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Evidentemente, el Príncipe Sebastián es bien parecido, pero…

      —¿Pero tu intento de sedarlo y reclamarlo para ti no salió como estaba planeado? —preguntó la Viuda y ahora su voz era como el acero—. ¿Pensabas que no me enteraría de esta pequeña estratagema?

      Ahora Angelica notaba que el miedo crecía en su interior. Puede que la Viuda no pudiera simplemente ordenar su muerte, pero eso era lo que un ataque a una persona de la realeza podía significar, incluso con un juicio de sus compañeros nobles. Tal vez especialmente con ellos, pues sin duda estarían aquellos que querrían fijar un ejemplo, o sacarla de en medio, o ajustar cuentas con su familia.

      —Su majestad… —empezó Angelica, pero la Viuda la cortó levantando un solo dedo. Pero, en lugar de hablar, se tomó su tiempo para vaciar su taza y, a continuación, la tiró a la chimenea y la porcelana se hizo añicos con un chasquido que hizo pensar a Angelica en huesos rotos.

      —Un ataque a mi hijo es traición —dijo la Viuda—. Un intento de manipularme, y de robarme a mi hijo para casarse con él, es traición. Tradicionalmente, esto se recompensa con la Máscara de Plomo.

      A Angelica se le contrajeron los intestinos al pensarlo. Era un castigo espantoso de otro tiempo y ella no había visto jamás que se llevara a cabo. Se decía que la gente se mataba a sí misma solo pensarlo.

      —¿Te resulta familiar? —preguntó la Viuda—. Se encierra al traidor dentro de una máscara de metal y se vierte plomo fundido en el interior. Una muerte terrible, pero a veces el terror es útil. Y, por supuesto, permite tomar un molde de sus rostros para exponerlo más tarde ante todos a modo de recordatorio.

      Cogió algo de al lado de su silla. Parecía ser una de las muchas máscaras que siempre estaban por toda la corte como adoración de la Diosa Enmascarada. Pero esta podía haber sido el molde de una cara. Una cara aterrorizada, agonizante.

      —Alan de Courcer decidió alzarse contra la corona —dijo la Viuda—. Colgamos a la mayoría de sus hombres de manera limpia, pero con él dimos un ejemplo. Todavía recuerdo los gritos. Es gracioso cómo perduran estas cosas.

      Angelica cayó de rodillas de la silla casi como un pollo deshuesado, alzando la vista hacia la otra mujer.

      —Por favor, su majestad —suplicó, pues en ese momento, suplicar parecía ser su única opción—. Por favor, haré cualquier cosa.

      —¿Cualquier cosa? —dijo la Viuda—. Cualquier cosa son palabras mayores. ¿Y si quisiera que entregaras las tierras de tu familia, o que sirvieras como espía en las cortes de este Nuevo Ejército que parece que proviene de las guerras continentales? ¿Y si decidiera que debes ir a cumplir tu penitencia en una de las Colonias Lejanas?

      Angelica miró a a aquella aterrorizada máscara de la muerte y supo que solo había una respuesta.

      —Cualquier cosa, su majestad. Pero eso no, por favor.

      Odiaba estar así. Era una de las nobles más importantes en el país, pero aquí y ahora se sentía tan desamparada como el más bajo de los siervos.

      —¿Y si quisiera que te casaras con mi hijo? —preguntó la Viuda.

      Angelica la miró fijamente, perpleja, las palabras no tenían sentido. Si la mujer le hubiera dicho que le ofrecía un cofre de oro y la dejaba marchar hubiera tenido más sentido que esto.

      —¿Su majestad?

      —No te quedes allí de rodillas, abriendo y cerrando la boca como un pez —dijo la mujer—. De hecho, vuelve a sentarte. Por lo menos, intenta parecer el tipo de joven refinada con la que mi hijo debería casarse.

      Angelica se forzó a sentarse de nuevo en la silla. Aun así, se sentía débil—. No estoy segura de entenderlo.

      La Viuda juntó las manos por las puntas de los dedos.

