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observaba al extraño Mar de las Lágrimas de color azul claro y sintió que lo envolvía una urgencia por saber hacia dónde era llevado. Sin poder seguir guardando silencio, se volteó hacia Sovos desesperado por obtener respuestas.

      “¿Por qué yo?” preguntó Alec otra vez rompiendo el silencio, esta vez con la determinación de escuchar una respuesta. “¿Por qué fui elegido de entre toda la ciudad? ¿Por qué tuve que sobrevivir yo? Podrías haber salvado a cien personas más importantes que yo.”

      Alec esperó pero Sovos guardó silencio, dándole la espalda y examinando el mar.

      Alec decidió tratar de otra manera.

      “¿Hacia dónde vamos?” preguntó Alec otra vez. “¿Y cómo es que este barco puede navegar tan rápido? ¿De qué está hecho?”

      Alec observó la espalda del hombre. Pasaron minutos.

      Finalmente el hombre negó con la cabeza sin darse la vuelta.

      “Vas a donde estás destinado a ir, a donde estás destinado a estar. Te elegí porque te necesitamos a ti y no a otro.”

      Alec estaba confundido.

      “¿Necesitado para qué?” Alec presionó.

      “Para destruir a Pandesia.”

      “¿Por qué yo?” preguntó Alec. “¿Cómo es que yo puedo ayudar?”

      “Todo será claro una vez que lleguemos,” respondió Sovos.

      “¿Lleguemos a dónde?” presionó Alec frustrado. “Mis amigos están en Escalon. Personas a las que amo. Una chica.”

      “Lo siento,” suspiró Sovos, “pero atrás ya no queda nadie. Todo lo que una vez conociste y amaste se ha ido.”

      Entonces hubo un largo silencio y, en medio del silbar del viento, Alec oró por que estuviera equivocado; aunque en su interior sentía que era verdad. ¿Cómo podía la vida cambiar tan rápido? se preguntaba.

      “Pero tú estás vivo,” continuó Sovos, “y ese es un regalo muy precioso. No lo desaproveches. Puedes ayudar a muchos otros si pasas la prueba.”

      Alec frunció el ceño.

      “¿Qué prueba?” preguntó.

      Sovos finalmente se volteó y lo miró con ojos penetrantes.

      “Si tú eres el elegido,” dijo, “nuestra causa recaerá sobre tus hombros; pero si no, no nos servirás de nada.”

      Alec trató de entender.

      “Ya hemos navegado por días y no hemos llegado a ninguna parte,” Alec dijo. “Sólo más profundo en el mar. Ya ni siquiera puedo ver a Escalon.”

      El hombre sonrió.

      “¿Y a dónde crees que vamos?” le preguntó.

      Alec se encogió de hombros.

      “Parece que vamos al noreste. Tal vez a un lugar cerca de Marda.”

      Alec estudió el horizonte exasperado.

      Sovos finalmente respondió.

      “Estás muy equivocado, joven amigo,” respondió. “Realmente equivocado.”

      Sovos volvió al timón mientras una fuerte ráfaga de viento se elevaba haciendo que el barco montara las crestas de las olas del océano. Alec miró hacia adelante y, por primera vez, se sorprendió al ver una pequeña forma en el horizonte.

      Se apresuró hacia adelante lleno de emoción mientras tomaba la barandilla.

      En la distancia aparecía lentamente una masa de tierra que empezaba a tomar forma. La tierra parecía brillar como si estuviera hecha de diamantes. Alec puso una mano encima de sus ojos tratando de descubrir de qué se trataba. ¿Qué isla podría existir aquí en medio de la nada? Puso a trabajar su cerebro pero no pudo recordar ninguna isla en los mapas. ¿Era este algún país del que nunca había escuchado?

      “¿Qué es eso?” preguntó Alec apresurado y lleno de anticipación.

      Sovos volteó y, por primera vez desde que Alec lo había conocido, sonrió ampliamente.

