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señora», dijo Steffen, «debemos bajar. ¡Ahora!»

      Gwen no podía soportar marcharse de allí, pero sabía que él tenía razón. Se dejó guiar por los demás, arrastrarse a través de las puertas, por las escaleras,  hacia la oscuridad, mientras una ola de llamas venía rodando hacia ella. Las puertas de acero se cerraron de golpe justo un segundo antes de que las llamas la atraparan y, al oír cómo retumbaban detrás de ella, sintió cómo una puerta se cerraba de golpe en su corazón.

      CAPÍTULO DOS

      Alistair, llorando, se arrodilló al lado del cuerpo de Erec, agarrándolo con fuerza, con el vestido de boda cubierto por su sangre. Mientras lo abrazaba todo su mundo daba vueltas, sentía como sus últimas fuerzas le estaban abandonando. Erec, acribillado por heridas de puñalada, gemía y ella podía notar por el ritmo de sus pulsaciones que estaba muriendo.

      «¡NO!» Alistair protestó, meciéndolo en sus brazos, balanceándolo. Sentía como su corazón se partía en dos mientras lo abrazaba, sentía como si ella misma estuviera muriendo. Este hombre con el que había estado a punto de casarse, que la había mirado con tanto amor sólo unos momentos antes, ahora yacía casi sin vida en sus brazos; apenas podía asumirlo. Había recibido el golpe tan inesperadamente, tan lleno de amor y alegría; lo había cogido desprevenido por su culpa. Por culpa de su estúpido juego, al pedirle que cerrara los ojos mientras ella se aproximaba con su vestido. Alistair se sentía abrumada por la culpabilidad, como si todo fuera culpa suya.

      «Alistair», gimió él.

      Ella miró hacia abajo y vio sus ojos medio abiertos, vio como se iban apagando, como la fuerza de la vida los iba abandonando.

      «Quiero que sepas que esto no es culpa tuya», susurró. «Y quiero que sepas lo mucho que te quiero».

      Alistair lloraba, abrazándolo contra su pecho, sintiendo como se iba enfriando. Mientras lo hacía, algo saltó en su interior, algo que sentía la injusticia de todo aquello, algo que se negaba por completo a dejarlo morir.

      Alistair de repente sintió un hormigueo que le era familiar, como miles de pinchazos en las puntas de sus dedos, y sintió un sofoco por todo su cuerpo, de la cabeza a los dedos de los pies. Una extraña fuerza se apoderó de ella, algo fuerte y primal, algo que ella no comprendía; se hizo más fuerte que cualquier otra oleada de fuerza que hubiera sentido en su vida, como un espíritu externo apoderándose de su cuerpo. Sentía como sus manos y brazos ardían y refelexivamente alargó las palmas de sus manos y las colocó en el pecho y la frente de Erec.

      Alistair las mantuvo allí, sus manos quemando cada vez más, y cerró los ojos. Por su mente pasaban imágenes rápidamente. Veía a Erec de joven, dejando las Islas del Sur, tan orgulloso y noble, de pie en un barco alto; lo veía entrando a la Legión; uniéndose a Los Plateados; en los torneos, llegando a ser un campeón, derrotando a los enemigos, defendiendo el Anillo. Lo veía sentado erguido, con la postura perfecta sobre su caballo, vestido en brillante plata, un modelo de nobleza y coraje. Sabía que no podía dejarlo morir; el mundo no podía permitirse dejarlo morir.

      Las manos de Alistair cada vez estaban más calientes. Abrió sus ojos y vio como los de él se cerraban. También vio una luz blanca que emanaba de sus manos, extendiéndose sobre Erec; lo vio infundido en ella, rodeado por una esfera. Mientras miraba, veía como sus heridas filtraban la sangre, empezando a cerrarse lentamente.

      Los ojos de Erec se abrieron repentinamente, llenos de luz, y ella sintió como algo cambiaba dentro de él. Su cuerpo, tan frío unos momentos antes, empezaba a calentarse. Sentía como su fuerza vital estaba volviendo.

      Erec miró hacia ella, sorprendido y maravillado, y Alistair, a la vez, sentía como su propia energía mermaba, su propia fuerza vital disminuía mientras se la pasaba a él.

