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CAPÍTULO VEINTE

       CAPÍTULO VEINTIUNO

       CAPÍTULO VEINTIDÓS

       CAPÍTULO VEINTITRÉS

       CAPÍTULO VEINTICUATRO

       CAPÍTULO VEINTICINCO

       CAPÍTULO VEINTISÉIS

       CAPÍTULO VEINTISIETE

       CAPÍTULO VEINTIOCHO

       CAPÍTULO VEINTINUEVE

      PRÓLOGO

      Ya había leído el libro doce veces por lo menos, pero no le importaba. Era un buen libro y hasta se las había arreglado para darle a cada personaje su propia voz. También ayudaba que se tratara de uno de sus libros favoritos— La Feria de las Tinieblas de Ray Bradbury. Para la mayoría, puede que pareciera un libro extraño que leer a los residentes de un hogar para ciegos, pero parecía que todos aquellos a los que se lo había leído estaban encantados.

      Se estaba acercando al final, y su último residente lo estaba devorando. Ellis, una mujer de cincuenta y siete años, le había contado que había nacido ciega y que había vivido en la residencia los últimos once años, después de que su hijo decidiera que ya no quería cargar con el peso de una madre ciega, y la llevara a la Residencia Wakeman para Invidentes.

      Parece que le cayó bien a Ellis de inmediato. Más adelante le dijo que no había hablado de él más que con unos cuantos residentes porque le gustaba tenerle para ella sola. Y eso le parecía bien. De hecho, eso resultaba realmente perfecto desde su punto de vista.

      Y lo que era incluso mejor, hace unas tres semanas ella había insistido en que salieran de los límites de la residencia; quería disfrutar de su cuentacuentos al aire libre, con la brisa dándole en la cara. Y a pesar de que no había mucha brisa el día de hoy—que hacía un calor aplastante—eso le parecía bien. Estaban sentados en un pequeño rosal que había como a media milla de la residencia. Se trataba, le dijo ella, de un lugar que visitaba con frecuencia. Le gustaba el olor de las rosas y el zumbido de las abejas.

      Y ahora, su voz, contándole la historia de Ray Bradbury.

      A él le encantaba caerle tan bien. Ella también le caía bien a él, la verdad. Ellis no interrumpía su lectura con cientos de preguntas como algunos otros hacían. Simplemente se sentaba allí, con la mirada enfocada en un espacio que no había visto nunca de verdad, y se quedaba colgada de cada una de sus palabras.

      Cuando llegó al final de un capítulo, miró su reloj de pulsera. Ya se había quedado diez minutos más de su tiempo habitual. No tenía más visitas planeadas para el día de hoy, pero tenía planes para más tarde por la noche.

      Colocó el marcapáginas dentro del libro, y dejó el libro a un lado. Sin la historia para distraerle, se dio cuenta de que el calor sureño le resultaba realmente abrumador.

      “¿Eso es todo por hoy?”., preguntó Ellis.

      Él sonrió ante su observación. No dejaba de sorprenderle lo bien que los demás sentidos venían a reemplazar la falta de visión. Ellis le había oído moverse en el banquito cerca del centro del jardín de rosas, y después el suave sonido que hizo al posar el libro en su pierna.

      “Sí, me temo que sí”, dijo él. “Ya he abusado de tu hospitalidad diez minutos de más”.

      “¿Cuánto queda?”., preguntó ella.

      “Unas cuarenta páginas, así que lo terminaremos la semana que viene. ¿Suena bien?”..

      “Suena perfecto”, dijo ella. Entonces frunció ligeramente el ceño y añadió: “¿Te importa que te pida… en fin, ya sabes… es una tontería, pero…”

      “No, está bien, Ellis”.

      Se inclinó más cerca de ella y dejó que le tocara la cara. Ella le pasó las manos por el contorno de su rostro. Él entendía que lo necesitara (y Ellis no había sido la única mujer invidente que le había hecho esto) pero seguía resultándole de lo más incómodo. Una breve sonrisa apareció en los labios de Ellis mientras recorría su cabeza y retiraba las manos.

      “Gracias”, dijo ella. “Y gracias por leerme. Estaba preguntándome si tenías algunas ideas para el siguiente libro”.

      “Depende de lo que te apetezca”.

      “¿Un clásico, quizás?”.

      “Esto es Ray Bradbury”, dijo él. “Es lo más clásico que puedo llegar a ser. Creo que tengo El Señor de las Moscas tirado por alguna parte”.

      “Ese es sobre los niños que se quedan abandonados en la isla, ¿verdad?”.

      “En pocas palabras, sí”.

      “Suena bien, pero este… este de La Feria de las Tinieblas es estupendo. ¡Buena elección!”.

      “Sí, es uno de mis favoritos”.

      Él se sentía bastante satisfecho de que ella no pudiera ver la sonrisa malvada que se había dibujado en su rostro. Sin duda, se acerca la feria de las tinieblas, pensó.

      Recogió su libro, usado y machacado tras años de uso, que había abierto por primera vez hacía treinta años. Esperó a que ella se pusiera en pie junto a él, como una cita impaciente. Ellis tenía su bastón con ella, pero rara vez lo usaba.

      El camino de regreso a la Residencia Wakeman para Invidentes fue breve. A él le gustaba observar la expresión de concentración en su cara cuando se ponía a caminar. Se preguntaba cómo debe ser eso de confiar en todos los demás sentidos para moverse por el mundo. Debe de ser agotador maniobrar por un entorno sin ser capaz de verlo.

      Mientras estudiaba su cara, su esperanza era, principalmente, que Ellis hubiera disfrutado de la parte del libro que había escuchado.

      Sujetó su libro con fuerza, casi un poco decepcionado de que Ellis no fuera a averiguar jamás su final.

      *

      Ellis cayó en la cuenta de que estaba pensando en los jovencitos de La Feria de las Tinieblas. En el libro era el mes de octubre. A ella le gustaría que también fuera octubre aquí, pero no… era finales de julio en el sur de Virginia, y no creía que pudiera hacer más calor del que hacía. Incluso después de planear su paseo justo antes del crepúsculo, todavía tenían una temperatura cruel de 32 grados según Siri en su iPhone.

      Tristemente, se había hecho una experta en Siri. Era una manera excelente de pasar el tiempo, hablando con su estirada vocecita robótica, informándole de trivialidades, novedades sobre el tiempo, y resultados deportivos.

      Había unos cuantos expertos en tecnología en la residencia que se encargaban de que todas sus cosas en el ordenador estuvieran siempre actualizadas. Tenía un MacBook cargado con iTunes y una discoteca bastante importante. También tenía el último iPhone y hasta una aplicación de lujo que respondía a un dispositivo agregado que le permitía interactuar en Braille.

      Siri le acababa de decir que había treinta grados en el exterior. Eso parecía imposible, ahora que casi eran las 7:30 de la tarde. Oh, en fin, pensó. Un poco de sudor nunca le hizo daño a nadie.

      Pensó en olvidarse de su paseo por hoy. Era un paseo que daba al menos cinco veces por semana, y ya lo había

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