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dejado un mensaje, entonces no importaba a quien hubiera elegido para entregárselo. Lo que importaba era que había recibido su mensaje y sabía por dónde seguirla. Como agradecimiento, Sebastián le lanzó una moneda de la bolsa de su cinturón al hombre del cruce y, a continuación, fue corriendo a montarse en su caballo.

      Hizo girar a la criatura hacia el oeste, dándole un golpe con el talón para que avanzara mientras partía en dirección a Barriston. Le llevaría tiempo llegar allí, pero él avanzaría tanto como pudiera por el camino. Allí la alcanzaría, o tal vez incluso la adelantaría por el camino. En cualquier caso, la encontraría y estarían juntos.

      —Ya vengo, Sofía —prometió mientras, a su alrededor, el paisaje de las Vueltas pasaba a toda velocidad. Ahora que sabía que ella quería que la encontrara, haría todo lo que tuviera que hacer para alcanzarla.

      CAPÍTULO CINCO

      La Reina Viuda María de la Casa Flamberg estaba en el el centroe sus jardines, se llevó una rosa blanca a la nariz y absorbió su delicado olor. Con los años se le daba bien ocultar su impaciencia y, cuando se trataba de su hijo mayor, la impaciencia era una emoción que le venía demasiado de inmediato.

      —¿Qué es esta rosa? —preguntó a uno de los jardineros.

      —Una variedad creada por una de los jardineras contratadas como sirvientas —dijo el hombre—. Ella la llama la Estrella Brillante.

      —Felicítala por ello e infórmala de que, de ahora en adelante, se conocerá como la Estrella de la Viuda —dijo la reina. Era tanto un cumplido como un recordatorio para la jardinera de que aquellos que poseían la deuda de la sirvienta podían hacer lo que desearan con sus creaciones. Era el tipo de movimiento de doble cara con los que la Viuda disfrutaba por su eficacia.

      Esto ambién se le daba bien. Tras las guerras civiles, hubiera sido muy fácil quedarse sin poder. En cambio, ella encontró los puntos de equilibrio entre la Asamblea de los Nobles y la iglesia de la Diosa Enmascarada, las masas del populacho y los comerciantes. Lo había hecho con inteligencia, crueldad y paciencia.

      Pero incluso la paciencia tenía sus límites.

      —Antes de que hagas esto —dijo la Viuda—, serás tan amable de arrancar a mi hijo del prostíbulo en el que esté acomodado y recordarle que su reina le está esperando.

      La Viuda se quedó al lado del reloj de sol, observando cómo cambiaba la sombra mientras esperaba al holgazán que estaba como heredero al trono. Para cuando oyó los pasos de Ruperto acercándose, ya se había movido un dedo.

      —Debo estar senil a mi avanzada edad —dijo la Viuda—, pues es evidente que no recuerdo cosas. Por ejemplo, cuando te cité hace media hora.

      —Hola a ti también, madre —dijo Ruperto, sin parecer arrepentido en lo más mínimo.

      Hubiera sido mejor si hubiera alguna señal de que había estado usando su tiempo sabiamente. En su lugar, el estado desaliñado de su ropa decía que ella había acertado con la suposición de antes sobre dónde estaría. Eso, o había estado cazando. Había muy pocas actividades de las que su hijo mayor parecía preocuparse realmente.

      —Veo que tus rasguños están empezando a desaparecer —dijo la Viuda—. ¿O finalmente has mejorado en taparlas con polvos?

      Vio que su hijo enrojecía por la rabia, pero no le importó. Si pensara que podía arremeter contra ella, lo hubiera hecho hace años, pero a Ruperto se le daba bien saber a quién podía dirigir su mal genio y a quién no.

      —Me cogió por sorpresa —dijo Ruperto.

      —Por una sirvienta —respondió la Viuda con calma—. Por lo que he oído, mientras estabas en pleno intento por forzar a la antigua prometida de tu hermana.

