco entre las hojas, y vi un montón de humo sobre el agua a bastante distancia río arriba, más o menos a la altura del transbordador. Y ahí venía el transbordador flotando río abajo lleno de gente. Ahora ya sabía lo que pasaba. «¡Bum!», y vi el humo blanco salir a chorros del costado del transbordador. Estaban disparando los cañones por encima del agua, ¿sabes?, para hacer que mi cadáver subiera a la superficie.

      Tenía bastante hambre pero no podía ponerme a encender fuego porque podrían ver el humo. Así que me quedé allí sentado observando el humo del cañón y escuchando los bums. El río tenía aquí una milla de ancho y siempre se veía bonito en las mañanas de verano, así que me lo habría pasado bastante bien observando cómo buscaban mis restos si hubiera tenido algo que comer. Entonces me acordé de cómo siempre echaban azogue en hogazas de pan y las dejaban flotar en el río, porque siempre se van directas a los cuerpos de los ahogados y se paran encima. Así que, me dije, me quedaré vigilando y, si alguna de ellas se dirige hacia mí flotando, daría buena cuenta de ella. Me pasé al extremo de la isla que estaba del lado de Illinois para ver qué tal me iba la suerte y no me sentí decepcionado. Una gran hogaza doble me pasó por el lado y casi la cogí con un palo largo, pero se me escurrió el pie y se alejó flotando. Por supuesto que yo me encontraba donde la corriente se aproximaba más a la orilla; eso me lo sabía yo. Pero al rato se aproximó otra, y esta vez gané yo. Le quité el tapón y la sacudí para que saliera la gota de azogue, y le hinqué el diente. Era pan blanco del que come la gente de clase; nada parecido al basto pan de maíz.

      Encontré un buen sitio entre las hojas y me senté allí en un tronco a darle mordiscos al pan y a observar el transbordador, sintiéndome muy satisfecho. Y entonces se me vino algo a la cabeza. Me dije, seguro que la viuda o el pastor o alguien rezó para que este pan me encontrara, y hete aquí que eso mismo es lo que ha hecho. Así que no hay duda de que ahí hay algo; vamos, hay algo cuando alguien como la viuda o el pastor rezan, porque a mí no me funciona, y supongo que sólo funciona con la gente apropiada.

      Encendí una pipa y estuve un buen rato fumando mientras seguía observando. El transbordador se movía con la corriente y supuse que tendría ocasión de ver quién iba a bordo cuando me pasara por el lado, porque pasaría cerca, por donde pasó el pan. Cuando ya había llegado casi a mi altura, apagué la pipa y me fui a donde había pescado el pan; me tumbé detrás de un tronco de la orilla en una pequeña abertura y desde allí podía ver por donde el tronco se bifurcaba.

      Después llegó el transbordador y pasó tan cerca que podrían haber tirado un tablón y llegar andando a la playa. Iban casi todos en el barco. Papá, y el juez Thatcher, y Bessie Thatcher, y Jo Harper, y Tom Sawyer, y su vieja tía Polly, y Sid y Mary, y muchos más. Todos iban hablando del asesinato, pero el capitán los cortó y dijo:

      —Ahora mirad con atención; aquí es donde la corriente se acerca más a la orilla y es posible que lo haya llevado hasta la playa y se haya enganchado en los arbustos al borde del agua. O eso espero, en cualquier caso.

      No era eso lo que yo esperaba. Todos se arremolinaron y se inclinaron sobre las barandillas, casi en mi cara, y se mantuvieron quietos observando con todas sus fuerzas. Yo los veía de primera, pero ellos no podían verme a mí. Y después el capitán gritó:

      —¡Alejaos!

      Y el cañón soltó una explosión tan grande justo delante de mí que el ruido casi me dejó sordo y el humo casi me dejó ciego, y creí que me moría. Si aquello hubiera tenido balas, supongo que al final habrían tenido el cadáver que andaban buscando. Bueno, comprobé que después de todo no estaba herido, gracias a Dios. El barco se alejó flotando y desapareció de mi vista tras el lomo de la isla. Oía un cañonazo de vez en cuando, cada vez más lejano, y finalmente, una hora después, dejé de oírlo. La isla tenía tres millas de largo y supuse que habían llegado ya al pie y que estarían a punto de dejarlo. Pero no lo hicieron aún. Rodearon el pie de la isla y empezaron a subir por el canal del lado de Misuri, impulsados por el vapor y cañoneando por el camino de vez en cuando. Crucé a ese lado y los observé. Cuando llegaron a la altura de la cabecera de la isla, dejaron de disparar, se dirigieron a la playa del lado de Misuri y se fueron al pueblo a sus casas.

      Sabía que ahora ya estaba a salvo. Nadie más vendría a buscarme. Saqué mis trampas de la canoa y me preparé un buen campamento en la espesura del bosque. Levanté una especie de tipi con las mantas en el que meter las cosas para protegerlas de la lluvia. Cogí un bagre y lo abrí como pude con la sierra, y al anochecer encendí un fuego y cené. Después coloqué un sedal para coger peces para el desayuno.

      Cuando ya había oscurecido, me senté junto a mi fuego a fumar, sintiéndome muy satisfecho; pero al rato me sentí un poco solo, así que fui a sentarme en la orilla a escuchar el murmullo del chapoteo de la corriente y conté las estrellas y los troncos y las balsas que bajaban flotando, y después me fui a dormir; no hay mejor manera de pasar el tiempo cuando te sientes solo; no puedes seguir así y pronto lo superas.

      Así siguió todo igual durante tres días y tres noches. Ni una sola diferencia: exactamente las mismas cosas. Pero al siguiente día me fui a explorar los alrededores caminando hacia el pie de la isla. Yo era el dueño; todo me pertenecía, por decirlo de algún modo, y quería saberlo todo sobre ella, pero fundamentalmente, quería pasar el tiempo. Encontré montones de fresas, maduras y de primera clase; y uvas verdes de verano, y frambuesas verdes, y moras verdes que estaban empezando a asomar. Todas terminarían viniéndome bien, pensé.

      Después seguí adentrándome en el bosque por pasar el tiempo hasta que supuse que no andaba lejos del pie de la isla. Llevaba la escopeta conmigo, pero no la había disparado; la traía sólo por protección, y pensé que cazaría algo cuando estuviera cerca del campamento. Más o menos en ese momento, casi pisé una serpiente de buen tamaño que se alejó deslizándose por entre la hierba y las flores, y yo me fui detrás intentando apuntarle. La seguí

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