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      “Desde luego,” dijo Mackenzie. “De todos modos, no estamos aquí por eso. Esperábamos que pudiera darnos alguna idea sobre sus vidas privadas. ¿Les conocía bien?”

      Demi les había llevado a la cocina, donde Mackenzie y Harrison tomaron asiento junto al mostrador. El lugar tenía la misma distribución que la residencia de los Kurtz. Mackenzie vio cómo Harrison miraba con escepticismo hacia las escaleras que ascendían desde la sala de estar adyacente.

      “No éramos amigos, si eso es lo que quiere saber,” dijo Demi. “Nos decíamos hola si nos veíamos, ¿sabe? Hicimos una barbacoa en el patio de atrás unas cuantas veces, pero eso fue todo.”

      “¿Cuánto tiempo hacía que eran sus vecinos?” preguntó Harrison.

      “Algo más de cuatro años, creo.”

      “¿Y les consideraba buenos vecinos?” continuó Mackenzie.

      Demi se encogió de hombros. “En general, sí. Tenían algunas reuniones ruidosas de vez en cuando durante la temporada de fútbol, pero no era para tanto. Francamente, casi no llamo a comisaría por lo del estúpido perro. La única razón por la que lo hice fue porque nadie respondió a la puerta cuando fui a llamar.”

      “Supongo que no sabe si tenían algunos invitados habituales, ¿verdad?”

      “Creo que no,” dijo Demi. “Los policías me hicieron la misma pregunta. Mi marido y yo lo estuvimos pensando y no recuerdo haber visto nunca ningún coche aparcado allí habitualmente excepto el suyo.”

      “En fin, ¿sabe si formaban parte de algo que pueda darnos alguna gente con la que hablar? ¿Algún tipo de club o de intereses peculiares?”

      “Que yo sepa, no,” dijo Demi. Al hablar, miraba hacia la pared, como si estuviera tratando de ver a través de ella la mansión de los Kurtz. Parecía un tanto triste, ya fuera por la pérdida de los Kurtz o simplemente por haber sido arrastrada hasta el medio de todo este asunto.

      “¿Está segura?” presionó Mackenzie.

      “Bastante segura, sí. Creo que el marido jugaba a racquetball. Le vi de camino unas cuantas veces, volviendo del gimnasio. Por lo que respecta a Julie, no lo sé. Sé que le gustaba dibujar, pero eso se debe a que me enseñó algo de lo que hacía una vez. Por lo demás… no. La verdad es que eran bastante reservados.”

      “¿Hay alguna otra cosa sobre ellos—cualquier cosa en absoluto—que le llamara la atención?”

      “Bueno,” dijo Demi, todavía mirando a la pared, “sé que es un tanto guarro, pero era obvio para mi marido y para mí que los Kurtz tenían una vida sexual activa. Por lo visto, las paredes son bastante delgadas por aquí—o los Kurtz eran muy ruidosos. Ni siquiera puedo decirles cuántas veces les escuchamos. A veces ni siquiera se trataba de sonidos amortiguados; no se cortaban ni un pelo, ¿me entiende?”

      “¿Algo violento?” preguntó Mackenzie.

      “No, nunca sonó como algo así,” dijo Demi, ahora con aspecto un tanto avergonzado. “Solo eran muy apasionados. Era algo de lo que siempre nos quisimos quejar, pero nunca lo hicimos. Resulta un tanto embarazoso sacarlo a colación, ¿sabe?”

      “Claro,” dijo Mackenzie. “Ha mencionado a su marido unas cuantas veces. ¿Dónde está?”

      “En el trabajo. Trabaja de nueve a cinco. Yo me quedo aquí y dirijo un servicio editorial a tiempo parcial, uno de esos trabajos desde casa.”

      “¿Haría el favor de hacerle las mismas preguntas que le acabamos de hacer para asegurarnos de que tenemos toda la información posible?” preguntó Mackenzie.

      “Sí, desde luego.”

      “Muchísimas gracias por su tiempo, señora Stiller. Puede que le llame un poco más tarde si surgen más preguntas.”

      “Está bien,” dijo Demi mientras les guiaba de vuelta a la puerta principal.