      Ruperto se quedó con la boca abierta durante unos segundos. ¿A estas alturas no había aprendido que su madre se enteraba de lo que pasaba en su reino y en su casa? ¿Pensaba que alguien continuaba gobernando una isla tan dividida como esta sin espías? La Viuda suspiró. Realmente le quedaba mucho por aprender y no daba señales de estar dispuesto a aprender esas lecciones.

      —Para entonces Sebastián ya la había dejado a un lado —insistió él—. Ella era un blanco y, al fin y al cabo, no era más que una puta contratada.

      —Todos esos poetas que escriben sobre ti como un príncipe de oro realmente no te conocen, ¿verdad? —dijo la Viuda, aunque lo cierto era que ella había pagado a más de uno para asegurarse de que los poemas salían bien. Un príncipe debía tener la reputación que deseaba, no la que se había ganado. Con la reputación adecuada, Ruperto incluso podría tener la aclamación de la Asamblea de los Nobles cuando llegara el momento en el que él gobernara.

      —¿No se te ocurrió que Sebastián podría enfadarse si se enteraba de lo que intentaste hacer?

      Ruperto frunció el ceño al oír eso y la Viuda vio que su hijo no lo entendía.

      —¿Por qué iba a hacerlo? No se iba a casar con ella y, en cualquier caso, yo soy el mayor, un día seré su rey. No se atrevería a hacer nada.

      —Si piensas eso —dijo la Viuda—, no conoces a tu hermano.

      Ruperto rió al escuchar eso.

      —¿Y tú sí que lo conoces, madre? ¿Intentando casarlo? No me extraña que escapara.

      La Viuda reprimió su ira.

      —Sí, Sebastián escapó. Admitiré que subestimé la fuerza de sus sentimientos, pero eso puede solucionarse.

      —Ocupándose de la chica —dijo Ruperto.

      La Viuda asintió.

      —¿Imagino que es un trabajo que quieres que haga para ti?

      —Por supuesto.

      Ruperto ni tan solo lo dudó. La Viuda nunca había pensado que lo hiciera. A su manera, eso estaba bien, pues un gobernante no debería encogerse por hacer lo que era necesario, pero aun así dudaba que Ruperto estuviera pensando en esos términos. Él simplemente quería venganza por los moratones que, todavía ahora, dañaban sus, de lo contrario, perfectos rasgos.

      —Vamos a ser claros —dijo la Viuda—. Es necesario que esta chica muera, tanto para enmendar el insulto hacia ti, y por las… dificultades que podría representar.

      —Con un matrimonio entre Sebastián y una chica inapropiada —dijo Ruperto—. ¡Qué vergüenza!

      La Viuda arrancó una de las flores que había por allí cerca.

      —La vergüenza es como esta rosa. Parece bastante inofensiva. Atrae la vista. Pero aun así, tiene espinas hirientes. Nuestro poder es una ilusión, que se mantiene viva porque la gente cree en nosotros. Si nos avergüenzan, el poder podría tambalearse—. Cerró la mano, ignorando el dolor cuando la aplastó—. Debemos ocuparnos de estas cosas, cueste lo que cueste.

      Era mejor dejar que Ruperto pensara que se trataba de mantener el prestigio de su familia. Esto era mejor que reconocer el verdadero peligro que representaba la chica. Cuando la Viuda se dio cuenta de quién era ella realmente… bueno, el mundo se había convertido en algo afilado como el cristal, claro y lleno de puntas afiladas. No podía permitir que el peligro continuara.

      —La mataré —dijo Ruperto.

      —Discretamente —añadió la Viuda—. Sin aspavientos. No quiero que crees más problemas de los que resuelvas.

      —Me ocuparé de ello —insistió Ruperto.

      La Viuda no estaba segura de que lo hiciera, pero tenía otras piezas en juego por lo que hacía a la chica. El truco era usar solo a los que tenían sus propias razones para actuar. Daría órdenes y ella simplemente dirigiría su atención al hecho de que la chica era alguien a quién valía la pena vigilar.

      Había necesitado toda su fuerza de voluntad para no reaccionar la primera

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