      —No hay mucho que entender. Yo necesito a alguien adecuado para casarse con mi hijo. Tú eres lo suficientemente hermosa, de una familia con un estatus adecuado, bien relacionada en la corte, y resulta suficientemente evidente por tu pequeña trama que te interesa el papel. Es un acuerdo que parece sumamente beneficioso para todos los afectados, ¿no crees?

      Angelica consiguió recomponerse un poco.

      —Sí, su majestad. Pero…

      —Definitivamente, es preferible a las alternativas —dijo la Viuda, acariciando la máscara con el dedo—. En todos los sentidos.

      Visto así, Angelica no tenía elección.

      —Me haría muy feliz, su majestad.

      —Tu felicidad no es mi principal preocupación —replicó la Viuda—. El bienestar de mi hijo y la seguridad de este reino sí. No pondrás en peligro ninguno de los dos, o habrá ajuste de cuentas.

      Angelica no tuvo que preguntar sobre el ajuste de cuentas. Ahora mismo, sentía que el hilo del terror la recorría. Odiaba eso. Odiaba que esta vieja bruja pudiera hacer que incluso algo que deseaba pareciera una amenaza.

      —¿Qué sucede con Sebastián? —preguntó Angelica—. Por lo que vie en el baile, sus interese están… en otro sitio.

      En la chica pelirroja que aseguraba ser de Meinhalt, pero que nos e comportaba como ninguna noble que Angelica hubiera conocido.

      —Eso ya no será un problema —dijo la Viuda.

      —Aun así, si todavía le duele…

      La mujer la miró fijamente.

      —Sebastián cumplirá con su deber, tanto hacia el reino como hacia su familia. Se casará con quien se le exija que se case y haremos que sea un acontecimiento feliz.

      —Sí, su majestad —dijo Angelica, bajando la mirada recatadamente. Una vez casada con Sebastián, tal vez no tendría que inclinarse y pasar estos apuros. Pero, por ahora, se comportaba como tenía que hacerlo—. Escribiré a mi padre enseguida.

      La Viuda hizo un gesto de rechazo con la mano.

      —Ya lo he hecho yo y Roberto ha aceptado encantado. Los preparativos para la boda ya están en marcha. Tengo entendido por los mensajeros que tu madre se desmayó al oír la noticia, pero ha tenido tendencia a la fragilidad. Confío en que este no sea un rasgo que pases a mis nietos.

      Hizo que sonara como una enfermedad que debía eliminarse. Angelica estaba más enojada por el modo en que todo se había llevado a la práctica sin que ella lo supiera. Aun así, hacía todo lo que podía para mostrar la gratitud que sabía que se esperaba de ella.

      —Gracias, su majestad —dijo—. Me esforzaré por ser la mejor nuera que pudiera esperar.

      —Solo recuerda que al convertirte en mi hija política no adquieres ningún favor especial —dijo la Viuda—. Has sido escogida para realizar un trabajo, y lo harás para mi satisfacción.

      —Me esforzaré por hacer feliz a Sebastián —dijo Angelica.

      La Viuda se puso de pie.

      —Procúralo. Hazlo tan feliz que no pueda pensar en nada más. Hazlo lo suficientemente feliz como para sacar los pensamientos… de otras de su mente. Hazlo feliz, dale hijos, haz lo que la esposa de un príncipe debe hacer. Si haces todo esto, tu futuro también será feliz.

      La irascibilidad de Angelica no iba a dejar pasar eso.

      —¿Y si no lo hago?

      La Viuda la miró como si no fuera nada, en lugar de una de las más grandes nobles del país.

      —Estás intentando ser fuerte con la esperanza de que te respete como a un igual —dijo—. Tal vez esperas que vea algo de mí misma en ti, Angelica. Tal vez incluso lo haga, pero eso apenas es algo bueno. Quiero que recuerdes una cosa desde este momento: me perteneces.

      —No, tú…

      La bofetada no fue fuerte. No le dejaría una marca que se viera. Apenas escocía, excepto

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