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Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel
Читать онлайн.Название Los monfíes de las Alpujarras
Год выпуска 0
isbn
Автор произведения Fernández y González Manuel
Жанр Зарубежная классика
Издательство Public Domain
– Si tú murieras, Calpuc se convertiria en el mas feroz de los hombres.
– Pues bien, sé rey fuerte y poderoso.
– Y dime, ¿qué harian los españoles, si su emperador les mandase ofender al Dios de sus padres, y desobedecer á sus sacerdotes?
– ¿Los españoles…? los españoles destituirian, exterminarian al emperador.
– ¿Y por qué no habian de hacer lo mismo los mejicanos con un rey que les mandase arrojar por tierra los altares de sus padres?
– Pero los españoles adoran al verdadero Dios, y vosotros adorais á Belial.
– La oracion de mi madre resuena en los oidos de los guerreros de mi nacion, cristiana, como la de tus abuelos resuena en los oidos de los tuyos. No te obligaré yo á que abandones á tu Dios…
– Y me exiges que reniegue de él.
– No, solo te pido que engañes á los hombres.
– ¡Cómo!
– Guarda en tu corazon tus dioses; pero arrodillate, para que mis sacerdotes dejen de aborrecerte, arrodillate ante los nuestros.
– ¡No, nunca!..
– ¿Y la vida de esos desdichados? ¿y mi vida?
Calpuc se arrojó á mis piés.
– Es necesario que te resuelvas, continuó; no se pondrá el sol tras las montañas azules, sin que los sacerdotes me pidan una respuesta. Es necesario que la hermosa vírgen se salve, y escucha: si no me amas no serás mi esposa, sino para los hombres, que se alimentan con lo que ven y con lo que oyen: Calpuc no se acercará á la vírgen de su amor, sino para tenderse á sus piés y guardar su sueño. Calpuc amará á su hermana, pero es necesario que su hermana le llame esposo; es necesario que todos la crean esposa del rey, para que ninguno se atreva á pensar en matarla: ¡ah! si mi hermana muriera, Calpuc se convertiria en un tigre.
Los ojos del jóven salvaje centelleaban, y un amor inmenso se exhalaba por ellos; pero un amor tan respetuoso, tan sublime como ardiente.
Yo, aunque aterrada por la horrorosa suerte que me amenazaba, me sostuve sin vacilar en mi resolucion, y Calpuc desesperado llamó al mas anciano de los tres sacerdotes cristianos.
Este consintió en persuadirme al fingimiento que de mí se exigia, pero con una condicion solemne: exigió á Calpuc que se convirtiera al cristianismo.
– Nuestros dioses se alimentan con sangre humana, dijo profundamente Calpuc; nuestros sacerdotes son unos malvados, que vuelven en su provecho la fe de mis hermanos; muchas veces he pensado en que un dios de muerte y de sangre, no es el dios que ha criado el sol, que es tan beneficioso, ni la luna que es tan bella, ni la tierra que es tan fértil, ni el mar que es tan grande, ni ese abismo tan azul, donde brillan innumerables los luceros. Mi padre que era un sabio y un justo me habia dicho: estos sacrificios humanos nos traerán al fin la maldicion de Dios. Por allí, por donde sale el sol tan resplandeciente, vendrán unos guerreros formidables que nos traerán, sobre mares de fuego y sangre, en castigo en nuestras culpas, otro Dios mas benéfico. Yo escucho todavía la voz de mi padre. Calpuc, ha querido conocer á Dios, y los agoreros no han sabido mostrárselo. ¿Se lo mostrarás, tu, anciano?
El licenciado Vadillo, que así se llamaba el sacerdote, aprovechó la buena disposicion de Calpuc, y me decidió á que, para causar un gran bien, me prestase á unas formas externas, que en nada podian ofender á Dios, puesto que conocia la pureza de nuestras intenciones.
Imponderable fue la alegría de Calpuc cuando supo que yo consentía en cuanto era necesario hacer para que los sacerdotes idólatras renunciasen, ó por mejor decir, no pensasen en sacrificarnos.
Algunos dias despues era yo la esposa de Calpuc.
