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Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel
Читать онлайн.Название Los monfíes de las Alpujarras
Год выпуска 0
isbn
Автор произведения Fernández y González Manuel
Жанр Зарубежная классика
Издательство Public Domain
– Isabel, dijo con un acento profundamente sentido Yaye: ya no sabia lo que era amor, y no creia sentirlo hasta este momento: yo os amo, os amaré siempre: esta prenda que un dia me entregásteis no se separará jamás de mí.
– ¡Que ella os proteja! exclamó llorando Isabel.
– El destino nos separa: vuestros abuelos renegaron de su ley por el oro de los cristianos… ¡renegaron! exclamó enérgica y gravemente Yaye, en vista de un movimiento de la jóven: vos no quereis volver al camino de luz que ellos dejaron. Cúmplase lo que está escrito. Pero cuando el sol aparezca todos los dias, cuando bañe con sus primeros rayos ese mirador que tantas veces ha escuchado las palabras de nuestro amor: ¡acordaos de mí!
Y Yaye, temeroso de que sus fuerzas le abandonasen, que la hermosura y el amor de Isabel fuesen mas fuertes que sus creencias y sus propósitos, huyó de ella como hubiera huido un cenobita de un fantasma tentador.
Isabel le vió desaparecer yerta: mientras resonaron sus pasos sobre la calle de césped alentó alguna esperanza; cuando oyó rechinar la llave en la cerradura del postigo, sintió que se desgarraba su corazon; cuando al fin escuchó la caida de la llave que el jóven la devolvia arrojándola por cima de la tapia, perdió su última esperanza y creyó morir.
Luego cayó de rodillas, lloró por su amor perdido y rogó á Dios por el hombre que se llevaba su corazon.
Despues se levantó, buscó la llave, la alzó del suelo, y se volvió triste, lenta, como un alma apenada que se vuelve á su tumba.
Isabel habia muerto para la felicidad; no la quedaba sobre la tierra mas que la amarga copa del sacrificio.
CAPITULO III.
De cómo puede haber reyes sin reino conocido, y abdicaciones de las cuales no se hace cargo la historia
Hay en la historia de nuestra patria una página correspondiente al siglo XVI.
Esta página está llena con un hecho admirable.
Este hecho es la abdicacion del emperador Carlos V en su hijo don Felipe II. Fuese aquella abdicacion producto del hastío del emperador hácia las grandezas humanas, fuese aconsejada por el egoismo de un soberano que conociendo á tiempo que sus años y sus fuerzas eran insuficientes para sostener la carga de tan dilatados imperios, la dejase caer sobre los robustos hombros de su hijo, la página que contiene aquella abdicacion es la mas gloriosa de la historia de Carlos V, ya se considere bajo el punto de vista de un hombre que ha llegado á ser bastante grande para poder sobreponerse á las grandezas humanas, ya del de una sabia prevision política.
Aquella abdicacion asombró al mundo; aun asombra hoy á los que no comprenden cuánto contribuye un postrer acto de humildad en un hombre tal como Carlos V para aumentar la grandeza de su fama: el temido emperador acabó siendo respetado; el pecador siendo perdonado; la severidad de las generaciones encargadas de juzgarle, se estrella contra los sombríos muros del monasterio de San Yuste.
Carlos V para acercarse á las puertas de la eternidad, deponia la púrpura, se vestia el sayal penitente y se cubria la frente de ceniza.
Y en verdad, en verdad, que Carlos V necesitaba del auxilio de una penitente expiacion. La grandeza humana tiene generalmente por base el crímen.
Carlos V habia sido rey déspota: Carlos V habia sido rey conquistador.
Si Carlos V solo hubiera poseido un reinecillo de pocas leguas, si no hubiese llevado sus estandartes victoriosos por todas las partes del mundo, su abdicacion no hubiera causado efecto.
Y decimos esto, porque algunos años antes de la abdicacion del emperador, tuvo lugar otra, de la cual no se ha hecho cargo, ni aun de la manera mas insignificante, la historia.
Nosotros tenemos noticias de ella, en algunos fragmentos de manuscritos árabes, hallados por acaso en el derribo de una casa morisca del Albaicin de Granada.
