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Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego
Читать онлайн.Название Memorias de Idhún. Saga
Год выпуска 0
isbn 9788467569889
Автор произведения Laura Gallego
Серия Memorias de Idhún
Издательство Bookwire
—No, no es una hechicera –negó Victoria, que había estudiado las costumbres de los distintos pueblos idhunitas con más interés que Jack–. Es una sacerdotisa, y por los colores de su túnica, creo que sirve a Wina, la diosa de la tierra.
—¡Una sacerdotisa celeste! Creía que el dios de los celestes era Yohavir, el Señor de los Vientos, ¿no?
—Sí, pero Yohavir pertenece a la tríada de dioses, y las mujeres no pueden entrar como sacerdotisas en la Iglesia de los Tres Soles.
Mientras hablaba, Victoria buscó de nuevo a Christian con la mirada. Lo vio un poco más allá. Detectó que el pájaro dorado que montaba no parecía muy satisfecho con el jinete que le había tocado en suerte, pero no se atrevía a desobedecerle. La muchacha se estremeció; el ave había adivinado que cargaba con un shek, uno de sus enemigos. Y por primera vez se preguntó qué sucedería cuando los magos, y especialmente los sacerdotes de los seis dioses, descubrieran la verdadera naturaleza de Christian.
Jack se había dado cuenta de que Victoria estaba mirando a Christian y, una vez más, se sintió fuera de lugar. Recordó cómo había intentado transformarse en dragón, sin conseguirlo, y quiso comentarlo con Victoria, hablarle de sus dudas, de su miedo a no estar a la altura de lo que se esperaba de él y, sobre todo, de no merecerla. Pero no dijo nada. A pesar de que Victoria todavía parecía sentir algo muy intenso por él, en el fondo Jack estaba convencido de que era demasiado tarde; de que, no importaba cuánto se esforzara, Victoria terminaría marchándose con Christian, antes o después. Y era algo de lo que no quería hablar con ella porque, por mucho que le doliera, si tenía razón, no debía poner trabas en su camino, no debía retenerla a su lado contra su voluntad.
Desvió la mirada, incómodo. Victoria lo notó.
—Jack, ¿qué te pasa? ¿Estás bien?
—Sí –mintió él–. No es nada, solo estoy un poco cansado. En serio –insistió, al ver que ella no estaba convencida–. Relájate y disfruta del viaje –añadió con una sonrisa.
Victoria asintió, sonriendo a su vez. Se recostó contra Jack, cuyos brazos rodeaban su cintura, y echó un vistazo al cielo, donde relucían los tres soles de Idhún. Sus nombres eran Kalinor, Evanor e Imenor, tres esferas clavadas en el firmamento como joyas refulgentes. El más grande, Kalinor, era una enorme bola roja, casi el doble de grande que el sol que iluminaba la Tierra. Evanor e Imenor eran estrellas gemelas, blancas, y se situaban debajo del sol rojo, de manera que los tres formaban un triángulo en el cual Kalinor ocupaba el extremo superior.
—Da calor solo de mirarlos –opinó Victoria, sobrecogida–. ¿Cómo es que no nos achicharramos todos?
Jack contempló los soles, pensativo.
—No sé mucho de estas cosas –reconoció–, pero el sol más grande parece una estrella vieja. Leí en alguna parte que las estrellas se vuelven grandes y rojas cuando envejecen, y justamente por eso calientan menos. O puede que estén más lejos de lo que creemos, ¿quién sabe? O quizá es por la composición de la atmósfera. Tal vez protege el planeta de los rayos solares con más eficacia que la atmósfera de la Tierra.
—El aire es más... pesado –asintió Victoria–. No sé qué tiene. De todas formas... me gusta. No sé cómo explicarlo. Huele muy bien.
Jack sonrió.
—Se respira muy bien –admitió–. Es como si cada bocanada que dieras te «alimentara», como si te llenara por dentro. Es raro, ¿verdad?
—¿Piensas que Idhún gira en torno a uno de los tres soles? –preguntó Victoria–. ¿O alrededor de los tres a la vez?
—Si no fuera así, nunca se haría de noche, ¿no te parece? Victoria alzó la cabeza hacia los astros, con aire soñador.
—Quizá no tenga sentido intentar aplicar a este lugar las leyes del universo que conocemos –comentó–. Tal vez, al atravesar la Puerta, llegamos no solamente a otro mundo, sino también a otra realidad, otro universo. ¿No crees?