      Los ojos de él se cerraron y se sumió en un sueño profundo. Las manos de ella de repente se enfriaron. Ella comprobó el pulso de él y sintió como volvía a la normalidad.

      Suspiró con gran alivio, sabiendo que lo había reanimado. Sus manos temblaban, agotadas por la experiencia. Ella se sentía exhausta, pero aún así eufórica.

      Gracias, Dios, pensaba mientras se inclinaba , apoyando la cara en su pecho y lo abrazaba con lágrimas de alegría. Gracias por no llevarte a mi marido de mi lado.

      Alistair dejó de llorar, miró a su alrededor y comprendió la escena: vio la espada de Bowyer allí tirada en la piedra, su empuñadura y su filo cubiertos de sangre. Odiaba a Bowyer con una pasión mayor de la que ella podía concebir y estaba dispuesta a vengar a Erec.

      Alistair se acercó a coger la espada sangrienta, sus palmas se cubrieron de sangre al cogerla para examinarla. Estaba dispuesta a tirarla, para ver cómo chocaba con gran estruendo al otro lado de la habitación cuando, de repente, la puerta de la habitación se abrió de golpe.

      Alistair se giró, con la espada sangrienta en la mano, y vio a la familia de Erec entrando precipitadamente a la habitación, flanqueados por una docena de soldados. Mientras se acercaban sus expresiones de alarma se volvieron de horror, mientras todos miraban de ella a Erec, inconsciente.

      «¿Qué has hecho?» gritó Dauphine.

      Alistair la miró, sin entender nada.

      «¿Yo?» preguntó. «Yo no he hecho nada».

      Dauphine fruncía el ceño mientras se acercaba enfurecida.

      «¿Ah, no?» dijo. «¡Sólo has matado a uno de nuestros mejores y más grandes caballeros!»

      Alistair la miró fijamente horrorizada y de repente se dio cuenta de que todos la estaban mirando como si fuera una asesina.

      Miró hacia abajo y vio la espada sangrienta en su mano, las manchas de sangre en su mano y por todo su vestido y entendió que todos pensaban que lo había hecho.

      «¡Pero yo no lo apuñalé!» protestó Alistair.

      «¿No?» la acusó Dauphine. «Entonces, ¿la espada apareció en tu mano por arte de magia?»

      Alistair miraba por toda la habitación mientras todos se agolpaban alrededor de ella.

      «Fue un hombre el que lo hizo. El hombre que lo desafió en el campo de batalla: Bowyer».

      Los  otros se miraban entre ellos, escépticos.

      «Entonces, ¿así fue?» contestó Dauphine. «¿Y dónde está este hombre?» preguntó, mirando por toda la habitación.

      Alistair no vio ni rastro de él y se dio cuenta de que todos pensaban que mentía.

      «Huyó», dijo ella. «Después de apuñalarlo».

      «Y entonces, ¿cómo fue a parar esta espada sangrienta a tu mano?» contestó Dauphine.

      Alistair miró con horror a la espada que tenía en su mano y la arrojó al suelo, haciendo que sonara con estruendo sobre la piedra.

      «Pero, ¿por qué iba yo a matar al que iba a ser mi marido?» preguntó.

      «Eres una hechizera», dijo Dauphine,acusándola ahora. «No se puede confiar en los de tu especie. ¡Oh, mi hermano!» dijo Dauphine, corriendo rápido al frente, cayendo de rodillas al lado de Erec, interponiéndose entre él y Alistair. Dauphine abrazó a Erec, apretándolo con fuerza.

      «¿Qué has hecho?», dijo Dauphine entre lágrimas.

      «¡Pero yo soy inocente!» exclamó Alistair.

      Dauphine se giró hacia ella con una expresión de odio y después se dirigió a todos los soldados.

      «¡Arrestadla!» ordenó.

      Alistair sintió unas manos que la agarraban por detrás y, de un tirón, la ponían de pie. No le quedaba energía y no pudo hacer nada para evitar que los guardias le ataran las muñecas a la espalda y empezaran a  arrastrarla. Le importaba poco lo que pudiera pasarle, sin embargo, mientras la arrastraban, no podía soportar la idea de estar lejos de Erec. No ahora, no cuando más la necesitaba. La curación que le había dado era sólo temporal; ella sabía que necesitaría otra sesión y, si no la tenía,

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