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conviven en su interior.

      —¿Quieres decir... que ella es un... híbrido, como Kirtash?

      —De alguna manera, sí. Pero hasta hace dos días era más humana que unicornio. Ahora... ha despertado.

      —La luz de sus ojos es más intensa –murmuró Jack, asintiendo–. Me di cuenta enseguida.

      —También yo, hijo –sonrió Allegra–. En el último encuentro que tuvo con Christian, cuando él le entregó su anillo... creo que le dio algo más. De alguna manera, despertó al unicornio que dormía en su interior. Y me parece que fue entonces cuando Gerde los vio juntos y los delató al Nigromante –añadió, pensativa.

      —¿Gerde?

      —Tuvo que ser ella, Jack. Es un hada, como yo. Reconoció a Lunnaris nada más verla... como hice yo, hace más de siete años. Y le faltó tiempo para revelarle a Ashran el secreto que su hijo llevaba tanto tiempo ocultándole.

      Jack hundió el rostro entre las manos.

      —Sabía que Victoria era especial, lo sabía –musitó–. Tendría que haber adivinado...

      Allegra lo miró con cariño; abrió la boca para decir algo más, pero cambió de idea y guardó silencio. Era demasiada información, y Jack necesitaría asimilarla antes de estar preparado para saber más cosas... como la verdad acerca de sí mismo.

      —¿Entendéis ahora? –dijo, dando una mirada circular–. Ashran tiene a Victoria; tiene a Lunnaris, el último unicornio. Si ella muere, la profecía no se cumplirá, y el Nigromante nunca será derrotado. Para él y sus aliados, la muerte de Victoria es de vital importancia. Y, sin embargo... Kirtash pudo matar a Victoria esta noche y acabar con la amenaza, pero no lo hizo. De alguna manera, ha convencido a Ashran para que la conserve con vida... un poco más.

      —Entiendo. Por eso crees que tal vez, en el fondo...

      —... en el fondo, la luz de Victoria todavía brille en el corazón de ese muchacho, Jack. Me aferro a esa esperanza. Porque –añadió Allegra, dirigiéndoles una intensa mirada– es lo único que nos queda ahora.

      Victoria abrió los ojos lentamente, agotada. Era ya de noche, y hacía un rato que la habían dejado sola, aún atada a aquella especie de plataforma de tortura. Cuando se había desmayado de agotamiento, Ashran había decidido interrumpir el proceso para continuar un poco más tarde. Ahora estaba sola, y la luz de una de las lunas bañaba aquella helada habitación en la que la habían dejado. Era grande y muy blanca, y Victoria supuso que sería Erea, la luna mayor. Shail le había contado que, según la tradición, Erea era la morada de los dioses. Victoria ladeó la cabeza y contempló el suave resplandor de la luna idhunita, preguntándose si de verdad estarían allí todos los dioses: la luminosa Irial, el poderoso Aldun, la enigmática Neliam, el místico Yohavir, la caprichosa Wina, el sabio Karevan. Victoria sonrió levemente y repitió para sí los nombres que Shail le había enseñado años atrás: Irial, Aldun, Neliam, Yohavir, Wina, Karevan. Entonces solo eran nombres, solo ideas, igual que Idhún. Pero ahora, Idhún era real, y Victoria se preguntó si aquellos dioses de las leyendas lo serían también.

      Percibió una presencia tras ella, una presencia sutil, que no había hecho el más mínimo ruido al entrar pero que, a pesar de todo, ella podía sentir.

      —¿Qué quieres? –murmuró, sin volverse a mirarlo.

      —Hablar –dijo Kirtash con suavidad.

      —¿Y si resulta que yo no quiero hablar contigo?

      —No estás en situación de elegir, Victoria.

      —Supongo que no –suspiró ella; tenía los brazos entumecidos y se retorció sobre la plataforma, intentando encontrar una posición más cómoda, pero no lo consiguió.

      Kirtash se sentó junto a ella, y la luz de Erea bañó su rostro. Victoria vio cómo él volvía la cabeza para mirarla. Esperó a que dijera algo, pero no lo hizo.

