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para después analizar las ideas ilustradas.

      Concluiremos el capítulo con la presentación del sistema kantiano como síntesis de la filosofía de los siglos XVII y XVIII.

      1. Características generales de la filosofía moderna

      La visión del mundo imperante en el siglo XIII, estructurada en torno a la escolástica tomista, comienza a resquebrajarse en el siglo XIV, cuando algunos filósofos y teólogos ponen en crisis la relación armomiosa entre fe y razón, que es la clave de bóveda del pensamiento de Santo Tomás de Aquino. El averroísmo latino, que sostenía la teoría de las dos verdades —una verdad de razón puede ser contradictoria con una verdad de fe—, así como el voluntarismo divino sustentado por Guillermo de Ockham —algo es bueno o es malo porqué así lo decretó Dios, pero no por la naturaleza misma de las cosas— ponen de manifiesto la crisis de la escolástica medieval. A lo largo de los siglo XV y XVI, las corrientes escolásticas se fueron anquilosando y perdieron vitalidad, aunque hay que tener en cuenta que también se da una revitalización del tomismo en España e Italia, con figuras de la categoría de Francisco de Vitoria, los cardenales Cayetano y Belarmino, y Francisco Suárez.

      Paralelamente, las ciencias físico-matemáticas conocen un desarrollo notable, como ya hemos indicado páginas atrás. El siglo XVII es el siglo de Descartes y de Bacon, pero también es el siglo de Galileo. Para esta época, la ciencia moderna comienza a tener una importancia suficiente como para dar un sello característico al periodo que estamos estudiando. El descubrimiento del método matemático aplicable al estudio de la naturaleza está en sintonía con el espíritu de la época. La filosofía racionalista crece y se desarrolla fundamentalmente dentro de un espíritu sistemático, y, como tal, análogo al método matemático; por su parte, la filosofía empirista pone el acento de su investigación en la observación de los datos de hecho. Estos dos aspectos son también momentos de la ciencia empírica: sistema, método, observación, experiencia. Por este motivo, el diálogo entre la filosofía y la ciencia tiene una intensidad notable, y se produce un intercambio constante de tesis referidas sobre todo al mundo de la naturaleza y al conocimiento humano.

      Acabamos de hacer referencia al racionalismo y al empirismo. En efecto, estas serán las dos corrientes más características de la filosofía moderna. Son tradiciones diversas, pero no constituyen compartimientos estancos, dado que hay un diálogo fluido entre sus principales exponentes. El racionalismo se desarrolla fundamentalmente en Francia y Alemania, y está representado en sus líneas más clásicas por René Descartes (1596-1650), Nicolas Malebranche (1638-1715), Baruch Spinoza (1632-1677) y Wilhelm Leibniz (1646-1716). Por su parte, el empirismo es un fenómeno esencialmente británico. Podemos hablar de una auténtica tradición de pensamiento, donde lo aportado por un autor sirve de base para la profundización por el siguiente. La lista de los filósofos empiristas comienza con Francis Bacon (1561-1626), y es continuada por Thomas Hobbes (1588-1679), John Locke (1632-1704), George Berkeley (1681-1753) y David Hume (1711-1776).

      Antes de analizar las características propias de estas dos tradiciones, vamos a señalar los elementos comunes. Hay un sentimiento anti-escolástico compartido. Frente a la decadencia de la filosofía tradicional y el progreso de las ciencias surge un deseo de iniciar con un nuevo punto de partida para el pensar filosófico. De hecho, tanto Descartes como Bacon sienten en sí mismos esa función de iniciadores. El nuevo punto de partida es el sujeto.

      La filosofía antigua y medieval se centró en la metafísica en cuanto ciencia del ser. En las distintas teorías del conocimiento barajadas en los siglos clásicos y durante el Medioevo, la primacía la tuvo el objeto, que revelaba al ser de las cosas. Para los modernos, en cambio, la disciplina filosófica fundamental no es ya la metafísica, sino la gnoseología o teoría del conocimiento.

      Siendo coherentes con la importancia que las ciencias físico-matemáticas dan al método, los filósofos modernos toman como punto de partida el análisis minucioso de cómo llegamos a conocer, y la balanza del interés especulativo entre objeto y sujeto se inclina hacia las capacidades de este último por acceder a la realidad.