Jack sonrió.
—Sinceramente, me intrigan más otras cosas, como el misterio de cómo un espíritu puede introducirse en un cuerpo que no es el suyo, y hacerlo cambiar físicamente para adaptarlo a su verdadera esencia. Por ejemplo, tu cuerpo humano puede transformarse en el cuerpo de un unicornio. ¿No contradice eso todas las leyes físicas?
—Supongo que sí –sonrió Victoria.
Segura entre los brazos de Jack, se atrevió a asomarse un poco para contemplar el paisaje.
Sobrevolaban una inmensa llanura encajonada entre dos sistemas montañosos. Al norte, una ciclópea cordillera gris cuyos altos picos nevados aparecían envueltos en turbulentas nubes violáceas. Al sur, una cadena de montañas pardas de caprichosas formas, que se elevaban hacia el cielo como los pináculos de un gigantesco palacio. Entre ambas discurría un río que regaba una tierra fértil salpicada de poblaciones, pequeños bosques y campos de cultivo.
—Nandelt –dijo Victoria, recordando los mapas que había visto en Limbhad–. La tierra de los humanos. ¿Vamos a Vanissar?
Jack se encogió de hombros, pero fue Victoria quien respondió a su propia pregunta:
—¡No, mira aquello! ¡Esto no puede ser Nandelt!
Jack miró en la dirección indicada y vio una gran masa verdosa en el horizonte, envuelta en una bruma misteriosa. Parecía un enorme bosque, y la bandada se dirigía hacia él.
—¿No puede ser eso el bosque de Awa? –preguntó, sin entender la extrañeza de su amiga.
Victoria negó con la cabeza.
—Si no recuerdo mal, el bosque de Awa está muy lejos de la Torre de Kazlunn. No podemos haber atravesado Nandelt tan deprisa. Incluso volando, se necesitarían varios días para alcanzarlo.
Jack sonrió ampliamente.
—Claro, no te has dado cuenta porque estabas dormida. Los hechiceros nos han hecho avanzar más deprisa gracias a la teletransportación. No han podido llevarnos hasta nuestro destino, pero sí han acortado el viaje. De lo contrario, no habríamos podido dejar atrás a los sheks.
Victoria asintió, pero no dijo nada. Ambos contemplaron, sobrecogidos, el paisaje del bosque, que se abría ante ellos, salvaje y magnífico. Pronto se dieron cuenta de que, aunque desde lejos se presentaba como una difusa línea verde, en realidad el bosque de Awa era una sorprendente explosión de colorido. Todo allí parecía enorme y, a la vez, delicado como el cristal. Había árboles cuyas copas adoptaban extrañas formas: árboles en punta, árboles en espiral, árboles entrelazados unos con otros como un brillante tejido multicolor, árboles de hojas tan inmensas que un dragón podría haberse posado en ellas. Y había muchísimas flores, flores del tamaño de árboles, flores más pequeñas que se agrupaban formando racimos que de lejos semejaban una única flor; flores que se abrían como sombrillas, flores que parecían erizos, flores esponjosas, flores de todos los colores, blancas, azules, rojas, violáceas, anaranjadas, jaspeadas e incluso flores transparentes como el agua. Había cascadas de plantas semejantes a enredaderas que caían desde los árboles más altos, y lechos de musgo tendidos entre las ramas umbrías. Había colonias de hongos del tamaño de hombres, tan extensas que se distinguían claramente desde el aire, y de tal variedad polícroma que mareaba a la vista. Y había torrentes de aguas cristalinas, cascadas que se adivinaban entre el exuberante follaje, y cuyo sonido llegaba hasta ellos como una refrescante promesa de vida nueva.
Los pájaros iniciaron la maniobra de descenso, y Jack y Victoria se sujetaron con fuerza a las plumas del ave para no caer. Jack llegó a ver algo que se elevaba desde los árboles como un surtidor de agua dorada, y se dio cuenta de que la bandada torcía el rumbo para dirigirse hacia allí, por lo que dedujo que se trataba de una especie de señal. Al acercarse más, vio que era en realidad un chorro de polvo dorado, polen tal vez, que se alzaba hacia las alturas. Pero sí era una señal, porque el primer pájaro, con un graznido, se zambulló