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arcos y lanzas.

      En medio, mirando hacia abajo, había un general del Imperio.

      “Sois estúpidos al acercaros tanto”, dijo gritando, su voz resonando. “Estáis al alcance de nuestros arcos y nuestras lanzas. Puedo mataros en un instante con tan solo mover un dedo”.

      “Pero seré misericordioso”, añadió. “Decid a vuestros ejércitos que bajen las armas y os dejaré vivir”.

      Volusia miró al general, no podía ver su cara contra la luz del sol, este comandante solitario que se había quedado solo para defender la capital, y miró a sus hombres, que estaban a lo largo de las murallas, todos con los ojos fijos en ella, y los arcos en la mano. Sabía que hablaba en serio.

      “Os daré una oportunidad para que bajéis vuestras armas”, respondió, “antes de que mate a todos tus hombres y convierta esta capital en escombros”.

      Él rió con disimulo y ella vio cómo él y todos sus hombres bajaban sus viseras, preparándose para la batalla.

      Rápido como un rayo, Volusia de repente oyó el sonido de un millar de flechas y un millar de lanzas lanzadas y, al mirar hacia arriba, vio que el cielo ennegrecía, lleno de armas, que apuntaban todas hacia ella.

      Volusia estaba allí, como clavada al suelo, sin miedo, sin tan solo encogerse. Sabía que ninguna de estas armas podía hacerle daño. Después de todo, era una diosa.

      A su lado, el Vok levantó una de sus largas y verdes manos y, al hacerlo, una esfera verde salió de ella y flotó en el aire delante de ella, proyectando un escudo de luz verde a pocos metros por encima de la cabeza de Volusia. Un instante después, las flechas y las lanzas rebotaron sin causar ningún daño y fueron a parar al suelo, en un montón enorme, a su lado.

      Volusia observó con satisfacción el montón, cada vez más grande, de lanzas y flechas y, al mirar de nuevo hacia arriba, vio las caras atónitas de todos los soldados del Imperio.

      “¡Os daré una nueva oportunidad para bajar vuestras armas!” exclamó.

      El comandante del Imperio tenía el semblante serio, estaba claramente frustrado y sopesando sus opciones, pero sin moverse. En su lugar, hizo señas a sus hombres y ella vio cómo preparaban otra descarga.

      Volusia hizo una señal con la cabeza a Vokin y este hizo un gesto a sus hombres. Docenas de Voks dieron un paso adelante, se pusieron todos en fila y levantaron las manos, apuntando con ellas, por encima de sus cabezas. Un instante después, docenas de esferas verdes llenaban el cielo, en dirección a las murallas de la capital.

      Volusia observaba con gran expectación, esperando a ver cómo las murallas se desmoronaban, esperando ver a todos los hombres aplastados a sus pies, esperando a que la capital fuera suya. Ya estaba ansiosa por sentarse en el trono.

      Pero, para su sorpresa y consternación, Volusia observó cómo las esferas de luz verde rebotaban, inofensivas, en las murallas de la capital, para después desaparecer en brillantes destellos de luz. No podía comprenderlo: eran inefectivas.

      Volusia miró a Vokin, el cual parecía también desconcertado.

      Allá arriba, el comandante del Imperio, reía mientras miraba hacia abajo.

      “Usted no es la única que posee brujería”, dijo. “Las paredes de esta capital no pueden derribarse con la magia, han superado el paso de miles de años, han mantenido a raya a los bárbaros, ejércitos enteros más grandes que el suyo. No existe magia que pueda derribarlas –solo las manos humanas”.

      Él hizo una maliciosa y amplia sonrisa.

      “Ya ve”, añadió, “ha cometido el mismo error que tantos otros que pretendieron conquistarla antes que usted. Ha confiado en la brujería para acercarse a esta capital y ahora pagará el precio”.

      Los cuernos sonaban arriba y abajo de los parapetos y, cuando Volusia echó un vistazo, se sorprendió al ver un ejército de soldados que dibujaba el horizonte. La línea del horizonte estaba llena de cientos de miles de ellos, un gran ejército, más grande incluso que los hombres que tenía tras ella. Estaba claro que habían estado esperando la orden del comandante del Imperio más allá de las murallas, al otro lado de la capital, en el desierto. No había topado con una batalla más, esta sería una guerra en toda regla.