      “Bienvenido, mi amigo,” dijo, “a las Islas Perdidas.”

      CAPÍTULO SIETE

      Aidan estaba atado a un poste sin poder moverse mientras miraba a su padre cerca de él arrodillado y rodeado por soldados Pandesianos. Estaban frente a él levantando sus espadas sobre su cabeza.

      “¡NO!” gritó Aidan.

      Trató de liberarse y correr para ayudar a su padre pero, sin importar cuánto lo intentaba, no podía quitarse las cuerdas que lo ataban de tobillos y muñecas. Estaba siendo obligado a ver a su padre arrodillado y con ojos llenos de lágrimas viéndolo fijamente y esperando su ayuda.

      “¡Aidan!” gritaba su padre extendiendo una mano hacia él.

      “¡Padre!” gritaba Aidan respondiéndole.

      Las espadas cayeron y, un momento después, el rostro de Aidan se salpicó de sangre mientras la cabeza de su padre era cortada.

      “¡NO!” gritó Aidan sintiendo cómo su vida se colapsaba en él mismo, cómo se hundía en un hoyo negro.

      Aidan despertó repentinamente, agitado y cubierto en sudor frío. Se sentó en la oscuridad tratando de descubrir en dónde estaba.

      “¡Padre!” gritó Aidan buscándolo y aún medio dormido, todavía sintiendo una urgencia por salvarlo.

      Volteó hacia los lados sintiendo algo en su rostro y cabello y en todo su cuerpo, y se dio cuenta que apenas podía respirar. Se quitó algo largo y delgado del rostro y descubrió que estaba recostado sobre una pila de heno, casi enterrado en ella. Se liberó de ella mientras se sentaba.

      Estaba oscuro y apenas podía distinguir el tenue resplandor de una antorcha por en medio de los tablones; pronto se dio cuenta de que estaba en la parte posterior de un carro. Sintió un ajetreo a su lado y volteó para descubrir con alivio que era Blanco. El gran perro saltó en el carro a su lado y lamió su rostro mientras Aidan lo abrazaba.

      Aidan respiró agitadamente todavía exaltado por el sueño. Había parecido muy real. ¿Había sido su padre realmente asesinado? Trató de pensar en la última vez que lo vio en el patio real, emboscado y rodeado. Recordó tratar de ayudarle y después ser atrapado por Motley en la oscuridad de la noche. Recordó que Motley lo había puesto en este carro y cómo avanzaban por la callejuelas de Andros para escapar.

      Esto explicaba el carro. ¿Pero a dónde habían ido? ¿A dónde lo había llevado Motley?

      Una puerta se abrió y una antorcha encendida iluminó la habitación. Aidan finalmente pudo ver en dónde estaba: una pequeña habitación de piedra con techo bajo y arqueado que parecía una pequeña cabaña o taberna. Miró a Motley de pie en la entrada y con su silueta resaltada por la luz.

      “Sigue gritando de esa manera y los Pandesianos nos encontrarán,” le advirtió Motley.

      Motley se dio la vuelta y regresó a la habitación bien iluminada a la distancia, y Aidan rápidamente se bajó del carro y lo siguió con Blanco a su lado. Mientras Aidan entraba en la brillante habitación, Motley rápidamente cerró la gruesa puerta de roble y la aseguró varias veces.

      Aidan observó mientras sus ojos se ajustaban a la luz y reconoció varios rostros familiares: los amigos de Motley; los actores, todos los artistas callejeros. Todos estaban aquí escondiéndose y seguros en esta pequeña taberna sin ventanas. Todos los rostros, antes festivos, estaban ahora tristes y sombríos.

      “Los Pandesianos están en todas partes,” dijo Motley a Aidan. “Mantén la voz baja.”

      Aidan, avergonzado, ni siquiera se había dado cuenta de que estaba gritando.

      “Lo siento,” dijo. “Tuve una pesadilla.”

      “Todos tenemos pesadillas,” respondió Motley.

      “Estamos

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