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pero pensó que podía ver cómo resplandecían sus ojos de las lágrimas mientras ella se tomaba un poco más del café que le había dado.

      Nunca se puede ser demasiado cauto, pensó.

      “Huston, sabemos con certeza que la señora Ridgeway fue asesinada a media milla de los terrenos de Wakeman en algún momento entre las siete y cinco y las diez menos veinte de la noche del martes. ¿Tienes algún tipo de coartada para ese periodo de tiempo?”.

      Vio esa mirada por tercera vez mientras buscaba la respuesta en su interior, pero entonces empezó a asentir lentamente. “Estaba aquí, en el apartamento. Estaba en una conferencia con tres chicos más. Estamos empezando con esta pequeña organización para ayudar a los sin techo en el centro y en las ciudades circundantes”.

      “¿Alguna prueba?”.

      “Podría enseñarte dónde me conecté. Además, creo que otro de los chicos conserva notas bastante decentes de las llamadas. Habrá toda clase de hilos de mensajes con marca de hora, ediciones de notas, y cosas así”. Ya estaba yendo en busca de su portátil, que estaba sobre un escritorio delante de uno de los ventanales. “Aquí, te lo puedo mostrar si quieres”.

      Ahora ya estaba segura de que Robbie Huston era inocente, pero quería llegar hasta el final. Dado lo mucho que le habían afectado las noticias, también quería que Robbie sintiera que había contribuido con algo al caso. Así que miró por encima del hombro mientras él entraba a la página de la plataforma para la conferencia, accedía a ella, y recuperaba su historial no ya de los últimos días, sino también de las últimas semanas. Comprobó que le había dicho la verdad: había participado en una llamada en grupo y una sesión de planificación entre las 6:45 y las 10:04 de la noche del martes.

      El proceso completo le llevó menos de cinco minutos, para mostrarle las notas y las correcciones, además del momento en que entró y salió de la página.

      “Muchas gracias por su ayuda, señor Huston”, le dijo.

      Él asintió mientras le llevaba hasta la puerta. “Dos ciegos…” dijo él, intentando encontrarle algún sentido. “¿Por qué haría alguien algo así?”.

      “Eso es lo que yo también intento averiguar”, dijo. “Por favor, llámame si piensas en cualquier cosa que pueda ayudar”, añadió, ofreciéndole una de sus tarjetas.

      Él la tomó, le hizo un gesto de despedida parsimonioso, y después de que ella saliera, cerró la puerta. Mackenzie se sentía casi como si acabara de darles la noticia de los asesinatos a los familiares de las víctimas y no a un chico de gran corazón que parecía estar realmente interesado por los dos fallecidos.

      Casi lo envidiaba… sentir remordimiento genuino por unos desconocidos. Últimamente, no había visto a los muertos como nada más que cadáveres—como cuerpos sin nombre, llenos de pistas potenciales.

      Sabía que no era la mejor manera de vivir la vida. No podía permitir que su trabajo acabara con su sentido de la compasión. O con su humanidad.

      CAPÍTULO SIETE

      Mackenzie aparcó su coche delante de la Residencia Treston para Invidentes a las 11:46, logrando llegar en menos tiempo de lo que había estimado su GPS. Aunque lo cierto es que, una vez hubo aparcado delante del edificio, tuvo que volver a comprobar la dirección que le había dado Clarke. La residencia parecía muy pequeña, no más grande que una fachada de una tienda normal. Estaba ubicada al extremo occidental de la localidad de Treston, que, aunque era mucho más grande que Stateton, tampoco tenía nada de lo que presumir. Aunque la ciudad estaba a mucha distancia de la desidia rural de Stateton, solo contaba con dos semáforos. Lo único que la hacía un poco más urbana era el McDonald’s que había en la calle mayor.

      Convencida de que tenía la dirección correcta—lo que fue confirmado cuando vio el letrero que había delante de la propiedad en estado de deterioro—Mackenzie salió del coche y subió por el pavimento agrietado. La puerta principal solo estaba separada del pavimento por tres escalones de hormigón que parecía que nadie hubiera barrido en años.

      Pasó al interior, entrando al área que hacía las veces de recepción y sala de espera. Había una mujer sentada detrás del mostrador junto a la pared frontal, hablando por teléfono. La pared que tenía detrás estaba pintada de un tono de blanco que resultaba deslumbrante. Había una pizarra de borrado en seco a su izquierda que contenía unas cuantas anotaciones. Por lo demás, la pared era sosa y sin ningún atractivo.

      Mackenzie tuvo que caminar hasta el mostrador y quedarse allí de pie, apoyándose contra él y haciendo lo que podía para mostrar que necesitaba asistencia. La mujer que estaba sentada detrás del mostrador dio la impresión de sentirse terriblemente irritada por ello y terminó su llamada telefónica a regañadientes. Finalmente, miró hacia Mackenzie y le preguntó: “¿Puedo ayudarle?”.

      “Estoy aquí para hablar con el director”, dijo ella.

      “¿Y usted es…?”.

      “Agente Mackenzie White, del FBI”.

      La mujer se detuvo por un instante, como si no creyera a Mackenzie. Esta vez, le tocaba a Mackenzie mirarle con aspecto irritado. Le mostró su placa y entonces vio cómo la mujer se ponía en movimiento. Agarró el teléfono, marcó una extensión, y habló con alguien brevemente. Evitó hacer contacto ocular con Mackenzie todo el tiempo.

      Cuando la mujer ya había terminado, volvió a mirar a Mackenzie. Era evidente que se sentía avergonzada, pero Mackenzie hizo todo lo que pudo para no regodearse demasiado en ello.

      “La señora Talbot le verá de inmediato”, dijo la mujer. “Vaya hacia la parte de atrás. Su oficina es la primera puerta que se va a encontrar”.

      Mackenzie atravesó la única otra puerta que había en el recibidor y entró a un pasillo. El pasillo era bastante corto, y contenía solo tres puertas. Al final del pasillo, había un par de puertas dobles que estaban cerradas. Asumió que la residencia propiamente dicha estaría detrás de esas puertas, esperando que las habitaciones estuvieran en bastante mejor estado que el resto del edificio.

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