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los transeúntes, aturdidos, durante horas y horas; otros, en grupo, conversaban de esto y aquello o, gruñendo en una lengua arcaica, jugaban a lanzar monedas al suelo, un pasatiempo muy antiguo cuyo nombre no recuerdo, si bien muy parecido al juego de las bochas.

      Ya desde hacía algunos días las tiendas de la avenida habían cambiado las etiquetas de los precios y modificado la exposición de las mercancías, habían adornado a su vez los escaparates con adornos pomposos y en desuso. La Navidad estaba a las puertas. Algunos establecimientos estaban cerrados a causa de la crisis económica que había golpeado no solo a Italia, sino a todo el resto del sur de Europa. Había muchos vendedores ambulantes que animaban las calles del centro, ya que aquella mañana estaba el “mercado del Rosati”, uno de los más antiguos y frecuentados de la ciudad, y en el aire revoloteaban los gritos de los comerciantes que se disputaban la clientela a base de ocurrencias y lacónicas canciones de cuna, recitadas rigurosamente en dialecto.

      Llegé al “Moro de Daunia” – este es el nombre del mesón donde trabajaba – con solo diez minutos de retraso.

      Cuando abrí la puerta, el calor y el perfume intenso y sazonado del caldo de carne acariciaron de reojo mi olfato que, recobrando la razón al momento, no sabía ya donde meter la nariz por los efluvios de embutidos, quesos y otros manjares que inhalaba con entusiasmo. En el interior, el aire tenía un aroma antiguo, a causa del olor de la madera seca que ardía en la chimenea y de la cera lacada envejecida que tapizaba algunos muebles de época y que daban al restaurante un aire aristocrático pero sobrio, típico de las casas de campo antiguas pertenecientes a algún noble caído en desgracia.

      Atravesé el umbral dando una ojeada furtiva en dirección a la sala y me sequé la suela de mis zapatos en el felpudo helado de la entrada.

      «¡Hola! Perdonad el retraso, pero he venido andando. Hace un frío que pela... » deploré – si bien esbozando una sonrisa – y corrí hacia la cocina, a calentarme cerca del radiador.

      «Buenos días, Andrea» me dijo Olga, la camarera, que estaba ayudando Alina – la mujer del propietario – a limpiar la sala.

      Alina, sin embargo, no me había saludado todavía y me lanzaba miraditas que no prometían nada bueno.

      «Andrea, por favor, no te quedes ahí plantado. Alfredo está a punto de llegar y todavía hay que cortar las cebollas. Además, tienes que preparar las berenjenas a la plancha. Venga, vamos» me instigó Alina.

      «Sí, bwana » respondí, con una pizca de ironía. «Dame cinco minutos que me cambie.»

      “Que coñazo” me dije, tenía las manos congeladas del frío y habría tardado uno o dos minutos solo en calentarme.

      Mientras tanto, Alfredo, el propietario y cocinero del mesón, había ya vuelto del mercado.

      

      

      

      

      Canoso, de ojos pequeños, acérrimo enemigo del ejercicio físico, tenía siempre el aspecto un poco desaliñado a causa de la barba descuidada y el cabello corto y rizado que parecía siempre grasiento; la pequeña y frágil montura de sus gafas desentonaba con su enorme anchura desgarbada y, además, tenía la mala costumbre de meterse el dedo en la nariz, algo por lo que la mujer le había llamado la atención en reiteradas ocasiones, pero con escasos resultados.

      En las bolsas que llevaba consigo había fruta de temporada, pescado azul, barras de pan de trigo duro, marasciuolo [1] , rúcula, borraja, sprucida [2] y otras hierbas espontáneas que solo los terrazzani [3] conocen.

      «¿Te gusta el pancotto ? » me preguntó Alfredo, mientras posaba las bolsas sobre la mesa. «Hoy hacemos pancotto y rollitos de berenjena rellenos de caciocavallo y albahaca.»

      «Sí, sí. Además, con este frío, sienta bien...» le respondí, y un estruendo reverberó entre las paredes de mi estómago.