      Cuando ya estaban afuera y Demi Stiller había cerrado la puerta, Harrison miró de nuevo a la mansión que Josh y Julie Kurtz habían considerado en su día su hogar.

      “Así que ¿lo único que sacamos de esto fue que tenían una vida sexual estupenda?” preguntó él.

      “Eso parece,” dijo ella. “Pero eso nos indica que tenían un matrimonio fuerte, quizás. Añade eso a las declaraciones de la familia sobre su matrimonio aparentemente ideal y resulta todavía más difícil encontrar una razón para sus asesinatos. O, por otro lado, ahora podría resultar más fácil. Si tenían un buen matrimonio y no se metían en problemas, encontrar a alguien que tuviera algo en contra de ellos podría resultar más fácil. Ahora… echa un vistazo a tus notas. ¿Dónde elegirías ir a continuación?”

      Harrison pareció algo sorprendido de que le hubiera hecho esa pregunta, pero miró seriamente la libreta en la que apuntaba sus notas y guardaba sus documentos. “Tenemos que examinar la primera escena del crimen—la residencia de los Sterling. Los padres del marido viven a seis millas de la casa, con lo que puede que merezca la pena hacerles una visita.”

      “Eso suena bien,” dijo ella. “¿Tienes las direcciones?”

      Ella le lanzó las llaves del coche y se dirigió hacia la puerta del copiloto. Entonces se tomó un instante para admirar la mirada de sorpresa y de orgullo en la cara de Harrison ante el sencillo gesto mientras él atrapaba las llaves.

      “Entonces marca el camino,” dijo Mackenzie.

      CHAPTER FIVE

      La residencia de los Sterling estaba a once millas de distancia de la mansión de los Kurtz. Mackenzie no pudo evitar admirar el lugar mientras Harrison aparcaba en la alargada entrada al garaje de hormigón. La casa se asentaba a unos cincuenta metros de la carretera principal, bordeada por unas macetas preciosas y unos árboles altos y esbeltos. La casa propiamente dicha era muy moderna, principalmente compuesta de ventanales y de unas vigas envejecidas de madera. Parecía una casa idílica pero cara para una pareja acomodada. Lo único que acababa con esa ilusión era la cinta amarilla que se emplea en escenas del crimen y que atravesaba la puerta principal.

      Cuando comenzaron a caminar hacia la entrada, Mackenzie se dio cuenta de lo tranquilo que era el lugar. Estaba bloqueado de las otras mansiones vecinas por un bosquecillo, un exuberante vergel que parecía igual de bien mantenido y de caro que las casas que había en este sector de la ciudad. Aunque la propiedad no estaba en la playa, podía oír el murmullo del mar en algún punto en la distancia.

      Mackenzie pasó por debajo de la cinta amarilla y escarbó la llave de repuesto que le había dado Dagney, proveniente de la investigación original del departamento de policía de Miami. Entraron a un amplio recibidor y Mackenzie se sorprendió una vez más del silencio absoluto que le rodeaba. Echó un vistazo a la distribución de la casa. Había un pasillo que se extendía a su izquierda y acababa en una cocina. El resto de la casa era bastante abierto; una sala de estar y una zona con varios sofás conectados entre ellos, que llevaban hacia un área que quedaba fuera de la vista a un porche trasero separado por un ventanal.

      “¿Qué sabemos sobre lo que sucedió aquí?” preguntó Mackenzie a Harrison. Ella, claro está, ya lo sabía, pero quería dejarle exhibir su propia pericia y devoción, con la esperanza de que se sintiera cómodo enseguida, antes de que el caso cobrara vida.

      “Deb y Gerald Sterling,” dijo Harrison. “Él tenía treinta y seis años y ella, treinta y ocho. Asesinados en su dormitorio del mismo modo que los Kurtz, aunque estos asesinatos tuvieron lugar al menos tres días antes que el de los Kurtz. Sus cadáveres fueron hallados por el ama de llaves, poco después de las ocho de la mañana. Los informes del forense indican que les habían asesinado la noche anterior. Las investigaciones iniciales no consiguieron ninguna prueba de ningún tipo, aunque, en este momento, los forenses están analizando unas fibras de cabello que se encontraron colgando del marco de la puerta.”

      Mackenzie

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