      —¿Qué estás mirando?

      —A ti. Eres hermosa.

      Victoria volvió la cabeza, molesta. Kirtash había pronunciado aquellas palabras como si se estuviera refiriendo a un jarrón de porcelana china, y no a una mujer; pero no tenía fuerzas para discutir, no tenía fuerzas para enfadarse, por lo que permaneció en silencio durante un rato, hasta que al final susurró:

      —Kirtash... ¿qué estáis haciendo conmigo?

      —Renovar la energía de la torre –respondió él–. Es un conjuro mediante el cual extraemos la magia de Alis Lithban y la canalizamos a través de ti. Se recoge en esas agujas –señaló los cuatro estrechos obeliscos que rodeaban la plataforma, y cuyos extremos todavía vibraban– y se transmite a la torre entera, envolviéndola en un manto de poder. ¿No lo notas? ¿No percibes que ya no está tan muerta y fría como antes?

      Victoria ladeó la cabeza y entrecerró los ojos. Era cierto, podía sentir con claridad que las piedras centenarias parecían rezumar energía y la torre entera palpitaba casi imperceptiblemente.

      —No lo entiendo. ¿Yo he hecho esto? No puede ser.

      —Te subestimas, Victoria. Dentro de ti hay mucho más de lo que tú conoces.

      —Pero... ¿por qué yo?

      —Porque eres la única criatura en el mundo capaz de extraer la energía de Alis Lithban. No queda nadie más como tú. Eres la última de tu especie.

      —No sé... de qué me estás hablando.

      Esperó que él se explicara, pero no lo hizo. Siguió contemplándola, y Victoria se vio obligada a romper de nuevo el silencio.

      —No es por eso, ¿verdad? –musitó, con los ojos llenos de lágrimas–. Es un castigo por lo que te hice. Porque te dejé solo.

      Kirtash sonrió con indiferencia.

      —¿Qué te hace pensar que me importas tanto como para querer vengarme de ti?

      Victoria ladeó la cabeza y cerró los ojos.

      —No, es verdad. Jamás debí quitarme el anillo. Te perdí para siempre, pero lo peor es que... te abandoné. Por eso... me merezco todo esto que me estáis haciendo, ¿no es cierto? Lo diste todo por mí y yo te fallé a la primera oportunidad. Gerde tenía razón: no te merezco.

      —Victoria, eres muy superior a Gerde, en todos los aspectos –dijo él; pero no lo dijo con calor ni con cariño, sino con la voz desapasionada de quien describe los resultados de una operación matemática–. Eres lo que eres, y yo te respeto como a una igual. Por eso estoy aquí, hablando contigo. Si fueses una humana cualquiera, o incluso un hada como Gerde, no perdería mi tiempo contigo.

      —Pero vas a matarme, a pesar de todo. Kirtash se encogió de hombros.

      —Así es la vida.

      —Sigo sin entender qué haces aquí.

      —Aprovechar tus últimas horas para aprender de ti. No tendré otra oportunidad porque, como ya te dije, eres única en los dos mundos.

      —¿Qué esperas aprender? Soy yo la que he aprendido de ti... tantas cosas...

      Kirtash no contestó. Acercó la mano al rostro de Victoria, y algo relució en la frente de ella como una estrella, iluminando el rostro del shek con su suave resplandor. Kirtash apartó la mano, y la luz de la frente de Victoria menguó, pero no se apagó.

      —Ya has despertado –observó él, con suavidad. Alzó la mano de nuevo y le acarició la mejilla.

      —Esa luz de tus ojos... –comentó–. Me gustaría saber de dónde procede.

      La miró a los ojos, y Victoria trató de transmitirle todo lo que sentía con aquella mirada. Pero en los ojos de Kirtash no había afecto, sino simple curiosidad.

      —Ojalá pudiera volver atrás –dijo Victoria–. Ojalá no me hubiera quitado nunca ese anillo.

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