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y González

      Los monfíes de las Alpujarras

      PRIMERA PARTE.

      LOS AMORES DE YAYE

      CAPITULO PRIMERO.

      El edicto del señor emperador

      El dia 30 de mayo del año de 1546, una inmensa multitud de gentes de todos clases y condiciones, llenaba en Granada la estrecha plazuela comprendida entre la Capilla Real, sepulcro de los Reyes Católicos, la Casa de la Ciudad y las desembocaduras de algunas callejas, que desde aquel punto conducen al Zacatin, á la plaza de Bib-al-Rambla, y á la parte alta de la ciudad.

      Entre aquella multitud abundaban los pintorescos trages de los moriscos, á los que se mezclaban los justillos y las calzas castellanas, y los coletos de ámbar y los castoreños con plumas de los soldados de los tercios viejos del rey.

      Notábase cierta cuidadosa ansiedad en los rostros de los moriscos y una insolencia punzante en los de los castellanos que se mezclaban con ellos; segun todos los indicios y á juzgar por ciertas particularidades de que vamos á ocuparnos, debia prepararse algun acontecimiento importante.

      Las particularidades que acabamos de indicar, eran las siguientes:

      El gran balcon de la Casa de la Ciudad, estaba cubierto por una rica colgadura de terciopelo carmesí con franja y rapacejos de oro, y en su centro se veía bordado en realce el blason de las armas reales de España y Austria, sostenido por un águila de dos cabezas coronada y tendidas las alas; en el centro del balcon y tendido sobre la balaustrada, se veia un pendon rojo de dos puntas, blasonado con las armas de los Reyes Católicos, pendon real que se habia tremolado en la torre de la Vela de la Alcazaba de la real fortaleza de la Alhambra, el dia de la entrega de Granada, que los Reyes Católicos habian dejado como una inapreciable prenda á la ciudad, y cuya sola vista hacia palidecer los semblantes y arrasarse de lágrimas los ojos de los moriscos, á consecuencia de los tristísimos recuerdos que avivaba la vista de aquel pendon en su memoria.

      Ultimamente, una compañía de alabarderos, con su capitan Rodrigo de Monforte á la cabeza, formaba en cuatro filas delante de la puerta de la Casa de la Ciudad, y á través de los soldados se veian en el extenso patio, cuyas galerías estaban entonces sostenidas por arcos y columnas árabes, los abigarrados colores de las dalmáticas de los reyes de armas de la Ciudad, los sombreretes de canal con pluma y los negros ferreruelos de los alguaciles, los escuderos del señor corregidor y de los señores veinticuatros ó regidores perpetuos, teniendo los caballos de sus señores del diestro, y por último, los timbaleros y trompeteros de la Ciudad á caballo.

      Allá en un rincon podia verse tambien una persona de apariencia abyecta, vestida de negro, con la cabeza descubierta y aislada enteramente; una especie de mancha humana, con la que todos esquivaban ponerse en contacto; el último escalon descendente de la gradacion social puesto en contacto con el verdugo.

      Aquel hombre era el tio Gonzalvillo, pregonero jurado de la Ciudad.

      Se trataba, pues, de un pregon.

      Pero pregon que con tal solemnidad se preparaba, debia ser muy importante, y fué aquí la causa de la ansiedad de los moriscos, que todo lo temian de la mala fe que desde el momento despues de la entrega de la ciudad de Granada, habia usado con ellos la corona de Castilla, durante los reinados de los Reyes Católicos, de la reina doña Juana, su hija, y del emperador don Carlos, su nieto.

      A cada momento llegaban caballeros, vestidos con arneses de córte, ginetes en caballos encubertados de gala y rodeados de pajes y escuderos.

      A las once del dia oyóse por la calleja que conducia á la parte alta de la ciudad son de timbales, y poco despues desembocaron los músicos de la Real Chancillería, y sus reyes de armas á caballo; luego el señor presidente, en una mula, con sus hábitos de arcipreste; despues, en otras tantas mulas, los señores oidores, los señores alcaldes de Casa y Córte, y por último, una nube de negros ministros de justicia, ginetes en rocines.

