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y sus pies golpeaban los bultos y las piedras que habían por debajo y parecía continuar para siempre. Después de un rato ya no podía decir cuánto tiempo había pasado. Parecían días. El único sonido que oía era el del viento del desierto arrasando.

      Gwen sintió más agua fría en sus labios y esta vez bebió más, hasta que la apartaron. Abrió un poco más los ojos y, al ver que la criatura la retiraba, entendió que se la estaba suministrando lentamente como para no darle demasiada de golpe. Esta vez, el agua que caía por su garganta no parecía tan molesta y sintió cómo la hidratación corría por sus venas. Sintió lo desesperadamente que la necesitaba.

      “Por favor”, dijo Gwen, “más”.

      En su lugar, la criatura vertió agua sobre su cara y sus ojos y sintió el agua refrescante corriendo por su piel caliente. Se llevó parte del polvo de sus párpados y los pudo abrir un poco más – por lo menos lo suficiente para ver lo que estaba sucediendo.

      A su alrededor vio más de aquellas criaturas, docenas de ellas, arrastrando los pies por el suelo del desierto, con sus túnicas y sus capuchas negras, hablando entre ellos con extraños ruidos chirriantes. Echó un vistazo y vio que llevaban algunos cuerpos más y sintió un inmenso alivio al reconocer los cuerpos de Kendrick, Sandara, Aberthol, Brandt, Atme, Illepra, la bebé, Steffen, Arliss, algunos Plateados y Krohn – quizás una docena de ellos en total. Los arrastraban junto a ella y Gwen no podía decir si estaban vivos o muertos. Por la forma en que estaban tumbados, todos tan flácidos, solo podía imaginar que estaban muertos.

      Su corazón le dio un vuelco y Gwen le pidió a Dios que no fuera así. Sin embargo, ella era pesimista. Después de todo, ¿quién podría haber sobrevivido allí? Todavía no estaba del todo segura de que ella hubiera sobrevivido.

      Mientras la continuaban arrastrando, Gwen cerró los ojos y cuando los volvió a abrir se dio cuenta de que se había quedado dormida. No sabía cuánto tiempo más había pasado pero ahora ya era tarde, los dos soles estaban bajos en el cielo. Todavía la estaban arrastrando. Se preguntaba quiénes eran aquellas criaturas; imaginaba que eran algún tipo de nómadas del desierto, quizás alguna tribu que había conseguido sobrevivir allí. Se preguntaba cómo la habían encontrado, a dónde la llevaban. Por un lado, estaba muy contenta de que le hubieran salvado la vida; por el otro, ¿quién sabe si se la llevaban para matarla? ¿Cómo comida para la tribu?

      Fuera como fuera, estaba demasiado débil y agotada para hacer algo al respecto.

      Gwen abrió los ojos, no sabía cuánto tiempo más tarde, sobresaltada por un crujido. Al principio parecía un arbusto de espinas dando vueltas por el suelo del desierto. Pero mientras el sonido se volvía más fuerte, más incesante, supo que era otra cosa. Parecía una tormenta de arena. Una tormenta de arena intensa e incesante.

      Cuando se aproximaron y los que la llevaban se giraron, Gwen echó un vistazo y eso le permitió tener una vista como nunca había tenido. Era una vista que le revolvía el estómago, especialmente al darse cueta que se estaban acercando a ella: allí, quizás a unos quince metros, había un muro de arena arrasador, que se elevaba hasta el cielo, tan alto que no se podía ver si tenía un final. El viento soplaba violentamente a través de él, como un tornado contenido y la arena se arremolinaba violentamente en el aire, era tan grueso que no se podía ver a través de él.

      Se dirigían directamente hacia el muro de arena embravecido, el ruido era tan fuerte que resultaba ensordecedor y ella se preguntaba por qué. Parecía que se estaban acercando a una muerte instantánea.

      “¡Girad!” intentó decir Gwen.

      Pero su voz era ronca, demasiado débil para que alguien la oyera, especialmente por encima del viento. Dudaba que la escucharan, incluso aunque la hubieran oído.

      Gwen empezaba a notar que la arena le arañaba la piel mientras se acercaban al agitado muro de arena y, de repente, dos criaturas se acercaron a ella y cubrieron todo su cuerpo con una sábana larga y pesada, y le taparon la cara. Se dio cuenta de que la estaban protegiendo.

      Un instante después, Gwen se encontró dentro de un muro violento de arena removida.