Vamos, pues, á trasmitir esta abdicacion á la historia siquiera sea en las páginas de una novela.
A las doce de la noche en que tan dolorosamente se habia separado Yaye de Isabel de Válor, montó el jóven á caballo, y acompañado del anciano Abd-el-Gewar, á caballo tambien, de Harum y de dos esclavos berberiscos, tomó la vuelta de las Alpujarras.
Yaye iba silencioso, apenado: el anciano faqui comprendia la causa de su dolor y lo respetó: ni una sola palabra que tuviese relacion con Isabel, se pronunció durante el camino, ni nada tampoco que se refiriese al objeto que le llevaba á las Alpujarras. Al amanecer llegaron á Lanjaron.
Este pueblo estaba un tanto alborotado por las noticias que se tenian en él del pregon que el dia anterior se habia hecho en Granada.
Allí los mismos síntomas de insurreccion que en el Albaicin.
Allí tambien la voz y los consejos del anciano Abd-el-Gewar pudieron restablecer el sosiego.
Descansaron algun tiempo, y al medio dia se pusieron de nuevo en camino.
Poco después de haber cerrado la noche entraban en la villa de Cadiar.
Reinaba un profundo silencio en el pueblo; todo parecia entregado al sueño; ni una luz á través de las ventanas, ni un enamorado en la calle, pulsando, como otras veces, la guitarra, bajo los miradores de su amada; solo de tiempo en tiempo, se veia el turbio reflejo de una linterna, á cuyo opaco resplandor podian verse algunos alguaciles y soldados que rondaban con el corregidor.
La tranquilidad de Cadiar, que era una de las principales villas de la Taha ó distrito de Juviles, en las Alpujarras, era amenazadora por su misma exageracion. Comunmente á aquellas horas no estaba la poblacion tan desierta.
Yaye, Abd-el-Gewar, Harum y los esclavos, rodearon por fuera de las tapias del barrio bajo, subieron un repecho, y ya cerca del castillo, entraron por el postigo de una tapia de un jardin, en una casa del barrio alto.
No habian encontrado á su paso ni una sola persona, y sin duda se les esperaba de antemano, porque apenas resonaron las pisadas de los caballos, junto al postigo, se abrió este en silencio, y con el mismo silencio volvió á cerrarse apenas hubieron entrado en el jardin los cinco ginetes.
Pasó algun tiempo y al fin se escuchó el primer canto del gallo.
Era la media noche.
Abrióse entonces el postigo del jardin, donde habian entrado Yaye y Abd-el-Gewar y salieron dos personas envueltas en alquiceles blancos.
El postigo se cerró.
Las dos personas descendieron en silencio por el repecho en direccion á las montañas cercanas.
La una, encorvada como bajo el peso de los años, se apoyaba en el brazo de la otra, que era esbelta, fuerte, como alentada por el fuego de una vigorosa juventud.
Su paso era apresurado. El jóven sostenia al viejo. Deslizábanse bajo el rayo de la luna que aparecia en medio de un cielo despejado, iluminando de una manera fantástica las montañas cercanas, que recortaban vigorosamente sus penumbras oscuras sobre los valles, mientras á lo lejos apenas se percibian otras montañas casi perdidas entre las brumas de la noche.
Al fondo se extendia una línea brillante.
Era el mar, cuyo gemido se escuchaba ténue é incesante, debilitado por la distancia.
De tiempo en tiempo y entre el oscuro follaje de los álamos que crecian junto á las riberas, en el fondo de los valles, se levantaba la armoniosa y magnífica voz de un ruiseñor enamorado, y allá en las altísimas rocas se dejaba oir el poderoso y estridente graznido de los aguiluchos hambrientos, mientras acá y allá, en todas direcciones se levantaba de entre la yerba el canto alegre de millares de grillos.
Ni una habitacion humana, ni nada que revelase la existencia del hombre en aquellas soledades, se advertía cerca ó lejos, al poco espacio de haberse aventurado los dos hombres de los alquiceles blancos en la montaña.
El eco repetia sus pasos en las concavidades de las rocas, al marchar sobre las ásperas crestas y alguna piedra desprendida á su paso del borde de los desfiladeros, rodaba con estruendo á las profundidades de los valles.
Al