Esposa para el pueblo; hermana para él.
Lentamente el licenciado Vadillo y yo fuimos labrando la fe cristiana en el alma de Calpuc. Al fin un dia, el dia mas hermoso de mi vida, el licenciado Vadillo bautizó á Calpuc en secreto, y en secreto tambien nos desposó con arreglo al rito de la Iglesia católica.
Entonces no fui ya la hermana, sino la mujer de Calpuc.
Un año despues el cielo habia bendecido nuestra union dándonos á Estrella, á mi hermosa Estrella.
Una capilla, la misma que habeis visto, fabricada por españoles, que habian venido á fuerza de oro, y construida con el mayor recato, habia abierto para nosotros el fecundo manantial de vida de la oracion y de las prácticas religiosas. Habreis reparado que habeis sido introducido por una puerta secreta en esta parte del palacio; que todas las habitaciones estan iluminadas por ventanas abiertas en el techo; que nadie, en fin, puede sorprender lo que aquí suceda: el vulgo cree que estas habitaciones tan cerradas son las de las mujeres del rey, y nadie se atreveria á mirar ni á espiar el interior del sagrado recinto aunque le fuese posible. Mi esposo tiene adormida la suspicacia de los sacerdotes á fuerza de oro, y á fuerza de oro ha conseguido que no haya un solo sacrificio humano, á pretexto de que los sacerdotes dicen al pueblo, que los dioses estan contentos y que no hay necesidad de aplacar su cólera con sangre. Los cráneos humanos que veríais ayer sobre el templo eran antiguos.
– Pues mucho me temo, dije interrumpiendo á doña Inés, que tanta felicidad no sea turbada por vuestra causa.
– ¿Por mi causa? dijo doña Inés.
– Si por cierto, porque vos sois la que me habeis traido aquí al frente de mis soldados.
– ¿Y qué desgracia nos puede acontecer?
– Nuestros soldados han entrado triunfantes en la ciudad.
– Pero ha sido porque hemos hecho creer á los habitantes que tras vosotros venia un formidable ejército; ha sido porque yo no he querido que se vierta sangre de cristianos; porque deseo, en fin, que haya un acomodamiento entre los conquistadores y los naturales, y á propósito de ello queria hablar con el capitan de la bandera española que se habia presentado delante de nosotros.
– No me ha dicho lo mismo vuestro noble esposo, señora, la repliqué.
– ¿Ha hablado con vos mi esposo?
– Si, me ha ofrecido tesoros porque me vuelva con mi gente á la lejana frontera.
– Eso consiste en que habeis cometido la imprudencia de nombrar á mi padre delante de mí.
– Pero en fin, señora, ¿á que habremos de atenernos?
– Es necesario obrar y obrar pronto. Es necesario que marcheis, llevando á mi padre un mensaje que yo os daré para él.
– ¡Partir! ¡partir, cuando se han hecho quinientas leguas y se han dado cien batallas por encontraros!
– Vuestra gente está perdida en la ciudad: solo por el temor de verse anonadados, dominados por un formidable ejército, han podido los naturales consentir en que se celebren las ceremonias de otra religion en el templo de sus falsos dioses: si mañana no aparece, como es imposible que aparezca, ese soñado ejército, innumerables idólatras envestirán á vuestras gentes, las sofocarán por su número y las sacrificarán á sus dioses, á fin de aplacarlos por la, para ellos, terrible profanacion que se ha efectuado hoy en el templo; creedme, caballero, creedme; voy á hacer que busquen á mi esposo, á fin de que tratemos acerca de lo que conviene hacer, á propósito de establecer una buena inteligencia entre los españoles y los naturales, y esta misma noche partireis… ó sino partís sereis sacrificado… lo que me pesaria sobre manera.
– Pues os repito, señora, que habeis acudido tarde á no ser que lo que me preponeis sea una discreta industria para alejarme con mi gente.
– Os juro que nada hay en mis palabras doble ni artificioso; sino os alejais sois gente perdida.
– Pues creo que eso lo hemos de ver muy pronto, dije aplicando el oido, porque me pareció haber escuchado un disparo de arcabuz.
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