      Sonó otro cuerno y, de repente, las enormes puertas de oro que tenía ante ella empezaron a abrirse. Se abrían más y más y, mientras lo hacían, se oyó un gran grito de guerra, mientras salían más miles de soldados del Imperio, dirigiéndose directamente a ellos.

      A la vez, los centenares de miles de soldados que estaban en el horizonte se dirigían también hacia ellos, dividiendo sus fuerzas alrededor de la ciudad del Imperio y atacándolos por ambos lados.

      Volusia, que se mantenía en su sitio, levantó un puño en alto y lo bajó después.

      Tras ella, su ejército soltó un gran grito de guerra mientras corrían a toda prisa para encontrarse con los hombres del Imperio.

      Volusia sabía que esta era la batalla que decidiría el destino de la capital –el mismo destino del Imperio. Sus hechiceros le habían fallado pero sus soldados no lo harían. Al fin y al cabo, ella podía ser más despiadada que cualquier hombre y, para ello, no necesitaba de la brujería.

      Veía cómo los hombres se dirigían hacia ella y no se movió, deleitándose ante la oportunidad de matar o ser asesinada.

      CAPÍTULO SEIS

      Gwendolyn abrió los ojos al sentir una sacudida y un golpe en la cabeza y miró a su alrededor, desorientada. Vio que estaba tumbada de costado encima de una plataforma dura de madera y el mundo se movía a su alrededor. Entonces oyó un quejido y sintió algo húmedo en la mejilla. Echó un vistazo y vio a Krohn, acurrucado a su lado, lamiéndola, y su corazón dio un salto de alegría. Krohn tenía un aspecto enfermizo, famélico, agotado, sin embargo, estaba vivo. Esto era lo único que importaba. Él también había sobrevivido.

      Gwen se lamió los labios y se dio cuenta de que no estaban tan secos como antes; se sentía aliviada incluso de podérselos lamer, ya que antes su lengua había estado muy hinchada, incluso para moverse. Sintió cómo un chorrito de agua entraba en su boca y, al mirar por el rabillo del ojo, vio a uno de aquellos nómadas del desierto de pie a su lado, sujetando un saco por encima de ella. Ella lo lamía ávidamente, una y otra vez, hasta que él lo retiró.

      Cuando él retiró la mano, Gwen alargó el brazó y le cogió la muñeca y la llevó hacia Krohn. Al principio el nómada parecía atónito, pero después entendió lo que pasaba y vertió agua en la boca de Krohn. Gwen se sintió aliviada al observar a Krohn dando lengüetazos al agua, bebiendo mientras estaba tumbado a su lado, jadeando.

      Gwen sintió otra sacudida, otro golpe al temblar la plataforma y echó un vistazo al mundo, girada de lado y, a parte del cielo y las nubes que pasaban, no vio nada ante ella. Sentía que su cuelpo se elevaba, más y más arriba, hacia el aire, con cada una de las sacudidas y no comprendía qué estaba sucediendo, dónde se encontraba. No tenía fuerzas para incorporarse, pero podía estirar el cuello lo suficiente para ver que estaba tumbada en una amplia plataforma de madera, que unas cuerdas situadas en cada punta de la misma levantaban. Alguien tiraba de las cuerdas, que chirriaban por el desgaste, desde arriba y, con cada tirón, la plataforma se elevaba un poco más. La levantaban a lo largo de unos interminables y empinados acantilados, los mismos acantilados que había reconocido antes de desmayarse. Los acantilados coronados por parapetos y caballeros relucientes.

      Al recordarlo, Gwen se dio la vuelta y estiró el cuello y, al mirar hacia abajo, inmediatamente se sintió mareada. Estaban a más de cien metros del suelo del desierto y seguían subiendo.

      Se giró y miró hacia arriba y, a unos treinta metros por encima de ellos, vio los parapetos, el sol dificultaba su visión y los caballeros, que miraban hacia abajo, estaban cada vez más cerca con cada tirón de las cuerdas.

      Gwen se dio la vuelta de inmediato y examinó la plataforma y la inundó el alivio al ver que toda su gente estaban todavía con ella: Kendrick, Sandara, Steffen, Arliss, Aberthol, Illepra, la bebé Krea, Stara, Brandt, Atme

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