      Sentadas estas bases, sería erróneo pensar que se abandonan las temáticas del pensamiento clásico. Tomemos, por ejemplo, el problema de Dios. Así como es difícil encontrar entre la Edad Media y la Modernidad un punto cronológico en el que se pueda comprobar la ruptura que indica el cambio de época, y en cambio es fácil observar una clara continuidad de elementos históricos, filosóficos y culturales, también se puede afirmar que el interés teológico medieval no desaparece con la llegada de la Modernidad. Lo que hay es un cambio de perspectiva, pero no un olvido. Los racionalistas continentales son pensadores en el que el problema de Dios se presenta con una fuerza notable y encuentra en ellos una expresión especulativa importante. El pensamiento empirista inglés es en general menos metafísico, y por ende el problema de Dios aparece desde una óptica diversa, aunque está también presente. Serán otros movimientos culturales, como el libertinismo y algunas corrientes de la Ilustración, los que se calificarán de ateos. Pero lo que está claro es que la filosofía moderna no se identifica tout court ni con el libertinismo ni con el ateísmo de algunas corrientes de la Ilustración.

      El racionalismo desarrolla una auténtica metafísica, que en buena medida se relaciona con la gran tradición metafísica antigua y medieval. No se trata de una simple continuidad, sino de un nuevo intento de comprensión del hombre, del mundo y de Dios. El punto de partida cartesiano, es decir el cogito, constituye también un punto de vista metafísico. Después de Descartes, la filosofía racionalista tiene una plataforma común, es decir la temática cartesiana. La búsqueda de la certeza, las ideas claras y distintas, los problemas derivados de la separación de la sustancia extensa y pensante, serán los temas más característicos del desarrollo metafísico racionalista. Además de lo que acabamos de señalar, hay que añadir que Descartes es en cierto sentido el creador —con algunos precedentes en la escolástica del siglo XVI— del espíritu de sistema que recorrerá toda la metafísica moderna: la verdad como coherencia lógica, método deductivo y matemático, claridad y distinción, unidad, son conceptos básicos que forman parte de la idea de sistema filosófico. Y junto a esto, un cierto desprecio y distanciamiento de la experiencia vivida y de la experiencia sensible; el metafísico racionalista es más deductivo que observador, le interesan más las definiciones exactas y precisas que la descripción del fenómeno real.

      El empirismo, en cambio, se interesa no tanto de los problemas metafísicos clásicos, sino de los problemas gnoseológicos, aunque comparte con los racionalistas la búsqueda de la certeza.

      El primer problema que se plantea el filósofo empirista no es el del ser, sino el de como a partir de la experiencia se puede llegar al conocimiento de la realidad. Esta investigación es realizada con un gran espíritu analítico, que tiene como objeto la experiencia humana del conocer y de la afectividad. De todas maneras, la filosofía empirista queda siempre ligada a un tipo de experiencia, o sea a la sensible, en cuanto que considera que toda idea debe apoyarse siempre en un dato sensible. Con este planteamiento desaparece la consideración de la dimensión metafísica de la capacidad intelectual, en cuanto toda abstracción es juzgada por el empirismo como un mero producto de la imaginación separada de la experiencia. Las ideas empiristas, que no son sino imágenes, representaciones o reflejos del fenómeno sensible, son siempre particulares. La universalidad —los empiristas prefieren hablar más bien de generalidad—, coherentemente con el nominalismo que se encuentra en la base del empirismo, es la propia de los nombres, de los términos, pero nunca de las ideas o conceptos. Lógicamente, el método de los empiristas no podrá ser el mismo que el de los racionalistas. En vez de deducción matemática, el empirismo sostiene que la inducción es el método científico y filosófico privilegiado. Si, por lo tanto, el racionalismo posee un claro espíritu de sistema, el empirismo tiene un espíritu analítico y observador de la experiencia y de sus presupuestos gnoseológicos.

      El empirismo emprende la tarea de juzgar la capacidad cognoscitiva del hombre a partir de una concepción reduccionista de la misma experiencia cognoscitiva. Este intento queda como una posibilidad teórica que será

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