      «Voy un momento enfrente a comprar tabaco. Dile a Olga que corte el pan. ¡Ah, espera!...dile solo una barra y que no haga las rebanadas demasiado gruesas como ayer. No, mejor…una y media, ¡venga!» me dijo Alfredo, y se fue.

      Olga se acababa de cambiar. Estaba fumando en el canto de la puerta de la cocina que daba a la parte de atrás del restaurante, donde Alfredo había plantado algunas hierbas aromáticas y otras plantas como laurel, salvia y otras tantas que normalmente usaba para cocinar y adornar ciertos platos.

      «Me ha dicho Alfredo que hay que cortar pan, si quieres te ayudo» le sugerí.

      «Sí, ahora voy» me dijo Olga, mientras sus finos labios carnosos exhalaban una bocanada de humo que enseguida se esfumó en la niebla.

      Contemplé su perfil envuelto por la luz del sol, que todavía ocultaban las nubes; su mirada fija en el vacío me daba la impresión de que ni siquiera ella sabía en qué estaba pensando.

      «¿Te apetece salir?» le pregunté, y me acerqué a ella algunos pasos.

      «¿Esta noche?» me preguntó ella, como si le hubiera pillado desprevenida, y se giró de golpe, haciendo ondear su cabello color cobrizo.

      «Sí, claro. ¿Cuándo si no?»

      «Puede ser. ¿Dónde me llevas?» me preguntó Olga, después de que los ángulos de sus labios se elevaran un poco hacia arriba, en una sonrisa pícara.

      «No lo sé» le respondí, no habiendo programado nada. «De todas formas hoy es el último día que trabajo aquí, no me acuerdo si ya te lo había dicho. Puede ser que no nos volvamos a ver. O, al menos, no tan a menudo.»

      «Quién sabe, eso podría ser una ventaja. Mi novio empieza a sospechar» me recordó, con cierto aire de frívolo desprecio.

      «Los hombres sospechan siempre» observé.

       «Y las mujeres son prudentes» rebatió ella, casi al momento.

      «¿Tú lo eres?» le pregunté, asomándome hacia ella, y nuestros rostros casi se rozaron.

      «Claro, me gusta estar tranquila» me dijo ella, casi entre dientes, pues mi mirada acariciaba su boca, como para recordarle lo sucedido la noche anterior.

      «Entiendo. Pero la tranquilidad a la larga aburre» repliqué yo, con un tono que rozaba la fanfarronería, y me dirigí a la cocina.

      

      

      

      

      A las tres de la tarde quedaba en sala tan solo el doctor De Martinis. Había apenas terminado de comer y permanecía sentado leyendo el periódico.

      Alfredo me llamó. Sabía que había llegado el momento de cobrar.

      «Andrea, escucha: cuando termines de ordenar todo, ven a la caja. Estoy allí, te espero.»

      Aquellas cuatro palabras - “ven a la caja” – me surtieron un efecto extraño, como el que haría un alarma antiincendios a una chispa. Me vinieron ganas de coger lo que me correspondía y volver a casa corriendo, sin despedirme de ninguno. Comencé a tararear una rumba de Camarón de la Isla: “ Volando voy, volando vengo, vengo… ˮ.

      Llevaba todo el día esperando ese momento. Faltaban solo pocos días para mi treinta cumpleaños.

      Tras una decena de minutos llegué a la caja, como me había pedido. Estaba sentado en el taburete de detrás de la barra. Yo permanecí de pie. Él extrajo del bolsillo de su chaqueta un paquete de chicles de menta y me ofreció uno.

      «Bueno, bueno. Entonces... habíamos estipulado treinta euros al día, ¿es así, no? me preguntó, como si no lo supiera ya.

      Asentí con la cabeza y él empezó a contar los billetes: “Cien, doscientos…” (treinta euros son pocos, lo sé, pero el trabajo no era pesado y además, por aquel entonces, no era tan fácil encontrar algo).

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