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voz tronadora y ronca de Ricardo era como el canto del gallo que azota con vehemencia el silencio del alba y la fuerza con la que rasgaba su vieja guitarra de ciprés lo distinguía del toque payo [4] : lo suyo era puro toque gitano .

      Saludé a Paco, un señor muy distinguido, siempre perfectamente afeitado, perfumado, con el cabello blanco peinado escrupulosamente hacia un lado; era encantador, honesto, muy cortés, en fin, un hombre de otro tiempo, como le gustaba que le llamasen. Iba con frecuencia a aquel restaurante a beber dos o tres cubatas y, como gran aficionado del flamenco que era, a menudo se animaba también a cantar. Estaba charlando con una hermosa mujer francesa y discutían precisamente acerca del cante flamenco.

      Estaba a punto de entablar conversación con ellos cuando, en dirección al escenario, en la mesa de mi izquierda, vi a una chica que discutía acaloradamente. Me acordé enseguida de que había sido mi vecina. Estaba con otras amigas, también ellas de un evidente aspecto nórdico, quizás de origen sueco como ella, y me acerqué convencido de que no me habría reconocido, al menos no inmediatamente. Había cambiado bastante en los últimos años, tenía el pelo más corto y algún kilo de más.

      En su mesa se podían ver un gran número de copas con hielo y botellas medio vacías. Algunas de ellas se movían lentamente, esbozando movimientos con los brazos, como si quisiesen levantarse y bailar, pero era evidente que, en aquellas condiciones, no hubieran resistido en pie durante más de veinte segundos. Me acerqué a la mesa para saludarla, pero dudé un instante, no recordaba su nombre.

      «Hola, guapa, ¿te acuerdas de mí?» me dispuse, y ella y todas sus amigas se giraron para mirarme, intrigadas. «Éramos vecinos, yo vivía justo enfrente de tu apartamento. ¿Te acuerdas? Soy el que compartía casa con Vinicius, el chico brasileño… Avenida Costa del Sol, número 24, ¿lo recuerdas? Bueno, espero que sí, sino podría parecer que estoy intentando ligar contigo.» le dije, luciendo una de esas sonrisas que, a menudo, se reservan exclusivamente para las chicas guapas.

      Ramón se unió y ambos nos sentamos en la mesa de mi amiga.

      

      

      

      

      Cuando era todavía, por así decir, la una, solo unos pocos quedábamos en el tablao. Ricardo y otros flamencos se habían sentado en una mesa aparte. Para ellos ese era el momento del flamenco puro, aquel en el que se escuchaba el llanto de la guitarra interrumpido únicamente por el tintineo de las copas y los nudillos que golpeaban la mesa de madera al compás, con el humo de los cigarrillos que flotaba como una sutil niebla láctea y creaba una atmósfera mística típica del cante jondo.

      Ramón y yo estábamos aún sentados en la mesa de mi vieja vecina, de la que todavía desconocía el nombre. Me daba mucha vergüenza preguntárselo y ni siquiera recordaba el de la amiga que se había quedado con nosotros. Esperaba a que se llamasen la una a la otra, pero nada. Había bebido mucho. Ramón se perdía en teorías sin sentido sobre la relación entre hombres y mujeres, quizás intentando hacernos entender que había llegado la hora de irse y concluir la noche en el mejor de los modos. Se me había acabado el tabaco, así que les invité a salir para buscar un distribuidor y beber la última copa en otra parte. Pero, como esperaba, nos fuimos inmediatamente hacia el apartamento de Ramón. Recuerdo que había mezclado y había perdido un poco mi habitual sentido del humor, no me sentía demasiado bien y ni siquiera a gusto.

      Me desperté a las cuatro y media de la noche. Miré por debajo de las sábanas y vi mi cuerpo desnudo, y la chica que estaba conmigo también lo estaba. No vi a Ramón ni a la otra chica, mi vieja vecina. Quizás estaban en otra habitación, o quién sabe. Salí de la cama intentando no hacer ruido, me vestí y salí a buscar una máquina de tabaco. Tenía el estómago revuelto y sin embargo jamás había tenido tantas ganas de fumar.