      Aquella cabalgata atravesó por medio del apiñado gentío, llegó á la puerta de la Casa de la Ciudad, apeáronse los señores de la Chancillería, y entraron por medio de la compañía de alabarderos, que se abrió, quedando fuera la comitiva, y se entraron en la sala capitular, cuya puerta estaba situada al fondo del patio: la multitud, comprimida por aquel cuerpo extraño que se le habia incrustado, y apretada mas y mas por los nuevos curiosos que llegaban, no cabia ya en la plazuela y empezaba á rebosar por las tres callejas que á ella conducian; á las once y media la multitud tuvo que estrecharse mas; por la parte del Zacatin se habia escuchado de repente, bélico son de clarines y atambores que batian marcha; una compañía de arcabuceros habia entrado haciendo plaza, y en pos de ella, precedido por ginetes, el alferez mayor del reino y córte de Granada, llevando el estandarte real; luego el escudero del capitan general don Luis Hurtado de Mendoza, marqués de Mondejar, llevando su adarga; despues los lacayos, palafreneros y demás servidumbre del marqués, vestidos de gala; por último, entre una nube de caballeros, capitanes y alféreces, el mismo capitan general sobre un caballo ricamente encubertado, con una banda roja bordada de oro sobre su arnés de córte, el baston de mando en la diestra, llevando en la cabeza en vez del yelmo, como en señal de paz y confianza, un bonete de grana; seguíanle, empero, como muestra de que iba preparado á todo, cuatro escuderos, el uno de los cuales llevaba desnuda su ancha espada de combate, otro su yelmo de encage, otro su lanza de Milan, y otro su viejo escudo de guerra, que, aunque limpio y bruñido, se mostraba honrosamente abollado y remendado, señal clara de que habia defendido á su dueño en mas de una recia batalla; iban en pos los restantes servidores del marqués, y por último una compañía de piqueros.

      Es de advertir que el ayuntamiento habia dejado la posesion entera de la plazuela al pueblo, pero que, la Chancillería le habia robado un buen espacio; que el capitan general habia acabado de comprimirle, y que solo faltaba el Santo Oficio de la General Inquisicion para desalojarle enteramente de ella.

      El Santo Oficio no tardó en llegar con sus timbales, sus alguaciles, su pendon verde con la cruz dominica, sus inquisidores sombríos y hoscos, montados en mulas, sus familiares, y, por último sus soldados de la fe.

      El pueblo se vió obligado á extenderse fuera totalmente de la plazuela, rellenando las tres calles inmediatas: asi, pues, el ayuntamiento, la Chancillería, el capitan general y la Inquisicion, con sus ginetes y pendones, estaban sitiados, como acuñados por un pueblo inmenso.

      Pero aquel pueblo estaba vencido y desarmado, y á pesar de que comprendia que todo aquel aparato era para imponerle nuevas condiciones, para romper mas y mas las honrosas capitulaciones de la conquista de Granada, cada uno de aquellos moriscos callaba, y temblaba de ansiedad y aun de miedo.

      Dieron gravemente las doce en el cercano relój de la Capilla Real: aun duraba la vibracion de la última campanada, cuando se escuchó alto alarido de clarines y atronante redoblar de timbales y atambores; poco despues la multitud que henchia la calleja que comunicaba con el Zacatin, fue empujada y se puso lentamente en marcha; sucesivamente fueron saliendo de la plazuela los maceros y timbaleros del ayuntamiento; el pendon de la Ciudad, los regidores, el corregidor y los alguaciles; luego la Chancillería, despues el capitan general, por último, la Inquisicion y trás ella las tres compañías de alabarderos, arcabuceros y piqueros; la multitud que llenaba las otras dos calles se mezcló en la plazuela como dos rios que confluyen en un punto y siguió lento y tristemente aquella procesion, cuyos timbales y trompetas atronaban el espacio.

      Las tiendas de los mercaderes moriscos del Zacatin se habian cerrado: las ventanas de los primeros pisos estaban engalanadas con tapices, como en honor del pendon real, del pendon de la fe y del pendon de la Ciudad, que pasaban debajo de ellas; pero en aquellas ventanas, aunque no estaban cerradas, no habia una sola persona: la multitud estaba en la calle precediendo y siguiendo á las cuatro corporaciones que tan solemnemente atravesaban la ciudad.

      Al fin los primeros timbaleros desembocaron en la Plazuela Nueva; esta plaza estaba llena ya de moriscos, cuyo número se aumentaba incesantemente con el interminable cordon de ellos que avanzaba por la calle de Elvira y por los que descendían por las avenidas del Zenete, de la Antequeruela y de la Carrera de Darro.

      En medio de la plaza y delante del sitio donde algunos años después se construyó el palacio de la Chancillería, estaba levantado un extenso tablado; cuando llegaron á él, subieron por

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