      Cuando se adentraron en él, el ruido era tan fuerte, que Gwen sentía que iba a ensordecer y se preguntaba si era posible sobrevivir a ello. Gwen se dio cuenta enseguida de que aquella tela sobre ella la estaba salvando; protegía su cara y su piel de ser hechas trizas por el embravecido muro de arena. Los nómadas continuaban andando, con las cabezas agachadas contra el muro de arena, como si lo hubieran hecho muchas veces antes. Continuaban tirando de ella a través de él y, mientras la arena parecía enfurecerse a su alrededor, Gwen se preguntaba si aquello tendría un final.

      Entonces, finalmente, llegó el silencio. Un silencio dulce, dulce como nunca antes había disfrutado. Dos nómadas le retiraron la tela y Gwen vio que habían pasado el muro de arena, que habían salido al otro lado. Pero, ¿al otro lado de qué? se preguntaba.

      Finalmente, dejaron de arrastrarla y, al hacerlo, todas las preguntas de Gwen fueron respondidas. La dejaron en el suelo con delicadeza y ella se quedó allí tumbada, inmóvil, mirando hacia el cielo. Parpadeó varias veces, inentando comprender la visión que había ante ella.

      Lentamente, la visión que tenía ante ella se hizo nítida. Vio un muro hecho de piedra increíblemente alto, que se elevaba cientos de metros hacia las nubes. El muro se alargaba en todas direcciones, desapareciendo en el horizonte. Arriba del todo de estos altísimos peñascos, Gwen vio murallas, fortificaciones y, encima de ellas, miles de caballeros que llevaban armaduras que brillaban al sol.

      Ella no podía entenderlo. ¿Cómo podían estar aquí? se preguntaba. ¿Caballeros, en medio del desierto? ¿Dónde la habían llevado?

      Entonces, de repente, con un sobresalto lo supo. Su corazón palpitaba más rápido al darse cuenta de repente que lo habían encontrado, que habían llegado hasta aquí, atravesando todo el Gran Desierto.

      Después de todo, existía.

      El Segundo Anillo.

      CAPÍTULO DOS

      Angel sentía cómo se deplomaba en el aire mientras se tiraba de cabeza a las furiosas aguas del embravecido mar de allá abajo. Todavía veía el cuerpo de Thor sumergido bajo el agua, inconsciente, flácido, hundiéndose más con cada momento que pasaba. Sabía que él podía morir en unos instantes y, que si ella no hubiera saltado del barco cuando lo hizo, seguramente no tendría ninguna oportunidad de vivir.

      Estaba decidida a salvarlo -incluso si ello significaba su vida, incluso si moría allá abajo con él. Realmente no podía comprenderlo, pero sentía una intensa conexión con Thor, incluso desde el momento que lo había visto por primera vez en la isla. Había sido el único que había conocido que no tenía miedo de su lepra, que le había dado un abrazo a pesar de ella, que la había mirado como una persona normal y que nunca la había evitado ni por un minuto. Sentía que estaba en gran deuda con él, sentía una intensa lealtad hacia él y sacrificaría su vida por él, costara lo que costara.

      Angel sentía que las aguas congeladas le perforaban la piel mientras se sumergía. Sentía como si un millón de puñales le perforaran la piel. Estaba tan fría que se sobresaltó y aguantó la respiración al sumergirse más y más, abriendo los ojos en las turbias aguas en busca de Thorgrin. Apenas pudo divisarlo en la oscuridad, hundiéndose más y más, dio un gran puntapié, una y otra vez, alargó un brazo y, usando su impulso hacia abajo, le agarró la manga.

      Pesaba más de lo que ella pensaba. Lo rodeó con ambos brazos, dio la vuelta y movió las piernas con furia, usando todas sus fuerzas para dejar de descender y ascender a cambio. Angel no era ni grande ni fuerte, pero al crecer había aprendido rápidamente que sus piernas tenían una fuerza que la parte superior de su cuerpo no tenía. Sus brazos eran débiles por la lepra pero sus piernas eran un don, más fuertes que las de un hombre y ahora las usaba, dando patadas con todas sus fuerzas, para nadar hacia arriba, hacia la superficie. Si alguna cosa había aprendido al crecer en una isla, era a nadar.

      Angel se abría camino impulsándose con los pies a través de las profundas aguas turbias, más y más arriba, hacia la superficie, mirando hacia arriba y viendo al sol reflejarse

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