      No hacía especialmente frío, pero tenía la chaqueta abierta y el viento fresco traspasaba mi sutil camiseta de algodón, dándome algún que otro escalofrío.

      Había llegado casi a la altura del hostal. Las calles del centro eran angostas y oscuras, algunas en cuesta y otras en bajada; a veces daba la sensación de estar en un laberinto por el modo en el que se intrincaban. Caminando en la oscuridad, con la única luz de la luna, llegué a una zona que no recordaba. Era bonita; los callejones eran mucho más estrechos que de costumbre y más oscuros. De repente, sentí rápidos pasos llegando hacia mí; antes de que me diese tiempo a girarme, alguien me golpeó con fuerza en la nuca, con una piedra o algo parecido. El golpe fue tan fuerte que me desmayé al momento.

      Permanecí en el suelo alrededor de media hora, creo, después una señora que se había asomado al balcón me llamó, preguntándome si me encontraba bien, y me desperté.

      «¡ Joven! ¡Joven! ¿Estás bien, qué ha pasado? ¡Espera que cojo un poco de hielo! » me dijo la mujer, viendo que me retorcía tocándome la cabeza.

      Yacía en el suelo, postrado por el fuerte golpe. Instintivamente, la primera cosa que hice fue controlar si me habían robado. Pero la cartera estaba todavía en el bolsillo interior de la chaqueta, con todo el dinero y las tarjetas de crédito. El móvil sin embargo no, se lo habían llevado.

      «¡ Joven, v en arriba que te doy hielo para ponértelo en la cabeza!» insistía la señora desde el balcón que daba a la calle.

      El dolor causado por el golpe en la nuca me había ocasionado una fuerte neurastenia, por lo que no presté atención a aquella mujer y me dirigí hacia el hostal, sin decir palabra.

      IV

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      El olor a asfalto mojado entraba por una gran ventana entornada y empañada a causa del acondicionador que emanaba aire caliente. En la oficina húmeda y escueta, el oficial de policía me estaba interrogando acerca de lo que me había sucedido la noche anterior. Sentada a mi derecha se encontraba una mujer que me observaba continuamente y golpeaba los dedos sobre el teclado del ordenador como una histérica. No me miraba como una que está viendo a un hombre guapo, en absoluto. Tenía más bien ese aire y expresión típica de las cotillas, como aquellas que van como público a los talk-show a mofarse de todos, solo por ganar audiencia.

      «Con la ese no... Dilorenzo, con la zeta de Zaragoza».

      «¿Así?» me preguntó el policía, mostrándome un folio sobre el que estaba escribiendo mis datos.

      «Sí, así» le contesté. «Exactamente. Pero Dilorenzo todo junto. Sí» dije, inclinándome hacia él. «Mire, le estaba diciendo que a mí lo que me interesa no es recuperar el teléfono, sino que bloqueéis el dispositivo para impedir el acceso a mis datos, ya que he memorizado mi dirección y otras informaciones personales y reservadas».

      «No se preocupe» me tranquilizó el oficial, «mi compañero ya se está ocupando de remitir la denuncia en su compañía telefónica. Pero dígame mejor si recuerda algún otro detalle. Haga memoria, por favor. El pueblo es pequeño, sabe usted. Podríamos dar con el agresor muy pronto».

      «Le repito, recuerdo muy bien todo lo que hice, claro; pero, como ya le he dicho, bebí más de la cuenta y no tuve ni la lucidez ni el tiempo para girarme y mirarlo a la cara o para darme cuenta de lo que había pasado. Sucedió todo muy rápido, ¡no sabría ni siquiera decirle si fue un hombre o una mujer! Lo siento».

      «Entiendo» dijo el policía.

      «Señor» interrumpió la mujer que escribía en el ordenador, «está al teléfono el director

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